– No permitimos civiles en el campamento -dijo Áquila de nuevo-, y no soy muy dado a repetirme.
Cholón le aplicó su terapia de choque completa, la mirada de «¿Cómo te atreves a hablarme así?». Sin embargo, no le hizo ningún efecto.
– ¿Debería recordarte que estoy aquí por invitación personal de Tito Cornelio?
– ¿Y cómo vas a recordarme algo que no sé?
– Eso es sofistería, jovencito.
– ¿Qué demonios es sofistería? -Áquila vio que Cholón estaba a punto de explicárselo y levantó la mano-. No te molestes en explicarlo. He llegado hasta aquí en mi vida sin saberlo, así que está claro que se trata de algo de lo que puedo prescindir.
Cholón se molestó.
– ¿Alguna vez te ha dicho alguien que eres un canalla insolente?
– Desde el día en que nací y a cada paso que he dado desde entonces, pero además estoy al mando aquí. Ahora hazme el favor y lárgate del campamento.
– Tito Cornelio se enterará de esto.
El grito casi hizo caer a Cholón.
– Guardias, sacad a este hombre de aquí y recordad a los centinelas de la puerta que ¡no se permite entrar a ningún civil y que no importa con qué cuento de hadas les venga!
El joven tribuno que lo escoltaba intentó aliviar la ofensa causada por las palabras de Áquila.
– El general regresará pronto, señor. Estoy seguro de que todo saldrá bien al final.
El tribuno, a quien preocupaba más Áquila que la comodidad de aquel civil griego, hizo avanzar a Cholón a un paso endemoniado, lo que hizo que su respuesta sonara como la de un hombre recién arrestado que proclamara su inocencia.
– No con gente como esa en posiciones de poder. Ese hombre es un completo alcornoque. No sé a dónde van a llegar las legiones si dejan que hombres como ese se conviertan en oficiales. ¿Cómo has dicho que se llamaba ese tiparraco?
– Áquila Terencio, señor -dijo el tribuno.
– Bien, pues es un bárbaro -replicó Cholón, mientras se preguntaba distraído dónde había oído antes ese nombre.
Tito Cornelio regresó a un campamento diferente. Ahora lo que resonaban eran los choques de espadas, en vez de las voces de los mercaderes, y cualquier grito de dolor provenía de los soldados, y no de las maltratadas y amargadas esposas del campamento. Los niños harapientos que antes corrían medio desnudos por las calles, ahora se habían ido, liberando a los caballos de sus tormentos. Áquila había levantado otro campamento a cinco millas de allí para alojarlos, y lo mantenía abastecido con una leva de sus propios soldados, así como con auxiliares ibéricos. Y los hombres habían vuelto a ser soldados otra vez, lo que resultaba obvio por la eficiencia con la que asumieron sus posiciones alrededor de la plataforma de los oradores. Pero Tito se había dado cuenta ya antes, por el guardia de la puerta principal, que estaba despierto y alerta; de hecho los cuernos habían sonado cuando aún estaba a una legua de allí. Para cuando alcanzó el campamento, el procónsul se encontró con que le estaba esperando un baño caliente, así como todos sus oficiales, dispuestos para discutir las próximas operaciones. Antes de cambiarse, tuvieron una reunión y Áquila no fue el único sorprendido por su decisión de salir hacia el interior sin demora.
– No te dejes impresionar por un poco de saliva y lustre, mi general -dijo-. Si les dices a estos hombres que van a marchar hacia el interior de Iberia, no querrán ir.
– ¿Ni siquiera si se lo dices tú?
– ¡No puedo mentirles!
– No quiero que lo hagas. ¿Por qué no podemos atacar ahora?
Áquila suspiró y no pudo ocultar su decepción por tener que explicar a uno de los primeros cónsules que había admirado por qué no se podía hacer.
– Todas las condiciones que servían para Pallentia, sirven para Numancia, multiplicadas por diez. Tenemos que ir más lejos. En vez de construir un par de puentes, tendremos que construir una docena. Cada pulgada de la carretera que construyamos tendrá que ser protegida si queremos que nos lleguen los suministros. Y si lo hacemos así, no tendremos tropas para atacar.
– No pretendo atacar, al menos no justo ahora.
– Entonces perdóname, mi general, pero, en el nombre de la entrada al Hades, ¿cómo pretendes vencer?
Tito señaló el mapa que había sobre la mesa e hizo un gesto a los presentes para que se acercaran más.
– Marchamos directos a nuestro objetivo. Construiremos puentes sólo sobre aquellos ríos que no podamos vadear y los destruiremos detrás de nosotros. Una vez que lleguemos a Numancia, tendremos que vivir de la tierra durante por lo menos un mes, después puedo liberar dos legiones para que construyan una carretera de vuelta a la costa para que así podamos recibir suministros.
– Y Breno, ¿qué estará haciendo? Por no mencionar a los lusitanos.
Tito interrumpió a Áquila hablando con una confianza que en realidad no sentía del todo.
– Marcelo Falerio se ocupará de estos últimos, y antes de que preguntes cómo, no voy a decir nada más que esto: que cuenta con toda mi confianza.
– Pero aún tenemos a Breno.
– No te preocupes por él, Áquila Terencio. Tengo un plan para ocuparnos de él y de su colina fortificada.
Recién lavado y ya con su toga de bordes púrpuras, Tito caminó por la plataforma de los oradores. Paseó su mirada por encima de las apretujadas filas de legionarios, todos ellos firmes y con la mirada al frente. Les saludó con parsimonia, algo que ningún senador había hecho antes, espontáneamente, con un soldado. A la sonora y espontánea aclamación siguió un momento de silencio mientras Tito se daba la vuelta e indicaba a Áquila que se uniera a él en el estrado.
– Soldados, odio pronunciar discursos tanto como vosotros odiáis escucharlos. Cuando yo no podía dormir por la noche, mi padre solía decirle a mi madre que me repetiría algunas de las cosas que había oído decir desde aquí arriba. Afirmaba que hasta el crío más ruidoso se quedaría frito en cuestión de minutos.
Tito se detuvo y después cogió del brazo a Áquila, que había ido a colocarse junto a él.
– Mi padre, Aulo Cornelio Macedónico, fue un gran soldado, uno de los mejores que haya tenido Roma. Y yo no le llego a la altura del zapato, así que pretendo ir sobre seguro. -Caminó hacia el borde de la plataforma, llevando a Áquila con él-. Como ya sabéis, cuando llegué aquí envié de vuelta al cuestor y a los legados que Mancino había traído desde Roma. Me sentí tentado de enviarles en la misma dirección que siguió Mancino, pero no lo hice.
Un gruñido enojado salió de veinte mil gargantas.
– También solicité nuevos oficiales sénior y aún tienen que llegar. No creía que fuese a necesitarlos todavía en un par de meses, pero puedo deciros que estáis preparados para la batalla. Resulta increíble que alguien haya podido volver a transformar lo que erais -una chusma- en soldados en tan poco tiempo. Así que no voy a esperar por mis legados, que están en camino desde Roma, ni por el cuestor que pedí. De hecho, cuando se trata de un segundo al mando, no puedo pensar en nadie más apropiado para el puesto que Áquila Terencio.
Debían de suponer lo que se les avecinaba. Tito podía sentir que la tensión se hacía insoportable mientras hablaba. Tomó a Áquila por los hombros y lo abrazó. Los hombres dejaron escapar la mayor aclamación que nunca había oído en todos sus años como soldado.
Áquila consiguió hacerse oír con gran dificultad.
– Estaremos preparados para la marcha en cuarenta y ocho horas, mi general.