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– ¿Y qué pasa con sus incursiones marítimas?

– Atacaremos nosotros primero si es que aparecen. Sus embarcaciones son pequeñas y navegan desarmadas, no son rival para un quinquerreme.

– Que no tenemos -dijo Tito-, y no estoy seguro de que el Senado acceda a enviar ninguno, sin tener además en cuenta el tiempo que tardaría.

– Entonces los construiremos. Tenemos madera en abundancia y yo me encargo de instruir a los remeros. Cuento incluso con un centurión que ha pasado años en el mar, un tipo llamado Regimus. Dice que podemos ir formando la tripulación para los barcos.

– ¿De las legiones?

Marcelo asintió. Sin embargo, Tito movió su cabeza en desacuerdo.

– Eso no es bueno, necesitas auténticos marinos. ¿Recuerdas aquel combate que tuvimos con los esclavos sicilianos junto a Agrigento? Pudimos arrojar nuestras armas con acierto, pero fue necesario que unos buenos navegantes nos llevaran a un punto donde pudimos luchar.

– Un marino por remo, quizá, y lo demás una tripulación gobernar el timón y dominar las velas.

– Aún es un montón de hombres que no tenemos.

– Los muelles de Portus Albus están llenos de navíos comerciantes, tomaremos de ellos lo que necesitemos.

Tito dedicó una sonrisa irónica al joven.

– Casi estoy oyendo las palabras de mi acusación. ¿Quiénes crees que son los propietarios de esos navíos mercantes? Un buen número de ellos, si no la mayoría, son propiedad de mis compañeros senadores.

– Escribe a Quinto. Él te los quitará de encima.

La sonrisa seguía allí.

– Tienes ideas algo magnánimas sobre el poder de mi hermano, por no mencionar su buena disposición a sacrificarse por mí. Terencio mencionó algo sobre que iba a ser retirado, aunque yo mismo le quité importancia. Entiéndelo, Marcelo, Quinto sólo continuaría apoyando esta operación y a mí mientras convenga a sus propósitos. Si en algún momento siente que su posición se ve amenazada, me apartará como si fuera un ladrillo roto, y a ti conmigo.

Si le hubiera preguntado, Marcelo habría negado su desesperación, pero era la pura verdad; todos aquellos años que había pasado en destinos seguros lo habían vuelto así. Fueron los necesarios para justificar su candidatura para el cursus honorum y Quinto nunca se cansaba de decirle, antes de despacharlo a algún destino muerto, que heredaría el poder de su padre, pero nunca le había dicho cuánto tiempo tendría que esperar. Marcelo sospechaba que tendría problemas para conseguir cualquier cosa de Quinto en su lecho de muerte y, por esa única razón, mantenía los papeles de su padre en secreto, mientras esperaba que llegase el momento en que pudieran ser usados para su beneficio político, el momento en que retara por primera vez a Quinto a bloquear su camino hacia el liderazgo de los optimates.

– Si fuera a garantizarte que Quinto no sólo te respaldaría, sino que tiene el poder de hacerlo, ¿aceptarías mi palabra?

Tito disimuló bien su sorpresa, igual de bien que enmascaró su curiosidad. Miró largo y tendido al joven que tenía delante; el muchacho al que había visto por primera vez boxeando en el campo de Marte, el joven al que había enseñado a conducir un carro se había ido para siempre. Alto, moreno, con aquella mirada fija que, unida a su innata honestidad, la mayoría de los hombres encontraba desconcertante. Desde luego que a Quinto lo desconcertaría, pero sólo porque su hermano era cínico y furtivo. Marcelo podía ser cualquier cosa menos eso, de hecho, Tito no podía recordar ninguna ocasión en que hubiese sospechado siquiera que este joven le mentía. Durante el viaje desde Cartago Nova, le había pedido que dejara aparte las cuestiones personales y le dijera qué pensaba de Áquila Terencio. Marcelo era bien consciente de que su general apreciaba a aquel hombre, pues había puesto bajo su mando las legiones del norte, dándole el rango temporal de cuestor.

La mayoría de los hombres habría alabado delante de él las cualidades como soldado de Áquila y lo habrían condenado a espaldas de Tito porque les disgustaba o lo envidiaban.

Pero no Marcelo Falerio.

– No dudo de que sea competente, Tito Cornelio, ni de su valentía, pero es un matón grosero criado en una granja. No tiene educación ni conocimientos de nada más elevado que las ingles de un caballo. Habla de reformas como si fueran asunto suyo, en vez de darse cuenta de que, por su nacimiento, debe hacer lo que le digan hombres mejores. Me vas a odiar por esto, pero me pregunto si es conveniente ascender a un hombre como él por encima de su posición natural.

Tito no hizo ningún esfuerzo por ocultar el hecho de que se sentía menos que complacido.

– ¿Estás diciendo que debería librarme de él?

– No, pero tú diriges las legiones y lo haces por derecho propio, así como por capacidad. No quisiera que ese Áquila llegara más allá de donde está ahora, pues de otra forma podría intentar usurparte tus prerrogativas. Después podría intentar hacerse también con tus derechos de nacimiento.

– Eso son tonterías, Marcelo, y en realidad no estás hablando de tus derechos de nacimiento. Haces que parezca que quiere asumir el control de la República. ¿No puedes admitir simplemente que el hombre es un soldado, y uno muy bueno?

– Roma no anda corta de soldados, Tito, y tú eres prueba de ello.

Pudo haber buscado la adulación en aquellas palabras, pero hubiera sido una pérdida de tiempo, pues era otra de las costumbres de Marcelo, su falta de inclinación a halagar a la gente a menos que lo mereciera, y aun así, raras veces. A más de un senador, al tratar con él, se le había oído decir que era peor que hacer negocios con el padre del muchacho. Pero reflexionar sobre eso no les haría llegar a ningún sitio; a Tito se le había pedido que pusiera toda su carrera, su reputación, ganada con esfuerzo, y puede que incluso su vida, en manos de este joven, y era evidente que tendría que asumir todo el riesgo de confiar en él.

– ¿Dudas de mis palabras? -preguntó Marcelo.

– Nunca lo haría -dijo Tito sincero-. Pero me pides demasiado.

– ¿Y si te dijera que lo que le daré a tu hermano, si no tenemos éxito, le hará tan poderoso como mi padre…?

Tito interrumpió.

– Si fuera el caso, parece un precio excesivo.

– ¿Tengo que explicártelo?

– No, Marcelo, no, pero pregúntate esto. ¿Merece la pena que desperdicies eso que tienes, que aumentaría tanto el prestigio y el poder de mi hermano, por un pequeño mando independiente?

Marcelo, normalmente muy serio, sonrió de repente.

– Me sorprende bastante que me preguntes.

Tito permaneció en silencio todo un minuto, y mientras tanto los ojos de Marcelo no abandonaron su rostro. Por fin, asintió.

– Que sea así. Toma lo que necesites.

– Gracias, Tito.

No hubo sonrisa de consentimiento en el rostro del hombre mayor ni gentileza en su voz. Ambos estaban tan rígidos como lo habían estado cuando arrestó a Mancino.

– Será mejor que tengas éxito, Marcelo. No me importa lo que le des a Quinto, pero si fracasas, perderemos en Numancia. Después, incluso asumiendo que sobrevivamos para afrontar su castigo, se unirán para destrozarnos. Ahora debo marcharme y ver cómo se las está arreglando el otro brazo de mi mando.

– Quiero que se cierren las tiendas y los burdeles. Que las mujeres salgan también del campamento, incluidas las esposas de los soldados.

Las miradas de protesta fueron colectivas. Incluso Fabio, recién nombrado ordenanza de su «tío», estaba claramente horrorizado, y casi derramó la copa de vino que se estaba sirviendo, fuera de la vista de los oficiales allí reunidos. Librarse de los mercaderes, las tabernas y los burdeles era una cosa, pero, ¿también de las esposas del campamento?