Capítulo Quince
Mancino había decidido no mostrar arrepentimiento, aunque tendría que haber sabido que al haber sido reemplazado por el hermano de Quinto Cornelio era una mala señal para su futuro. Tito escuchaba, sin hacer comentarios, la letanía de justificaciones. Había que culpar a todo el mundo menos a él. Tito podía preguntar a los sacerdotes, que habían esparcido el cereal delante de los pollos sagrados y afirmaron muy seguros que los presagios eran propicios para la operación.
– ¿Te llevaste a los sacerdotes y sus pollos contigo? Mancino dedicó a Tito una amarga mirada, como ofendido de que él pudiera hacer chistes en un momento como aquel. -Por supuesto que no.
– Es una lástima, senador, porque si lo hubieras hecho, habrían anticipado que, como las de tus legiones, sus tripas quedarían desparramadas. -Tito se levantó, destacando por encima de aquel hombre-. Habría sido incluso de más ayuda que hubieras asumido alguna responsabilidad por ti mismo, pero no, echas la culpa al estado del ejército, a la mala calidad de la información que te dieron…
El senador reemplazado le interrumpió con expresión de inocente protesta.
– El hombre al que envié a inspeccionar el lugar dijo que caería fácilmente.
– Qué idiota -dijo Tito mientras meneaba la cabeza-. Ha sobrevivido demasiada gente, Mancino. Te hicieron comer la hierba del campo de batalla y después te dejaron marchar. ¿Qué les prometiste a cambio?
– ¿Qué otra cosa podía hacer? Les prometí que Roma pagaría una indemnización por las vidas de nuestros soldados.
– ¿Sin saber si eras sincero?
– ¿Y qué si era mentira? ¿A quién le importa esa mierda ibérica?
Tito caminó hasta la entrada de la tienda. Marcelo y los gemelos Calvinos esperaban fuera, junto a los lictores que acompañaban al senador a todas partes. Un poco detrás de ellos, manteniéndose apartado a propósito, estaba un centurión alto con su uniforme cubierto de condecoraciones. Por su altura y el color de su cabello, Tito dio por sentado que se trataba del hombre del que tanto había oído hablar. Publio le miró a los ojos e hizo un gesto con la cabeza para indicarle que la guardia pretoriana había cambiado: los hombres de Mancino se habían ido para ser reemplazados por otros elegidos por Áquila Terencio.
Tito indicó al centurión que tenía que entrar y así lo hizo Áquila, que se puso en posición de firmes en medio de la tienda. Su saludo fue brusco y en voz alta, pero iba dirigido claramente más allá de su comandante nominal y, por la mirada de Mancino, fue evidente que había captado el insulto deliberado. Entonces Tito llamó a los lictores que portaban los símbolos de su cargo y representaban su poder consular. Satisfecho con los preparativos, metió su mano entre los pliegues de su túnica y sacó un rollo fuertemente atado que abrió con lentitud.
– Con mi capacidad como cónsul y por orden del Senado de la República romana, por la presente te relevo de toda responsabilidad sobre las operaciones en esta provincia.
Mancino había permanecido muy estirado en su silla; ahora dejó que sus hombros se hundieran, como si por fin quedara aliviado al oír aquellas palabras.
– Me alegrará estar de vuelta en Roma.
– No lo creo -dijo Tito sin alterar la voz.
El rostro del hombre que estaba sentado hizo un gesto de astucia.
– No me impugnarán, Tito Cornelio. Hay demasiados cadáveres en el armario. Si yo me hundo, puedes estar seguro de que tu hermano se hundirá conmigo.
– Tienes razón, Mancino, nadie va a impugnarte. -Se volvió hacia Áquila-. Centurión, pon a este hombre bajo custodia, no puede hablar con nadie.
El hombre estaba ya medio levantado de su silla.
– No puedes encerrarme, soy senador.
– Nadie va a encerrarte, Mancino. -La mirada de confusión no duró mucho, pues enseguida fue sustituida por un gesto de absoluto terror mientras Tito terminaba de dar sus órdenes a Áquila-. Lleva a este mierda a Pallentia con una señal de tregua. Diles a los habitantes que les mintió. Roma no les pagará una indemnización, pero si hacen un juramento de paz, les dejaremos estar.
– ¿Y después, mi general? -preguntó Áquila, que estaba claramente intrigado.
– Después entrégaselo como regalo del Senado de Roma. Pueden hacer con él lo que quieran.
– No es envidia -insistía Marcelo-. De hecho, estoy lleno de admiración por vuestro centurión.
– Recuerda que ahora es tribuno -replicó Cneo.
– Está bien -suspiró Marcelo-. Vuestro tribuno.
– Parece como si pensaras que no lo merece.
– Puede que lo merezca, pero luego puede que no -Marcelo oyó su inspiración exagerada y habló deprisa-. Es valiente, sí. Un buen soldado…
– Un magnífico soldado.
Marcelo tan sólo asintió.
– Pero es esa manera de hablar suya la que resulta molesta. A Tito Cornelio le mostró el mínimo respeto.
Cneo se encogió de hombros.
– Tiene poco tiempo para los senadores. Ha visto a demasiados que robarían los ojos de tu calavera.
– ¿Lo dijo con esas palabras?
– Sí. Y añadió que, después de robarte los ojos, volverían a por las cuencas.
Marcelo estaba irritado, aunque tranquilo, desde la reunión, y sabía exactamente el porqué. Pese a su enfado por la manera en que lo dio, el consejo que Áquila le había dado a Tito parecía extremadamente sensato. Estaba familiarizado con el territorio y el idioma, tenía un sólido conocimiento de las tribus celtíberas y sabía también cómo combatirlas.
– Han aprendido mucho estos últimos años. No te presentarán batallas campales en campo abierto. Tampoco permitirán que marches a ningún sitio sin tenderte emboscadas. Ni el ejército al completo está seguro. Saben que no pueden derrotar a Roma por la fuerza, pero pueden desanimarnos arrastrando a las legiones a un campo difícil y peligroso.
Marcelo interrumpió.
– Puede que con algo de astucia consiguiéramos atraparlos.
Su rabia inicial fue causada por la forma en que el recién ascendido tribuno rechazó con decisión su sugerencia. Áquila ni siquiera intentó ocultar el desprecio en sus ojos, pues se acordaba del elevado Marcelo Falerio mejor de lo que este sabía.
– ¡Sería una pérdida de tiempo! En cuanto se sienten amenazados se retiran a sus fortificaciones, que no somos capaces de tomar, y si decidimos asediarlos, entonces todas las tribus se reúnen para oponerse a nosotros. Nos encontraremos enfrentados contra los lusitanos, los bregones, los leonines y otra docena de tribus, organizadas todas bajo el liderazgo de Breno. Puedes venir desde Roma pensando que la solución es simple, Marcelo Falerio, pero te darás cuenta de que te equivocas, ¡tanto como los demás!
– Hemos tomado fuertes en el pasado -dijo Tito cortando a Marcelo, cuya noble sangre hervía. Parecía dispuesto a intentar poner en su sitio a Áquila Terencio.
– Pero no con lo que ahora tienes a mano. Te falta equipamiento de asedio y el ejército está hecho un desastre, mi general, más preocupado por el bienestar material que por la lucha.
Tito descartó aquello con movimiento de la mano.
– La mayoría de los soldados están igual.
– Eso es una estupidez, mi general, y deberías saberlo. La corrupción empieza arriba y se va filtrando hacia abajo. Dirigidos de forma adecuada, esos hombres son tan buenos como cualquier otro de la República.
Tito se tomó aquella afirmación mejor que Marcelo, que se puso rojo de ira al ver que hablaba a un cónsul romano de manera tan desdeñosa; encima de cómo le había hablado Áquila, aquello era intolerable. Tito tampoco se sentía complacido, pero se guardó de que cualquier atisbo de eso se notara en su siguiente pregunta.