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– ¿Y eso ayuda? -preguntó Marcelo, que estaba un tanto aburrido de oír hablar de aquel hombre. Los gemelos lo consideraban un ejemplo, mientras que él sabía lo que era, una amenaza de insubordinación. Tito miró al escriba y después a su anfitrión, y Marcelo le ordenó enseguida que saliera.

– Debemos esperar para ver lo que sucede en la cámara -replicó Tito-. Ahora lo que necesito es conocer vuestra opinión acerca de lo que hay que hacer.

– Eso es fácil -dijo Publio-. Dale a Áquila legiones suficientes y él dará fin a la guerra en lo que dura una estación.

Marcelo interrumpió.

– Esto es serio, Publio.

– Lo decía en serio -dijo Cneo.

– Ese tipo os ha hecho perder el juicio. No existe nadie tan bueno. Además, sólo es un patán inculto, me lo dijisteis vosotros mismos. No estaréis sugiriendo en serio que se le conceda el mando a alguien como él.

– Pues para ser serios… -dijo Tito con expresión burlona.

– Pallentia no merecía tanto esfuerzo. Ellos sabían que podíamos tomarla si queríamos, siempre y cuando estuviéramos dispuestos a imponer un asedio. Por eso dejaron que fuera Mancino el que pasara por el aro y él decidió hacerlo porque era el menor de los males. Rezaba para que Pallentia cayera fácilmente porque así no le preguntarían por qué, si quería atacar una colina fortificaba, evitaba el verdadero premio.

– Numancia. -Los jóvenes asintieron. Tito decidió no mencionar que él, como joven tribuno, había sido el primero en recomendar un ataque a Numancia, cuando era no mucho mayor que aquellos muchachos, pero aun así hizo la pregunta, sólo para ver si la respuesta era diferente de las conclusiones a las que él había llegado hacía tantos años-. ¿Por qué?

Marcelo le lanzó una mirada rápida. Sabía muy bien que Tito llevaba años insistiendo sobre eso mismo.

– Porque la tribu más grande, la más difícil de atacar y con los guerreros más duros y numerosos es la de los duncanes. Su caudillo lleva treinta años enfrentándose a la República, aunque él nunca sale a luchar. Nuestra información dice que espera que ataquemos, para que así pueda infligirnos una estrepitosa derrota que marque el final del gobierno romano en Hispania. Menos mal que no estaba en Pallentia. Habría pasado por la espada a todos y cada uno de nuestros hombres.

– ¿Se podría aislar Numancia si tomáramos todas las demás fortificaciones? -preguntó Marcelo.

– Carecemos de los medios -dijo Cneo-. Ahora hay docenas de ellas, pero no hay ninguna tan formidable como Numancia. Destruidla, arrasadla hasta sus cimientos y los demás sabrán que no tienen ninguna oportunidad contra Roma. Dejad que siga en pie y la guerra durará otros treinta años.

– ¿Es ese el consejo de vuestro centurión? -preguntó Tito.

– No. El aconseja que la aislemos manteniendo la paz con todas las tribus que hay entre Breno y nosotros, combatiendo y sometiendo a las que no quieran, y siendo indulgentes con el resto. Una vez que hayamos establecido nuestra paz, tendrá que ser mantenida con severidad, sin deslices por parte de cónsules avariciosos.

– Así que también él le tiene miedo a Numancia…

– No, Tito, él no -insistió Publio-. Sabe, como todo el mundo, que esa es la clave, pero sabe también que está protegida por un cuerpo de hombres que nunca darán a nadie ni los medios ni el tiempo para tomarla.

– ¿Y bien, hermano? -dijo Tito sin sonar interesado, mientras Quinto dejaba a un lado lo que el escriba de Marcelo había registrado.

Por lo común ambos solían ser reservados en presencia del otro, y así fue ahora, aunque el mayor había mantenido la promesa hecha a Claudia de ayudar a Tito a llegar al consulado. Quinto le había dado su apoyo sin mucha gentileza, aunque ahora le estaba agradecido por aquella presión de una manera que no había anticipado. El nombramiento de Mancino en Hispania había partido de él como recompensa por su apoyo senatorial; ahora, a causa de las acciones de aquel estúpido, toda la cuidada estructura de poder personal que había construido desde la muerte de Lucio Falerio amenazaba con derrumbarse sobre su cabeza.

En el mismo periodo, Tito había llegado a convertirse en el soldado más exitoso de Roma, tras haber combatido por todo el mar Medio dondequiera que amenazaran los problemas: una campaña sin fin que, sin embargo, nunca había alcanzado las cimas de una guerra abierta. Por causa de esto él contaba con una baza preciosa, una carrera de éxito sin tacha: Quinto le había mantenido apartado de Hispania, ese saco sin fondo de riqueza reservado para sus seguidores acérrimos. Ahora que las cosas habían ido realmente mal, necesitaba que su hermano le sacara las castañas del fuego. Era el honor de Tito el que no sacaba beneficio de esto.

– La impugnación es demasiado suave para él -dijo Quinto-. Este cretino debería ser arrojado desde la Roca Tarpeya.

Tito no pudo resistirse a una pequeña pulla.

– Estoy de acuerdo, pero Mancino tiene amigos poderosos en el Senado.

– Que se cubrirán las cabezas avergonzados cuando lean esto.

Agitó el rollo que Tito había traído de casa de Marcelo, más dañino que el informe oficial, mientras pasaba totalmente por alto el hecho de que, como «amigo» de Mancino, estaba hablando de sí mismo -tanto era así que Tito llegó a preguntarse en qué tipo de hombre se había convertido su hermano. Parecía capaz de cambiar de terreno sin esfuerzo, mientras que al mismo tiempo no paraba de cotorrear acerca de sus principios. Quinto no siempre había sido así, de hecho, hubo una época en que Tito lo tenía por un digno hermano mayor. Si bien eso había cambiado y se le podía poner la fecha en la época en que, justo después de la muerte de Aulo en Thralaxas, Lucio Falerio había atraído a Quinto a su esfera. La perspectiva del poder había seducido a Quinto hasta el punto de que había abrazado a Vegecio Flámino, el hombre responsable de la muerte de su padre.

– ¿Entonces seguimos adelante con su impugnación? -preguntó, a sabiendas de que Quinto supondría que lo que había detrás era su propio orden del día. Si se podía poner a Mancino delante de un tribunal, también se podría hacer con Vegecio Flámino, incluso después de todos estos años-. Y esta vez puedes dejar que se enfrente a su destino. Eso apaciguará a los caballeros.

Quinto frunció el ceño, prueba de que era consciente de su trampa. Aún no había perdonado a Tito por el decreto sobre la participación de los equites en los jurados, así que eludía el peligro con esmero.

– Es peor que eso, hermano. Este no es asunto para un tribunal, ni senatorial ni de otro tipo. Los comitia centuriae claman por el derecho a procesarlo en sesión abierta. Alentados por los caballeros, desde luego. No confían en que nosotros hagamos lo correcto.

Tito torció el gesto.

– Me pregunto por qué será.

– Una vez que dejemos que condenen a un senador, ¡todos correremos riesgo!

No era el momento de que Tito dijese que, a diferencia de Quinto, él sí estaba preparado para asumir el riesgo, aunque sentía curiosidad por la actitud de su hermano, pues parecía no preocuparle la amenaza que provenía de los caballeros o de los representantes de las tribus que formaban los comitia. Estaba claro que se preocupaba más por el punto de vista de sus compañeros senadores.

– ¿Tienes algún plan para evitarlo?

– Oh, sí -replicó Quinto, sonriendo por primera vez desde que su hermano había llegado-. Todo lo que tenemos que hacer es amenazar con procesar también a los tribunos que servían con Mancino. Hay bastantes de ellos que son hijos de caballeros.

– Es decir, que lo que estás diciendo es esto: por primera vez desde que se tiene memoria, ¿el Senado está tan disgustado que se prepara para condenar a uno de los suyos? -Quinto asintió despacio-. ¿Quieres que siga adelante con la moción de impugnación?