Выбрать главу

– ¿Sueles dirigirte así a tus superiores?

Áquila miró fijamente a Tito, sin parpadear.

– Sí.

Tito lo miró con severidad.

– Pues es un milagro que aún estés vivo, Áquila Terencio.

– En realidad no, mi general. Lo milagroso es que todos esos mierdas que nos envían desde Roma vuelvan de una pieza. He sentido la tentación de intervenir y cortarles la cabeza. Roma recibiría mejor servicio de los basureros que de los senadores, que tienen boñigas de buey donde deberían tener el seso.

Los que estaban alrededor de la mesa quedaron boquiabiertos. La zafiedad de su discurso era comprensible, al fin y al cabo, aquel hombre era un campesino inculto, pero sus maneras y la forma de hablar eran del todo sediciosas. Tito y Áquila se miraban el uno al otro sin pestañear.

– Haré que te disculpes por hablarme así -dijo Tito fríamente.

La voz de Áquila fue tan imperturbable como su gesto.

– No sé cómo, mi general.

– Fui enviado aquí por el Senado para poner fin de una vez a la lucha en Hipania y es lo que pretendo hacer. Me haré cargo de tu gentuza y la convertiré en luchadores. Después puedes ir olvidándote de las otras fortificaciones, pues atacaremos y someteremos Numancia.

– ¿En un año?

– No, soldado. Estaré aquí el tiempo que sea necesario, y antes de que me digas que no sé de qué estoy hablando, ya estuve en esta provincia durante unos cuantos años. He combatido a las tribus y he competido con varios de sus líderes en juegos pacíficos, y hubo un tiempo en que podía haber dicho sinceramente que algunos de ellos eran amigos míos. No eres el único que sabe una o dos cosas sobre esta frontera. Yo escribí un informe para el Senado sobre Breno, y en él decía que era una amenaza que algún día tendríamos que eliminar, porque nunca tendríamos paz mientras él viviera. Y, antes que yo, mi padre, que luchó contra él y lo derrotó, decía exactamente lo mismo. Así que no vuelvas a atreverte a darme consejos con ese tono de voz, porque incluso aunque provoque un motín, te torturaré en la rueda y después diezmaré a la Decimoctava Legión para demostrarles quién es el que manda de verdad.

Áquila sonrió por primera vez desde que la reunión había comenzado y supuso una enorme diferencia para su rostro curtido en batallas. Los ojos azules dejaron de parecer heladores, y en su lugar se volvieron cálidos, y las líneas de expresión de su rostro bronceado resultaban ahora acogedoras en vez de amenazantes.

– Puede que me disculpe por eso, mi general -dijo-. Quién sabe, si llego a ver Italia otra vez, quizá hasta te dé las gracias.

Cneo aún estaba hablando sobre su «tribuno» y a Marcelo le molestaba el modo en que repetía punto por punto las radicales ideas de aquel tipo.

– No le puedes culpar, Marcelo. Lleva aquí casi doce años y lo único que ha visto son cadáveres y una sucesión de hombres, ya ricos, que intentaban enriquecerse aún más.

– Por eso le encantaría ver que todo el sistema, que ha hecho grande a Roma, es desechado por el mal comportamiento de un par de garbanzos negros.

– No subestimes a Áquila, Marcelo -dijo Cneo-. Dijiste que era un patán inculto…

– Y lo es -espetó Marcelo, interrumpiéndole-. Y añadiría que sus modales son una vergüenza. Recuerdo que era igual de maleducado con Quinto Cornelio hace años.

Cneo ya conocía aquella historia -después de todo, era parte de la leyenda de Terencio. Raras veces seguía la opinión generalizada de que Marcelo era un mojigato estirado, pero sí lo hizo esta vez y cuando habló, su voz sonó más cortante de lo habitual.

– Créeme, Marcelo, que si de algo está orgulloso Áquila es de su ciudadanía romana.

– Pues debería aprender a respetarla de forma apropiada y a evitar insultar a hombres que son cónsules. Si estuviera aún en su granja, cualquier terrateniente noble al que se dirigiera así haría que las autoridades lo azotaran por insolencia.

– Yo prefiero verlo como que no es muy refinado -dijo Cneo.

– Creo que ya me he referido a que es analfabeto. Es una desgracia que sea tribuno alguien que no sabe leer ni escribir con propiedad.

– Pero sabe hablar griego.

– Su acento es horroroso.

Ahora Cneo se sentía realmente extrañado; semejante condescendencia no era propia de su viejo amigo y tuvo que ponerlo en su sitio.

– Eso ha sido impropio de un romano, Marcelo.

No podía saber que, mientras él hablaba, su compañero podía haberse mordido la lengua y estaba preparado para maldecirse a sí mismo por tal afirmación. De haber sabido Cneo lo mucho que este Áquila había impresionado a Marcelo, quizá no hubiera sido tan severo. Lo más desazonador era la manera en que el centurión, ahora tribuno por orden de Tito Cornelio, se había ganado a sus amigos en el tiempo que habían pasado con él.

– Retiro mis palabras y me disculpo -dijo con fría formalidad.

Siguieron caminando en silencio, mientras Cneo deseaba que Marcelo pasara algo de tiempo con Áquila como había hecho él antes, durante el sitio de Pallentia y después. Quizá entonces podría llegar a ver lo podrido que estaba un sistema en el que la gente pobre perdía su tierra, que acababa en manos de hombres tan ricos como para no saber qué hacer con tanto dinero, en el que los ricos acaparaban todo el poder para sí mismos y cuando se les forzaba a que compartieran una parte, preferían dejar que se perdiera. No todos los senadores eran asquerosamente ricos, por supuesto, pero esos hombres, que vestían sus togas ribeteadas de púrpura, formaban ejércitos y los dejaban a merced del desastre, o bien los usaban como su banda privada de ladrones. Apelaban a toda Italia, que poco tenía que ganar con el poder de Roma, y la obligaban, como pueblo sometido, a proporcionar a la República más sangre que derramar, al mismo tiempo que se negaba a esos mismos pueblos el derecho a la ciudadanía. Tras dos meses con Áquila, Cneo había acabado por avergonzarse de ser rico o de tener vínculos con la clase senatorial.

– Tienes que entender, amigo mío -insistía Marcelo-, que lo que Roma necesita es una clase dirigente más fuerte, no una que sea más débil. Si permitimos una sola vez que sea la gentuza la que tome decisiones, Roma se vendrá abajo.

– Eso sólo es parte de los argumentos de Áquila. Creo que él está más a favor de que un sólo hombre concentre todo el poder para poner primero orden en la confusión.

La voz de Marcelo fue como un latigazo.

– ¿Un dictador, es eso lo que quiere? Supongo que no hay premio por adivinar a quién se imagina en ese puesto. Bien, pues doy gracias a los dioses porque sólo sea un tribuno, porque así es más probable que ninguna de esas ideas delirantes llegue muy lejos.

– No puedo ir contigo, mi dama -dijo Cholón-. Ya se me ha encomendado que me reúna con Tito en Hispania.

– En ese caso tendré que redoblar mis esfuerzos con Sextio, aunque me temo que algunos de sus amigos han desautorizado mi intento de pintarle una imagen prometedora de Sicilia.

– Aún tienes que decirme por qué tienes tantas ganas de ir allí.

Tras valorar su amistad con Cholón, Claudia tuvo dudas, pero frente a su deseo de encontrar a su hijo aquello no era nada. Una vez que hiciera la pregunta se abriría una brecha entre ellos dos, una que quizá nunca llegara a cerrarse. Ella se había comprometido, hacía muchos años, a no preguntarle dónde habían abandonado Aulo y él a su hijo, aunque no le quedaba otra alternativa más que probar y la respuesta era de vital importancia. Si fuese afirmativa, ella se iría sola a Sicilia y si Sextio se negaba a que lo hiciera, habría ido más allá de lo que a ella le resultaba útil, y puesto que aún no estaban casados de manera formal, ella le ofrecería el divorcio.

– Como ya sabes, viajo a todas partes con mi marido.

– Siempre me ha sorprendido que lo hicieras -replicó Cholón con suavidad.

No llegó a decirle que, para él, el acto de viajar era menos misterioso que la persona a la que había elegido como compañero de viaje. El griego había sufrido más de una velada en compañía de Sextio, sólo por el bien de Claudia. El hombre era un fastidio que siempre estaba congratulándose de su perfecto semblante romano, y sus intentos de ocultar sus verdaderas inclinaciones tras una fachada de virilidad romana resultaban irrisorios. Sextio estaba anclado en el pasado y no era consciente de que los tiempos habían cambiado, que con el influjo creciente de las ideas griegas en la República, en Roma a nadie le importaba un comino ya la orientación sexual de un hombre. Claudia se levantó y se acercó a un cofre que estaba colocado contra la pared, lo abrió y sacó unos cuantos rollos escritos antes de darse la vuelta para mirar a su invitado.