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– ¿Qué tienes ahí? -preguntó él.

– Puede que te hayas preguntado, una o dos veces, por qué escogí casarme con Sextio.

Los buenos modales luchaban contra la sinceridad en el pecho de Cholón y en su garganta. El resultado fue un sonido que no fue ni afirmativo ni negativo, sino que se podría haber reconocido como el que hace un hombre con un fuerte resfriado para intentar aclararse la garganta.

Claudia sonrió.

– Siempre he admirado tu elocuencia, Cholón -él simplemente señaló los rollos que llevaba Claudia en su mano, sin confiar en sí mismo para hablar-. Sextio posee tierras en los alrededores de Roma. Es una ventaja añadida que tenga amistad con todos los demás terratenientes -Cholón bajó su cabeza, pues reconocía la verdad en lo que ella estaba diciendo-. Y es por eso por lo que me casé con él.

El griego era tan retorcido como inteligente, así que ella esperó para ver si ataba los cabos sueltos. Él movió la cabeza despacio, como un hombre que sólo ha captado parte de una idea.

– Una vez te hice una pregunta que tú preferiste no contestar -Claudia dejó caer uno de los rollos-. Y aquí tengo la encuesta que he emprendido, que presentará Sextio ante el Senado bajo su propio nombre, en la que se detalla la incidencia del abandono infantil en Roma y en las zonas circundantes más cercanas del Lacio.

Ahora las cejas del griego se elevaron y cambió de posición, adoptando una pose más cautelosa mientras ella continuaba.

– Por supuesto, está incompleta. Me he visto limitada en lo que podía preguntar. Sólo un pretor con el poder adecuado podría exigir respuestas, pero, como puedes ver, se trata de una encuesta bastante exhaustiva.

– Pensaba que te habías quitado ese asunto de la cabeza -dijo él.

Ella lo ignoró y señaló el rollo, pero sus ojos nunca se apartaron del rostro del griego.

– Hay un lugar cerca de Aprilium, justo al lado del río Liris. Allí fue abandonado un niño la noche del festival de Lupercalia, que, como bien sabes, es la fecha exacta en que nació mi hijo.

Cholón mantuvo una sonrisa tan rígida como la de una máscara teatral, pero no pudo detener un parpadeo de sus ojos, que fue suficiente para satisfacer a Claudia.

– Debo marcharme -dijo él levantándose al tiempo.

– Sí -replicó su anfitriona-. Será mejor que te vayas antes de que me sienta tentada de romper una promesa.

Cholón temía que su resolución flaqueara, así que su despedida fue tan precipitada como antipática. Las palabras de ella lo habían llevado de vuelta a aquella noche, hacía ya tantos años, en que su amo, Aulo, y él habían cabalgado varias leguas desde la villa vacía en la que Claudia acababa de dar a luz a un hijo bastardo. Mientras cabalgaban, el crío iba en la alforja de su costado y aún recordaba los ojos que lo habían mirado fijamente bajo el reflejo de la luz de la luna, unos ojos de un azul brillante, por lo que había podido ver por las velas que iluminaron su nacimiento.

Habían dejado al crío donde no pudiera ser encontrado; Aulo no quería aquella deshonra sobre su nombre, pero tan noble como siempre, no estaba dispuesto a hacer recaer todo el oprobio sobre la mujer a la que amaba. Muchas veces se había preguntado qué habría sido de aquel cuerpecillo envuelto en pañales; muchas veces había rogado a sus dioses que lo perdonaran por lo que tenía que ser un pecado. Y puesto que era leal a su difunto amo, cuando Claudia le había presionado, él había rechazado decirle la zona en la que el niño había sido abandonado, aunque tampoco lo sabía con exactitud.

Había un río que gorgoteaba entre los árboles donde lo habían dejado, de eso sí se acordaba, y la silueta de un monte se recortaba a la luz de la luna, pues era una noche fría y clara, con una extraña cima con forma de copa votiva. Había hablado con un cirujano sobre la muerte por congelación, y este le había asegurado que, cuando el cuerpo se enfriaba, la persona entraba en un sueño del que ya no despertaba, por lo que el niño no habría sufrido ningún dolor.

Sólo cuando estuvo en la calle, delante de casa de Claudia, se dio cuenta de que había olvidado preguntarle por qué, después de haber mencionado el río Liris y Aprilium, que en su mente parecían localizaciones probables, ella estaba tan decidida a salir hacia Sicilia.

Tito sabía que tenía que separarlos. No estaban trabajando juntos -sino todo lo contrario-, y si dejaba a Áquila y a Marcelo juntos demasiado tiempo, uno de ellos mataría al otro. Parecía que las diferencias de nacimiento y origen servían de alguna manera para despertar su mutua antipatía. Marcelo no podía aceptar al nuevo tribuno como su igual. Áquila, que sabía que Marcelo Falerio tenía poca experiencia en batalla, aprovechaba cualquier oportunidad para recordárselo. Era difícil saber a quién culpar, como si eso fuera a sentar el fin de su discrepancia, pero Tito sabía que debía tomar una decisión, si bien la más sencilla, enviar a Marcelo de vuelta a Roma, no podía permitírsela y no sólo porque así rompería una promesa: hacerlo no sería honesto.

A Áquila Terencio lo necesitaba para que le ayudara en la instrucción de las legiones, así como de los reclutas ibéricos que había alistado en las llanuras de la costa. No se trataba sólo de que todo el ejército, con la excepción de aquellos hombres que había traído consigo, conocieran al nuevo tribuno. Tito era el tipo de general que hablaba con sus tropas, así que había oído repetidas veces lo mucho que tanto Áquila como el amuleto que llevaba en el cuello eran considerados símbolos de fortuna. Había elementos de leyenda en las historias que contaban; incluso los hombres que habían pasado por la humillación ante Pallentia creían que el tribuno les había salvado la vida. Y su ascenso a la que era la posición de un hombre rico enorgullecía a todos los hombres del ejército, lo que no dejaba lugar a dudas acerca de que se sentirían más a gusto atacando Numancia con aquel hombre a su lado.

Aun así estaba obligado con Marcelo por un vínculo de lealtad que llegaba muy lejos, a una época anterior a que el joven Falerio vistiera su toga de adulto. Quinto siempre afirmaba que él estaba haciendo algo, pero parecía querer que Marcelo asumiera su primera magistratura sin siquiera haber derramado sangre, algo que sería un obstáculo en la futura carrera del joven. La solución le llegó por medio de Áquila, que, en una reunión, preguntó al general qué pasos iba a emprender para asegurarse de que los lusitanos, más numerosos que cualquier otra tribu, excepto los duncanes, no interfirieran en sus operaciones en torno a Numancia.

– Estoy seguro de que tú tienes alguna sugerencia, Áquila Terencio -dijo Marcelo sarcástico, ignorando la amarga mirada que le había dedicado Tito por su intervención.

– Quizá deberíamos enviarte a ti contra ellos, Marcelo Falerio. Al fin y al cabo un soldado de tu reputación haría que se cagaran encima.

– ¡Ya basta! -espetó Tito mirando fijamente a Aquila-. Haz el favor de dejar ese lenguaje de soldado raso fuera de mi tienda.

– Pero es que sí tengo una sugerencia, mi general, aunque no sea una que probablemente vayas a recibir con gusto.

– ¿Cuál es?

– Que pospongas la campaña por este año. Forma diez legiones más, consigue buenos oficiales y ataca al mismo tiempo a lusitanos y duncanes.