Regalo de su tío, un veterano druida que le había ayudado a escapar del agujero en el suelo en que lo habían metido, así como de la muerte a manos de quienes lo odiaban y temían en la comunidad de los druidas, lo había llevado consigo desde aquel día, y sólo se lo quitaba para lavarse. Robado cientos de años antes del templo de Delfos por un tocayo suyo, Breno, le habían hablado de sus poderes mágicos, aunque parecía haber fracasado en el cumplimiento de la profecía que venía con él; que algún día quien lo llevara entraría triunfante en el templo de Júpiter Máximo que había en lo alto de la colina Capitolina de Roma, como el hombre que habría conquistado a las legiones y la ciudad.
Por fin, tras todos aquellos años intentando provocarlos, sus enemigos acudían a encontrar su justo castigo. En los ojos de su mente, podía ver los campos que rodeaban Numancia llenos de huesos blanqueados de los romanos. Una vez que hubieran sido derrotados aquí, una vez que hubiese demostrado que él era el auténtico heredero del primer Breno, los celtas, el más numeroso de los pueblos fracturado por las rivalidades tribales, se unirían todos bajo su gobierno. Formaría y dirigiría el mayor ejército que los celtas habrían puesto nunca en un campo de batalla, después haría lo que su predecesor no había hecho. Primero, Breno acumularía oro suficiente para retirarse de Roma; no le sobornarían, y él arrasaría hasta sus cimientos la ciudad estado, destruiría sus templos y esclavizaría a sus gentes.
Aún tenía dudas; no todo estaba asegurado y no sólo porque los dioses fueran volubles; él ya debería haberlo conseguido. Había combatido contra Aulo Cornelio, incluso había capturado a la esposa de aquel hombre y se había convertido en su amante, más por deseo de ella que de él mismo. Estaba obligado a respetar el celibato, y Claudia Cornelia le había hecho romper su voto. Él recordaba el día que le había dicho a ella que se fuera, aunque no le dijo que era porque su revuelta había fracasado, que su marido estaba ganando aquella guerra de desgaste. Las tribus habían desertado de su bando al firmar la paz, y él ya no podía protegerla a ella ni al hijo que llevaba en sus entrañas. ¿Por qué no había logrado cumplir la profecía? ¿Lo lograría ahora?
Se inclinó sobre la mujer, que se despertó por su movimiento, y sujetó el amuleto a la altura de los ojos entreabiertos de ella.
– Soy viejo, Galina, aunque antaño creía que conquistaría Roma. Ese es el destino del hombre que lleve esto. Ahora no puedo creer en absoluto que vaya a ser yo, así que debo tener un hijo. Esto pasará a él y aunque él tenga que engendrar a sus hijos y pasarles esto, algún día mi linaje vencerá.
Breno empujó suavemente a Galina para tumbarla boca arriba y los movimientos de sus manos pusieron una sonrisa en los labios de ella. Mantuvo el amuleto de oro en su mano y sintió el poder que se abría camino por su entrepierna, con la seguridad de que por primera vez en treinta años podía sentir la fuerza del amuleto, el mismo tipo de poder que había sentido aquella oscura noche en que lo habían depositado en su mano. Pese a ser una criatura apasionada, Galina nunca había concebido, quizá por temor a que él hiciera lo que había hecho con sus otros vástagos y matara a su hijo. Pero él sabía con absoluta certeza que ahora le daría el hijo que necesitaba, uno al que él valoraría y criaría para que cumpliese su destino.
Breno estaba en la arena central mucho antes de que saliera el sol, recitando de memoria las sagas que había aprendido hacía tantos años. Podía sentir que los años se le escapaban y volvían a darle fuerza, como si su vida hubiese vuelto hacia atrás, y mientras salía el sol él esperaba el momento en que tocase el altar que había en medio de aquella plaza. La luz dorada bajaba lentamente por los muros de los edificios de alrededor, y mientras tanto él seguía hablando. La gente se había reunido para escuchar, pues nunca habían visto así a su caudillo. Parecía más alto que nunca, más imponente, y justo antes de que la luz del sol tocase el altar, encendió su cabellera de plata, haciéndola brillar. Fue como si el gran dios de la Tierra lo hubiese bendecido y un sonoro grito nació de sus labios en el instante sagrado en que la luz del sol encendió el altar, sobrecogiendo a quienes observaban. Después giró en redondo, lanzándoles una mirada aterradora, y empezó a dar las órdenes que prepararían Numancia para los invasores.
Habían esperado que la marcha a Numancia fuese dura, pero ni siquiera Áquila, con sus espantosas advertencias y elaboradas precauciones, estaba preparado para la tenacidad con la que las tribus intentaban bloquearles el paso. Breno quería que los debilitaran antes de que llegaran y había dedicado todo su poder de persuasión a la tarea de asegurarse de que los romanos tuvieran un trayecto de sobresaltos. Cada colina tenía que ser tomada al asalto, cada valle angosto, flanqueado y sobre cada río había que tender un puente bajo una lluvia de lanzas y flechas. Abrieron un camino improvisado a través de inmensos bosques -una recta carretera romana que no tenía en cuenta el terreno. Si triunfaban, se volvería permanente, y abriría el interior de aquella tierra a la civilización romana; si fracasaban, desaparecería como un homenaje cubierto por la maleza a la desaparición de todo un ejército.
El nuevo cuestor sabía desde hacía años que la formación del ejército, con su complicada caravana de equipaje, ya había funcionado previamente para no alcanzar el éxito, pues, cuando se combatía contra un enemigo como aquel, en un territorio como aquel, la velocidad y la movilidad eran de suprema importancia y él se había inquietado al salir, cuando Tito había forzado la marcha de su ejército, dejando que las tribus ocuparan el camino a su retaguardia. Estos legionarios estaban instruidos en un método de lucha y era de sentido común para Áquila que un cambio repentino de las tácticas básicas, en una situación en que la batalla fuera inminente, podría conducirles al desastre absoluto.
Una ventaja era el propio Tito. Por una vez, los hombres tenían un general que los dirigía desde el frente; de hecho, no le gustaba mantenerse al margen de la lucha, a pesar de las continuas argumentaciones de que la pérdida de su vida podría ser fatal para la misión. Tito confiaba a los dioses su persona y a los hombres que estaban por debajo de él con sus legiones. Áquila se dio cuenta de inmediato de que, dada la responsabilidad de tomar sus propias decisiones, pocos oficiales dejarían que su general cayera, puesto que el único requisito que les ponía el cónsul era que evitaran comportarse con insensatez, de forma que se animaba a cada tribuno para que innovara.
El propio Áquila había instituido una manera de hacer avanzar a toda la fuerza de los velites, así como a los auxiliares ibéricos, a ritmo veloz. Al ser tan numerosas, las avanzadillas, formadas por miembros de todas las legiones sumados a los luchadores de la llanura costera, obligaban a los guerreros de las tribus a adelantar demasiado el arranque de sus emboscadas y, al enfrentarlos a la infantería ligera de los romanos, se veían forzados a lanzar sus ataques, lo que les dificultaba una retirada inmediata. El grueso del ejército, sin la habitual caravana de equipaje y los seguidores del campamento, se movía a una velocidad hasta entonces sin precedentes; así, en las primeras semanas de marcha, sorprendían a sus enemigos enfrascados en la lucha una y otra vez. Pero Breno, si es que era él quien estaba dirigiendo el esfuerzo de las tribus, aprendió pronto la lección y, aprovechando con firmeza los accidentes que le proporcionaba el áspero paisaje, abandonó las emboscadas y en su lugar levantó posiciones de defensa que tenían que ser tomadas mediante asalto.