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– ¿Por qué iba a estar en contra de tal sugerencia, asumiendo que tenga sentido militar?

– Tu año como cónsul habrá acabado, Tito Cornelio. Enseguida habrá algún otro capullo ansioso por venir, especialmente si piensa que no estás haciendo nada. Puede que ahora te hayan favorecido con un proconsulado sin término cerrado, pero apostaría un sestercio contra un as a que te retirarán. Lo diré ahora y me reafirmo. Eres un digno soldado, pero no creo que ni siquiera tú quieras irte a casa para dejar que otro se quede con toda la gloria.

Tito frunció el ceño ante aquello, después miró a los oficiales allí reunidos, todos ellos jóvenes, puesto que había enviado de vuelta a Roma a todos los veteranos, los que habían prestado servicio con Mancino.

– Escúchame bien. Estoy aquí como procónsul de las dos provincias de Hispania. Estoy aquí para luchar toda esta guerra, no sólo una campaña. Cuando deje estas tierras, estarán en paz y mis soldados podrán volverse a casa conmigo. No vendrán más generales al mando desde Roma. ¿Me he explicado bien?

Marcelo se sintió complacido de ver que, por fin, Tito había puesto en su sitio a aquel advenedizo. El hermano del general le había prometido que las palabras que acababa de decir eran ciertas, pero Tito sabía que sería una estupidez dar su total confianza a Quinto. Y justo era decir que Áquila había dicho la verdad: algo había que hacer para contener a los lusitanos, para al menos mantenerlos ocupados hasta que alcanzara y sitiara Numancia. En el campo y como aliados de los duncanes, podrían resultar demasiado para las fuerzas de las que él podía disponer. Muchas veces en su vida, mientras hablaba, había cristalizado en su mente un pensamiento sobre un tema relacionado, y fue justo lo que ocurrió ahora.

– Da la casualidad, señores, de que tengo un plan para mantener ocupados a los lusitanos. Salgo para la provincia de Hispania Ulterior por la mañana. Áquila Terencio, tú asumirás el mando en mi ausencia -Marcelo abrió la boca para protestar, tan molesto que, incluso con su educación, estaba dispuesto a cuestionar abiertamente las órdenes de su comandante. Las siguientes palabras de Tito le cortaron-. ¡Y tú, Marcelo Falerio, me acompañarás!

Capítulo Dieciséis

A cualquiera que lo conociese, el rostro de Sextio Paulo mientras le ayudaban a descender por la rampa en Mesana le habría provocado una incontenible hilaridad. Parecía un hombre que hubiese descendido a una letrina de legionarios, justo hasta el punto en que sus contenidos hubieran alcanzado su labio inferior. Decir que el senador no era un hombre feliz habría sido faltar definitivamente a la verdad. Puede que no comprendiera lo que se había apoderado de Claudia; de ser la perfecta esposa, amable, atenta y del todo consciente de la innata superioridad de él, se había transformado en una arpía gritona. A él la palabra «divorcio» le horrorizaba, y al menos ella se había comprometido a no pronunciarla más. Así que, aquí estaba él, en Sicilia, tras haber sido verdaderamente arrancado de Neápolis antes de que hubiera tenido una oportunidad de buscar a viejos conocidos, y sólo para quedar varado, a causa del mal tiempo, en Rhegnum, un horroroso puerto plagado de rufianes. Claudia se había comportado como si aquello también fuese culpa suya. Habían emprendido la travesía antes de que la tormenta hubiese amainado del todo, lo que le había puesto enfermo, y después el capitán de la nave, cuando ya tenían bien a la vista la entrada del puerto, le había exigido una tarifa incrementada por desembarcarlos, diciendo que el oleaje lo hacía peligroso.

Al menos su administrador se había asegurado los servicios de un carruaje y partieron hacia el palacio del gobernador en silencio. Claudia, que iba a su lado, se asomaba por la ventana del modo más indecoroso, como si fuera una pescadera llamando a gritos a los amigos que pasaban. Pero él se abstuvo de pedirle que dejara de hacerlo, pues sabía que nada de lo que decía aquellos días resultaba en otra cosa que no fueran insultos.

Tito Cornelio, a quien se había otorgado poderes proconsulares sobre toda la península Ibérica, también sustituyó al gobernador de la provincia del sur, Hispania Ulterior. Aquel hombre, no menos venal que Mancino, se tomó su sustitución con mayor elegancia, pero después iba a volver a Roma y no a ser puesto en manos de sus enemigos, con la perspectiva de sufrir torturas y vejaciones, antes de ser quemado vivo dentro de una jaula de mimbre. Las tropas de su provincia, aunque bastante menos numerosas, estaban en las mismas condiciones que aquellas que habían servido bajo las órdenes de Mancino, y el enemigo, en el norte y el oeste, era incluso más fuerte, al estar menos expuesto a Roma y su influencia civilizadora.

Marcelo, a quien Tito había concedido el rango de legatus, enseguida se puso a trabajar, instituyendo un nuevo y duro régimen en la legión, con serios y, a menudo, fatales resultados para los transgresores, e interrogó a los oficiales disponibles con la intención de conseguir una valoración adecuada de la situación. Aquí el problema era diferente, pues estaban expuestos a las actividades de los asaltantes marinos así como a las incursiones de los lusitanos por el norte. Aunque carecía de experiencia real para manejar él sólo la situación, la suerte intervino, pues en Regimus, un viejo y experimentado marinero, encontró justo al hombre que andaba buscando.

Pasaban mucho tiempo juntos, tanto en los cuarteles como en la orilla del mar, hasta que Marcelo arrendó una nave y desapareció durante una semana con su recién hallado compañero. Aquello le vino bien a Tito; lejos de su campamento principal del norte y de los problemas diarios de entrenar a un ejército, pudo dedicarse a pensar cómo iba a derrotar a Breno. Sabía que si no conseguía encontrar el método apropiado, su ejército sufriría un destino peor que aquel al que se habían enfrentado al rendirse ante Pallentia: Breno no buscaría la tregua, sino sólo la completa destrucción de sus enemigos. De entre toda la gente, era Tito Cornelio quien sabía que la derrota de sus legiones no sería para Breno nada más que un paso hacia un plan mayor y más peligroso.

Lentamente, mientras examinaba el problema, el germen de una solución se presentó por sí mismo, pero sólo tendría validez si podía controlar, en los ataques iniciales, el número de tropas a las que se enfrentaba. Por mucho que lo intentó, no consiguió pensar en una manera de impedir a los lusitanos que reforzaran a su principal enemigo.

En cuanto regresó, se hizo evidente que cualquiera que fuese el plan que Marcelo había ideado para tratar aquello le tenía exaltado. Tras pedir una serie de mapas, explicó a toda prisa los detalles básicos sin detenerse a respirar, sin darse cuenta de que su general no compartía del todo su entusiasmo.

– Depende de la rapidez con la que se enteren que estamos asediando Numancia -dijo Tito.

– ¿Vas a asediar Numancia?

– Si puedo, primero tendré que llegar al lugar.

– Las comunicaciones son buenas y comparten una frontera tribal. No hay nada que pueda evitar que los lusitanos acudan en ayuda de Numancia antes de que tengas la oportunidad de lanzar tu primer ataque. Es decir, a menos que alguien distraiga su atención.

Tito miró el mapa de la costa occidental que Marcelo acababa de colocarle delante con una leve sonrisa.

– ¿Me vas a decir, quizá, que Marcelo Falerio puede hacer eso?

El joven recorrió con su dedo los entrantes y salientes del litoral, intentando contener al mismo tiempo su deleite. Nunca había pensado que Tito, tan anclado a la tierra firme como la mayoría de los generales romanos, fuese a captar la lógica de sus ideas, pero al menos fue lo bastante abierto como para escucharle.

– No podemos asediar Numancia y combatir a los lusitanos en una campaña por tierra, así que debemos encontrar un camino para mantenerlos ocupados con las fuerzas que ya tenemos. Una cosa que los mantendría entretenidos sería la preocupación por sus propias posesiones. Estas son las desembocaduras de su río principal en el mar, y si podemos establecer nuestra presencia en cualquiera de ellas, podemos atacar el interior. Estarán tan distraídos intentando desalojarnos de allí que no tendrán tiempo de auxiliar a Breno.