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– Habrá un motín -dijo Cayo Trebonio, uno de los pocos tribunos que había servido a las órdenes de Mancino a quien, por hacer un favor a Marcelo, el nuevo procónsul había permitido que se quedara.

– Tiene razón, Áquila -dijo Publio Calvino.

Sus ojos azules relampaguearon de furia.

– Si el general estuviera aquí, ¿lo cuestionaríais? -Todo el mundo negó con la cabeza-. Entonces no os atreváis a cuestionar al hombre al que dejó al mando. Algunos de esos hombres han estado aquí durante catorce años. Tienen esposas y familia en sus casas, decidles que es allí adónde irán en breve, a casa.

– Dudo que se lo crean.

– ¡Entonces se lo diré yo mismo! -espetó Áquila.

Ordenó que sonaran los cuernos con la llamada a la plataforma de los oradores de la Vía Principalis y esperó con impaciencia a que llegaran, andando de un lado a otro por el rostrum. Fue el tiempo que tardaron en formar lo que demostró a Áquila por encima de todo lo relajadas que habían llegado a estar las legiones.

– Menudo hatajo de viejas estáis todos hechos -les dijo cuando, por fin, se callaron. Dio un giro completo, mirando la plataforma con una mirada significativa-. A menudo me he preguntado cómo sería estar ahí arriba. De algún modo pensaba que el aire olería distinto, más refinado y placentero, pero no es así. Aún huele a vosotros y a meada de caballo, por ese orden.

Todos rieron cuando él se tapó la nariz.

– Hemos oído unas cuantas mentiras podridas contadas desde ahí arriba, camaradas, ¿no es así? -Algunos de los otros tribunos se miraron alarmados mientras los hombres mostraban su conformidad a gritos-. Los cabrones que han usado esa plataforma nos han prometido todo lo que hay bajo el sol.

Ahora incluso algunos de los soldados parecían incómodos. Áquila estaba forzando las cosas: llamar cabrones a senadores nacidos de buenas familias era algo peligroso, por muy lejos que estuvieran de ellos. Ninguno se daba cuenta de lo nervioso que estaba, pues los nervios no eran algo que asociaran con su comandante temporal.

– Bien, pues dejad que os diga que ahora estáis mirando al mayor cabrón que haya pisado nunca estas tablas.

– Y yo secundo esa moción -dijo Fabio desde detrás de él.

No pasó nada porque sólo pudieron oírle aquellos que estaban sobre la plataforma. Áquila caminó hasta el mismo borde y tomó su águila de oro en la mano. Ni un sólo ojo se perdió aquel movimiento y quienes llevaban más tiempo sirviendo con él sabían que cuando hacía eso, estaba a punto de hacer un juramento. Lo curioso fue que, cuando sus dedos se cerraron alrededor del amuleto, el miedo que tenía a ponerse en ridículo se evaporó de inmediato.

– ¿Y por qué soy mayor cabrón, de hecho, mayor mierda, que los otros? No es porque sea rico, ¿verdad? No es porque sea avaricioso, pues no quisiera ver muerto a ninguno de vosotros para conseguir un triunfo o ni siquiera un denario de plata. No, camaradas, soy un cabrón y un mierda porque, por primera vez en años, veis aquí en pie a alguien que va a deciros la verdad.

Ahora ya tenía toda su atención.

– ¿Qué sucede ahora normalmente? El general permanece en pie y os dice que sois todos unos soldados maravillosos y unos tíos valientes. Yo no puedo hacer eso, puesto que he prometido deciros la verdad.

La voz decayó ligeramente, de forma que tuvieron que esforzarse para oírla.

– No sois maravillosos, camaradas. Excepto algunos hombres de la Decimoctava, los demás sois blandos, estáis hinchados por el vino, la carne y la comodidad de las mujeres. ¿Qué general os diría esto, incluso aunque fuera lo que piensa? No, tras elevaros hasta los cielos a base de halagos, ahora os diría que ha planeado una pequeña campaña, nada peligroso, sólo una pequeña escaramuza contra un par de bárbaros mal preparados, que es necesario para la seguridad de la República. Os prometería gran cantidad de comida, campamentos confortables, un enemigo mal preparado y pocas bajas.

Se detuvo de nuevo, levantando el amuleto a tanta altura que la cadena se le escapó del cuello. El sol se reflejó en él, haciendo que relumbrara como un mensaje de los dioses.

– Pero yo no quiero mentiros. Vamos a la guerra, muchachos, y esta vez es una guerra de verdad. Vamos a enfrentarnos al mayor y más peligroso grupo de guerreros nativos que se pueda encontrar. Esos malnacidos están escondidos en una fortaleza casi inexpugnable, así que no habrá sólo una batalla. De hecho, me sorprendería si no contase toda una docena antes de que ni siquiera lleguemos a acercarnos a ese sitio. En cuanto a las bajas, si hemos calculado bien, al menos un hombre de cada cinco de vosotros no regresará. Si nos hemos equivocado, no lo hará ninguno de nosotros.

– Entonces, ¿por qué coño vamos? -dijo una voz desde las filas.

– He dicho que no quiero mentiros. No es por la gloria ni, desde luego, es una excusa para llenarle la bolsa a algún cónsul, pero vamos a ir. Es la batalla que tendríamos que haber librado hace años, y cuando dejemos este campamento seremos los mejores hombres que Roma pueda poner en un campo de batalla. Todos estáis a perder algo de peso, igual que estáis a punto de perder esas comodidades que se han convertido en parte de vuestras vidas.

Hubo un sonoro murmullo, como si una ola recorriese las aglomeradas filas de los legionarios.

– Este campamento entra en pie de guerra desde hoy. Sólo se permitirán en el campamento soldados, mozos de caballería y armeros. -Áquila se detuvo, dejando que calara la importancia de sus palabras, y después agarró una lanza de uno de los guardias pretorianos-. Si a alguien no le gusta, puede venir a verme.

– Pero esto es un robo -dijo el rollizo capitán, y sus mejillas se bambolearon mientras protestaba.

– Es muy probable -replicó Marcelo-. Pero al menos tendrás la satisfacción de saber que ayudas a salvar la República.

– A la mierda la República -replicó, aunque retrocedió bastante rápido al sentir la espada de Marcelo en su garganta.

– ¡No vuelvas a decir eso nunca más! Y sólo para que recuerdes de qué lado cae tu lealtad, me llevaré el doble de hombres de lo que me estoy llevando de los otros barcos.

– No seré capaz de salir de Portus Albus. El dueño me despellejará vivo.

Si creía que así debilitaría la determinación de Marcelo, quedó tristemente decepcionado. Sus remeros marcharon por la orilla, conducidos a lo largo de la playa hasta las plataformas que el joven tribuno había mandado levantar. Estaban rodeadas por montones de remos recién cortados, así como por legionarios, que parecían estar tan poco seguros de las razones por las que estaban allí que los marinos recién llegados. Marcelo saltó al primer escalón y se dirigió a ellos.

– Justo ahora, todos los astilleros de la provincia están ocupados construyendo una flota de quinquerremes, el arma más poderosa del mar. Una vez que estén construidos, voy a zarpar hacia el norte para atacar a los lusitanos. -Miró a su alrededor lentamente para evaluar el efecto de sus palabras-. Podríamos esperar a que los barcos estén listos y después pasar meses aprendiendo a remar, pero no tenemos tiempo para eso. En su lugar, usaremos estas plataformas para practicar, un marino por cada cuatro soldados. Vosotros los marinos les enseñaréis a remar en tierra firme. Para cuando los barcos estén construidos, pretendo salir directamente al mar. Si sois buenos, venceremos, si no, es probable que nos ahoguemos todos.

La gente de allí fue a mirar, los críos, a burlarse mientras miraban a hombres adultos sentados en tierra firme, remando con furia y a ritmo desigual. Comenzaron de modo caótico, con los remos disparándose en todas direcciones mientras los soldados intentaban acostumbrarse a ellos, pero el orden acabó imponiéndose al fin y fue posible ver que algunos remos seguían el ritmo que marcada el redoble del tambor. Marcelo se aseguró de que tuvieran suficiente comida y agua a su disposición, pues sabía lo fatigoso que era aquel trabajo en una playa abrasada por el sol. También dispuso una estricta guardia a caballo, para asegurarse de que ninguno de sus valiosos marinos escapaba.