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– ¿Y él no pensará que son rehenes? -preguntó el gobernador.

– Eso es lo que espero, señor. Si todo su linaje está en nuestras manos, puede que él deje de hacer incursiones en Mauritania.

– Me parece demasiado riguroso, Marcelo -replicó Avidio que, como era frecuente, tomaba partido por los nativos en vez de tomarlo por su propia gente-. Dejemos que las cosas sigan su curso.

– ¿Será esa la recomendación de tu informe final, señor?

El anciano lo miró y por una vez Marcelo pudo ver el sentido de determinación que en algún momento le había conducido al consulado.

– Lo será.

– Creo que el joven Yugurta es demasiado inmaduro para tener el mando.

– Es de sangre real y será obedecido. Además, se enviará a alguien con experiencia para mantenerlo vigilado. ¿Estás seguro de que mi esposa regresará a Útica con esa caballería?

– Esas fueron sus palabras, señor. Ella dio a entender que con su presencia en Citra el rey dedicaría todos sus esfuerzos a cumplir su promesa.

Hubo un grado mayor de disimulo en aquella réplica. La verdad era que su esposa era más feliz entre los suyos de lo que lo era en Útica, y tras asistir a varios banquetes mientras estaba en la capital númida y haber observado el comportamiento de ella con algunos de los nobles de aquella ciudad, Marcelo tenía profundas sospechas de que ella tenía al menos un amante. Pero le había prometido que regresaría a tiempo, a sabiendas de cómo interpretaría su marido su ausencia continuada.

– Mejor hubiera sido que te quedaras allí.

– Dama Iniobia fue bastante insistente, y yo no tengo poder para hacerla cambiar de opinión.

– ¿Cuándo partes para Roma? -espetó Avidio, cambiando bruscamente de tema y haciendo que su subordinado se preguntara si no sospecharía la verdad.

– En cuanto tu informe esté preparado, excelencia.

Se hacía la ilusión desesperanzada de que su superior mostraría más diligencia que hasta el momento en llevar a cabo esta tarea. Con que se retrasara algo de tiempo, Marcelo perdería las elecciones anuales para el cargo de edil. Como era típico de él, Avidio se extendió demasiado en aquel asunto, así que para cuando Marcelo y su familia llegaron a Ostia ya era demasiado tarde, pero su disgusto por esto se vio sobrepasado por su reacción ante las noticias, que habían llevado a Roma los gemelos Calvinos, sobre lo que le había ocurrido al ejército de Mancino en Pallentia.

– Podía verse que el desastre se avecinaba -dijo Cneo- nada más fracasar el primer ataque.

– ¿Por qué no se retiró Mancino entonces? -preguntó Marcelo.

Fue Publio Calvino quien contestó.

– Sólo los dioses lo saben. Ya le habían dado multitud de consejos.

Cneo rio con amargura.

– Malos la mayoría de ellos.

Marcelo no llegó a entender el chiste y su rostro saturnino enrojeció de ira.

– Veinte mil soldados romanos hechos prisioneros. Tendría que haberse arrojado sobre su espada en vez de dejar que eso sucediera, y todos sus oficiales con él.

Publio se sintió herido; era como si su amigo le estuviera reprochando el haber sobrevivido. Y eso que le había contado a Marcelo todo acerca de las conferencias que habían tenido lugar antes del ataque a Pallentia. Mancino era tan impaciente como todos sus predecesores, y ansiaba tanto el botín y el triunfo que abandonó toda prudencia militar.

– Áquila Terencio es el único que ha destacado por méritos propios. Sin él, la Decimoctava habría sufrido el mismo destino. Lo que no sé es cómo nos sacó de allí.

– Él no te sacó, Publio. Lo hizo el legado al mando.

– Eso es lo que tú crees. Si hubiera sido por ese, nuestros huesos estarían esparcidos por Iberia. Gracias a los dioses que Áquila Terencio se negó a cumplir sus órdenes.

– Nunca creí que en toda mi vida escucharía a un amigo mío alabar a un centurión por desobedecer a un legado. Y pensar que estudiamos con el mismo tutor y aprendimos las mismas lecciones, y así es cómo hablas. Timeón estará revolviéndose en su tumba.

– ¡Tú no conoces al hombre en cuestión! -dijo Cneo bruscamente, mientras se preguntaba cómo Marcelo, que había odiado a su tutor griego tanto como él, podía hablar como si aquel hombre hubiese sido algo más que un tirano con una vara. ¡Oh, dioses!, su viejo compañero de escuela, que una vez había dado de puñetazos a aquel hombre y por eso había recibido una paliza de los sirvientes de su padre. Si Marcelo alcanzó a ver su enojo, este no tuvo ningún efecto en él.

– Creo que conocí a ese tipo hace unos años -dijo Marcelo-. Estaba en mi cohorte cuando marché a Hispania. Alto, de pelo entre rojizo y dorado, y con aires de gallito.

– Tiene motivos para ser gallito.

Se volvieron todos al oír un ruido y vieron la imponente figura de Tito Cornelio que entraba por la puerta. Su cabello antes negro ahora estaba matizado por el gris, pero conservaba su porte soldadesco, tanto que recordó a Marcelo la primera vez que había visto a su padre. Este también estaba de pie en una entrada y hacía ver a su tutor, que estaba a punto de azotar a Marcelo, que algún día el muchacho sería su amo. El recién elegido cónsul júnior parecía tan fuerte y decidido como siempre, por lo que los saludos fueron breves, pues conocía a aquellos jóvenes desde que eran niños y no tenía tiempo para andarse con cortesías. Miró con dureza a los gemelos Calvinos.

– Lo primero que quiero saber es cómo puede ser que si todo un ejército fue capturado, una legión escapó y vosotros dos habéis sobrevivido.

– Quizá es que somos mejores soldados que Mancino -dijo Publio, que aún se resentía por el reproche indirecto de Marcelo y no quería sentirse intimidado ni por la reputación de Tito ni por su imperium consular.

– Tengo un cerdo que cumple ese requisito.

– Estamos aquí a petición de Marcelo, Tito Cornelio -dijo Cneo-. Ya hemos redactado nuestro informe oficial.

– Si, con lo que me cuentas, quieres que te ayude, necesito saber cómo escapasteis.

– Entonces debes preguntárselo al centurión sénior de la Decimoctava Legión, Tito, porque fue todo obra suya.

– ¡Explícate! -le espetó Tito. Se dio cuenta por sus caras de que había ofendido a los gemelos Calvinos y que no iban a sentirse intimidados. Era posible que durante su periodo en Hispania se hubiesen convertido, al fin y al cabo, en auténticos soldados, así que suavizó su gesto y añadió una súplica de cortesía-. ¿Por favor?

– ¿Estaría fuera de lugar que empezara por el principio? -preguntó Publio.

– Desde luego que no, es esencial -dijo Tito antes de dirigirse a Marcelo-. ¿Podríamos contar con los servicios de un escriba?

Los jóvenes llevaban hablando casi una hora y todo lo que decían atestiguaba el hecho de que Mancino era el único responsable de su propio infortunio. Narraron con detalle los hechos de aquel reconocimiento inicial y la forma en que se habían ignorado sus recomendaciones, los de los ataques sin la adecuada preparación, cuyo resultado habían sido bajas terribles; los del día que, delante de todos los demás oficiales, Áquila Terencio informó a su general sin rodeos de que las otras tribus se estaban reuniendo detrás de él, diciéndole además que si no se retiraba se enfrentaban a un desastre.

– Está claro que tenía razón -dijo Tito sin agrado-. ¿Ninguno de los otros oficiales sénior cuestionó las órdenes de Mancino?

– No es de los que aceptan que se le cuestione -replicó Cneo-, y Gavio Aspicio estaba poniéndole en ridículo.

Publio y él, demasiado jóvenes en realidad para asumir tamaño riesgo, habían respaldado a Áquila Terencio, pero decirlo ahora sonaría como una alegación especial.

– Ese primus pilatus parece ser una persona excepcional.