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– De impugnación no, hermano. Creo que la pérdida de un ejército romano completo exige algo un poco más… ¿cómo lo diría? Permanente.

– ¿Y si te dijera, hermano, que no me prepararé para ir a Hispania a menos que accedas a hacer algo con Vegecio Flámino?

– Te diría que estás loco. Te he conseguido poderes proconsulares que no tienen nada que ver con los de un cónsul en servicio. Tienes tanto tiempo como gustes y puedes pedir las tropas que quieras.

– Con esos poderes, ¿por qué no vas tú?

– Conoces la respuesta a eso tan bien como yo. No me atrevo a salir de Roma después de lo que ha hecho Mancino.

Tenía que presionar; Tito lo tenía en una posición que probablemente no volvería a darse en el futuro, bien porque su hermano fuera demasiado débil, bien porque estuviera demasiado seguro. Quinto estaba debilitado por lo que había sucedido en Pallentia, por lo que estar ausente sería demasiado arriesgado, incluso aunque una victoria final en Hispania fuese el mejor camino para restaurar su poder. El tiempo era el problema, y el riesgo de que sus enemigos hicieran de las suyas mientras él estaba fuera de Roma era demasiado grande para él. Las otras únicas personas que podía enviar podían acumular tantos méritos como para resultar una amenaza a su vuelta, pero si otro Cornelio conseguía el éxito final, él podría atribuirse la mayor parte de los beneficios.

– Lo siento, Quinto.

– ¿El honor de la familia ya no significa nada para ti?

Tito estaba a punto de explotar, pero su hermano lo vio venir y, tan despierto como siempre, habló deprisa para evitarlo.

– Siempre me he propuesto hundir a Vegecio Flámino, pero necesito el poder para hacerlo. Si tú sabes vencer en Hispania, yo seré inexpugnable.

– Quiero que me lo jures, hermano.

– Por cualquier dios que desees -replicó Quinto al tiempo que estiraba el brazo para agarrar el antebrazo de su hermano.

Tito cenó con la familia aquella noche y fue testigo de un diálogo entre Claudia y su marido que lo dejó preguntándose qué tramaba ella, porque su madrastra había cambiado. Físicamente, desde luego, puesto que su gran belleza ya mostraba las señales de su edad, pero tenía más que ver con su actitud. Su sonrisa cínica había desaparecido, igual que aquellos comentarios algo mordaces tan efectivos para deshinchar la pomposidad. Habían sido reemplazados por una cualidad severa, casi carente de todo humor, de forma que hasta sus ojos, que Tito recordaba danzarines, mostraban una mirada más decidida. Y justo así era ahora, cuando ella estaba intentando persuadir al imbécil de su marido para que hiciera algo que a él, estaba claro, no le atraía.

– Sicilia es una provincia -insistía ella.

– Ya lo sé -replicó Sextio, que en realidad no intentaba disuadirla. Parte de él se preguntaba por qué había decidido ella sacar el tema en presencia de Tito, pero principalmente lo que se preguntaba era cómo podría lograr quedarse él en tierra firme italiana y enviar a Claudia a la isla.

– Creo que la comparación añadiría más peso al estudio, la diferencia entre Roma y una provincia. ¿Se abandonan allí más niños? ¿Se comportan de la misma manera, los recogen y los crían? En el fondo la isla es muy diferente, es casi griega en su totalidad.

– Por supuesto que lo es -dijo Sextio, mostrando auténtico interés por primera vez.

– ¿Aún andas ocupada con ese mismo estudio, Claudia? -preguntó Tito. Ella giró en redondo para mirarlo, y le dedicó una mirada tan fija que él cambió de tema-. A propósito, ¿te he contado que he pedido a Marcelo Falerio que venga conmigo a Hispania?

– Digamos que preferiría que me dejaras a mí a ese jovencito y su futuro.

Tito soltó una risita.

– Ya te has encargado de su futuro hasta el día de hoy. Ha sido enviado a todos los puestos sin salida del Imperio.

– No quiero que se arriesgue.

Tito sabía que probablemente aquello era una mentira.

– Es una antigua promesa.

El rostro de Quinto hizo un gesto malicioso.

– Pero, ¿te lo recordó Marcelo, Tito?

– No, no lo hizo.

Tito no estaba cumpliendo una promesa hecha a Marcelo, sino a su padre. Lucio había sido astuto; al haber prestado un servicio a Tito, obligando a Quinto a que lo ayudara a conseguir las magistraturas júnior que necesitaba para tener una carrera de éxito, no le había pedido nada específico a cambio. Sabía que el joven Cornelio rechazaría hacer cualquier cosa que considerase cuestionable, pero había confiado en que haría lo correcto cuando llegara el momento, y ahora las palabras del viejo Lucio cobraban sentido. Tito podía verlo ahora en el ojo de su mente: tan delgado como un palo, con una gran frente abombada para dar fe de su inteligencia y aquella media sonrisa con la que le había concedido lo que él buscaba a cambio de su ayuda. «Me prestarás un servicio, pero no te parecerá que estés haciendo nada para mí en absoluto».

¿Cómo había podido aquel hombre prever con tanta antelación? ¿Cómo habría podido saber la forma en que se comportaría su hermano? Sacar a Marcelo de debajo del yugo que Quinto estaba usando para someterlo era el pago de esa obligación, y, como bien hubiera sabido Lucio, se sentía feliz de hacerlo.

– Si Marcelo no te lo ha recordado, seguramente puedes dejarlo pasar.

Tito se esforzó por controlar su cólera. En otro tiempo habría dejado que aflorase, pero justo ahora estaba limitado por la necesidad de evitar darle una excusa a Quinto. Ante cualquier atisbo de vía de escape, Quinto renegaría del juramento que él le había obligado a hacer en el templo de Júpiter Máximo, el juramento de que al final vengaría a su padre y a los legionarios que habían muerto con él en Thralaxas.

Pero tenía que decir algo para hacer patente su desagrado.

– A veces me pregunto si realmente nos engendró el mismo padre.

– Estoy segura de que serás valiente, marido mío -dijo Claudianilla, mientras tocaba su vientre distendido con una mano-. Aunque preferiría que estuvieras aquí cuando tu hijo nazca.

– Será tan robusto como sus hermanos, Claudianilla. No tengas miedo por eso.

Aquí, en su propia casa, Marcelo recordaba su noche de bodas y la pérdida de la virginidad de la entonces menuda criatura. Había dejado de serlo, primero por la edad y en segundo lugar por los embarazos. Ahora pocas veces cumplía él su deber con su esposa, pero ella tenía una fecundidad natural que al principio le había chocado. Tras haber tenido tres hijos, dos niños y una niña, cuatro abortos espontáneos y un bebé aún por nacer, su esposa estaba oronda y maternal. A sus pechos ya no les faltaba madurar, más bien al contrario, encajaban con sus anchas caderas y el amplio talle que Claudianilla mantenía oculto bajo sus ropas sueltas. Por una vez, Marcelo no hizo alusión a aquello, pues estaba en un estado casi de euforia por ir, al fin, a algún sitio a luchar en una guerra. Aun así, feliz como se sentía, no podía dejar a Claudianilla sin hacer una advertencia.

– Ya he dicho esto antes, pero lo diré otra vez, pues sé que te aprovecharás de mi ausencia. No interfieras en la educación de los chicos, ¿entendido?

El rostro relleno de Claudianilla asumió un gesto de pura aflicción.

– Es difícil para una madre mantenerse apartada viendo cómo sus hijos son usados tan cruelmente.

– Si su profesor considera apropiado castigarlos, ese es su deber. ¿Cómo van a convertirse en soldados si se no se les permite ni una sola herida? Si sientes la tentación de intervenir, entonces piensa en mí. Yo tuve el mismo tipo de educación, y no me ha hecho ningún daño.

Claudianilla bajó la mirada, para que Marcelo no viese que estaba disgustada; para ella, él era cualquier cosa menos normal. Nada más regresar a Roma, visitó la finca donde había instalado a la chica griega, justo antes de hacer varias visitas a la casa de los Vispanios -visitas que siempre tenían lugar cuando Galo estaba ausente. Estaba claro que sacaba poco placer de sus visitas; le dejaban siempre de mal humor e irritado, como si lo que hubiera ocurrido le dejara con ganas de vengarse con ella. En muchos aspectos, ella estaba contenta de que se marchara.