El gobernador descartó con un movimiento de mano la objeción de su cuestor.
– Pues sería un tonto si lo hiciera. Espero que mi esposa y tú le informéis de mi intención de retirarme aquí en Útica, y puesto que serás tú, Marcelo, el único que regresará a Roma, es mejor que seas el único que converse con él. Será deber tuyo decirle que sus continuadas luchas con Mauritania deben cesar. También queremos saber a quién ha designado como su sucesor, porque es algo que Roma debe aprobar. En cualquier caso, deberás encargarte de llevar cualquier mensaje que quiera enviar al Senado, uno de los cuales será, así lo espero, la promesa de más caballería para Hispania.
– ¿Tu buena esposa está de acuerdo con esto, mi señor?
– Una buena esposa, Marcelo Falerio, ¡eso es lo que dicen de ella!
El joven se ruborizó. En un lugar tan pequeño como Útica, lo que hacían quienes estaban en el poder solían convertirse en rumor popular. Su propia familia no escapaba a la vigilancia, así que era bien sabido que su esposa y él mantenían una disputa sobre la manera en que debían educar a sus hijos. Claudianilla intentaba, en todo momento, atenuar el duro régimen que él había instituido. El pedagogo griego que él había contratado se quejaba si él castigaba a sus hijos, Lucio y Casios, y enseguida Marcelo tenía que afrontar la ira de su madre. El tutor encargado de enseñarles artes marciales intentaba mantenerlos a salvo del más mínimo rasguño, algo a todas luces imposible para unos jóvenes que se dedicaban al pugilato, a la lucha y a la esgrima. Los chicos lo sabían y se aprovechaban de ello, y con el cabeza de familia ausente durante todo el día estaba haciéndose cada vez más difícil mantener la disciplina.
– Además -continuó Avidio-, dama Iniobia puede ayudarte. Conoce a todo el mundo en la corte de Estrobal y estoy seguro de que su voz, sumada a la tuya, tendrá mayor peso.
Ambos hombres sabían que el gobernador estaba incurriendo en un incumplimiento del deber, pero desde que Avidio había decidido no regresar a Roma, poco le importaba lo que pensaran sus iguales. Defendía que aquella franja costera de África, y el calor extremo que atenuaba la brisa del mar, convenía a sus huesos. Marcelo podía haberse negado, aunque cuando puso las cosas en la balanza, supo que Avidio cargaría con cualquier culpa si fracasaba, mientras que él, al enviar su propio informe, recibiría cualquier mérito en el caso de que la misión tuviera éxito.
– Entonces sería mejor que partiéramos a lo largo de esta semana.
– Tonterías, Marcelo -gritó Avidio-. Dama Iniobia es esposa de un procónsul romano. También es princesa de la casa real númida. No puede viajar si no es con regio esplendor.
Tardaron un mes en prepararlo, durante el cual Marcelo se inquietaba por los continuos retrasos, mientras que cualquier sugerencia de salir él antes con una pequeña tropa de caballería era rechazada. Por fin la caravana estuvo lista: centenares de camellos y porteadores, docenas de literas y una escolta formada por casi una guarnición completa. Allí estaba la mismísima princesa, que viajaba en una inmensa litera doble, transportada por relevos de doce guardias númidas, junto con su séquito, formado por doncellas, cocineras, costureras y una astróloga personal. Las tiendas necesarias para acomodar a un personaje tan elevado venían a continuación en una hilera de carros, junto con los sirvientes necesarios para montarlas y desmontarlas, además de las esclavas de la casa que cuidaban de cualquier necesidad que no estuviera cubierta. Todo aquel grupo deprimía a Marcelo; en vez de sentirse complacido por aquella grandeza, le dio por pensar que hubiera sido mucho más apropiado para un senador romano de toga sencilla, con las varas de su cargo gubernamental, presentarse ante un rey aliado sin escolta. Nada más que eso podría resaltar más el imperium de Roma. Como las dos únicas personas elevadas de aquel caravasar, la dama Iniobia y Marcelo cenaron juntos y, reclamando su preeminencia sobre el cuestor, ella rechazó usar una silla y se recostó sobre un camastro, igual que él. Era una mujer atractiva, mucho más joven que su marido, y a la luz de las lámparas, que hacía brillar su piel de ébano, resultaba fácil imaginar que él pudiera ir más allá de los límites de la prudencia. Su primera noche quedó claro que él tenía libertad para hacerlo, pues Iniobia aludió al hecho de que la inercia de su marido no se limitaba tan sólo a sus obligaciones oficiales. Aquello no resultó embarazoso, pues la esposa del gobernador le dejó varias vías de escape y tampoco se ofendió porque él las usara, mostrando una notable sensibilidad por las restricciones del cargo de Marcelo.
En vez de eso, y sin hacer alusión ni una sola vez a la atracción mutua, se hicieron amigos. La conversación de ella era fluida y entretenida, y durante el viaje Marcelo aprendió mucho sobre el litoral del norte de África, sobre sus distintos pueblos, sus gobernantes, su pasado y el futuro que esperaban. A pesar de su frustración por la lentitud de sus pasos, se vio forzado a entender el viaje como un placentero interludio en su vida. A su llegada a Citra se separaron: ella fue a buscar a la familia y los amigos; él se fue a los aposentos que le habían asignado como dignatario de visita, donde su primera tarea fue conseguir que las esclavas desnudas que habían enviado para bañarle fueran sustituidas por hombres. Nada tenía que ver aquello con la mojigatería -eran mujeres despampanantes y estaban a su disposición-, pero si dejase que una debilidad así llegara a Roma, alguien podría usarlo para menoscabarlo.
Al día siguiente, la princesa y él llegaron juntos a la audiencia conjunta con el rey Estrobal, donde él descubrió que, pese a la opinión de su marido, la dama Iniobia ejercía poca influencia sobre su padre y le dejaba a él que cumpliera con diligencia todo lo que le habían encomendado. Esto consistió, a grandes rasgos, en escuchar pacientemente mientras el rey echaba la culpa de todos los problemas fronterizos a su rival de Mauritania. Ya que Marcelo había estado presente cuando Avidio recibió a una embajada de aquel país, escuchando el punto de vista opuesto, sospechaba que las dos partes eran culpables.
– Debéis entender, Majestad, que Roma no puede permitir conflictos en las fronteras del Imperio, sin que importe qué parte sea la culpable. Debemos intervenir para ponerle fin, por la fuerza si es necesario.
Era evidente que al rey Estrobal, que llegaba al final de su mediana edad y estaba acostumbrado a la deferencia que se le debía, le había molestado esa manera de dirigirse a él; aquello ya era lo suficientemente malo, pero el hecho de que Avidio hubiera confiado aquella reprimenda a otra persona, a un subalterno, le ofendió profundamente. En cuanto al asunto de su sucesor, fue inflexible: ninguno de sus hijos era aún lo bastante mayor como para demostrar su capacidad, aunque él ya estaba preparado para enviar a Roma a su hijo mayor, Yugurta, con un contingente de caballería.
Quedó muy claro que esto no implicaría en absoluto que fuese favorito como potencial sucesor; quizá cuando sus otros hijos llegasen a la madurez elegiría a otro. Si Marcelo hubiera sido el verdadero gobernador por pleno derecho, le habría dicho que semejante actitud apestaba a inútil prevaricación; que tras un error en la decisión de elegir la sucesión de un rey, Roma podría convocarle para hacer que asegurara una continuidad pacífica. Pero carecía de peso para exponer tal punto de vista y permaneció en silencio, aunque fue lo primero que le dijo a Avidio tras regresar a Útica.
– Creo que no quiere nombrar a ninguno de sus hijos porque teme por su propia vida. Mientras sigan compitiendo unos con otros por su favor, no intentarán quitarlo de en medio. Si, como sospecho, vamos a involucrarnos en la elección, mi señor, ¿podría sugerir que se invite al rey Estrobal a que envíe también a sus otros hijos a Roma?
– ¿Por qué motivo?
– Si van a ser clientes de Roma, lo inteligente para ellos sería que vieran el alcance de nuestro poder. Entonces tendrían menos tentaciones de emular a su padre e ignorarlo.