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– Esto sólo son pinchacitos de alfiler, Fabio -dijo Áquila, mientras volvían a formar para atacar una empinada cresta-. La verdadera lucha está aún por llegar.

– Ésa es una de las cosas en las que te equivocas. No sabes distinguir un alfiler de una aguja de calceta, y en cuanto a pinchar…

Áquila dio sus órdenes a gritos y la avanzadilla empezó a moverse, arrojando sus dardos antes que sus enemigos para forzarles a hacer lo mismo y reducir así su reserva de lanzas. El acierto significaría que tendrían menos armas arrojadizas con las que atacar a la infantería pesada. Por una vez, Tito se quedó atrás, como debería hacer un general, de pie sobre una peña para observar la acción, con todo su ejército desplegado a su alrededor en formación de batalla. Cholón se había sentado junto a él con un rollo de papiro en su regazo, mientras sus ojos saltaban de la batalla que tenía lugar ante él al pliego para hacer sus rápidas anotaciones. La conmoción en retaguardia los cogió a los dos desprevenidos. Una gran masa de jinetes celtíberos había aparecido en la carretera que llevaba a la costa, en formación y preparada para atacar. Aunque era una fuerza demasiado pequeña como para derrotar a los romanos, su presencia era, sin embargo, desmoralizante. Eran la prueba viviente para todos los legionarios de que estaban aislados en territorio enemigo y que cualquier ataque que lanzaran, incluso aunque fuera en parte victorioso, conduciría a bajas que Tito apenas podía permitirse.

El general bajó de su atalaya como un rayo y montó su caballo para cabalgar hasta el escenario del problema. Publio y Cneo Calvino, al mando de la retaguardia de infantería ligera, habían hecho girar en calma a sus hombres, formando dos hileras, mientras los jinetes de las tribus se aproximaban a galope. Sus voces sonaban tranquilas y sólo las elevaban lo que fuera necesario para que sus órdenes pudieran entenderse. Su primera línea se arrodilló al recibir la orden con los escudos en ángulo recto con sus cabezas y sus lanzas afirmadas en el suelo, formando ante ellos un friso que empalaría a cualquier atacante a caballo. La segunda línea formó enseguida en grupos de tres, con un soldado delante de los otros dos. Tito tiraba de sus riendas mientras observaba la siguiente hilera de legionarios, la infantería pesada a la retaguardia de los gemelos Calvinos, mientras se colocaban en posición con habilidad, formando en cuatro filas con el espacio adecuado entre cada grupo. Eso permitiría que las cohortes de los Calvinos se retiraran con seguridad. Era una maniobra bien planificada, conducida como si la estuvieran ejecutando en el campo de Marte.

En todo el orgullo de las armas romanas que Tito Cornelio había experimentado como soldado, nada se igualaba a esto, porque se estaba ejecutando no en un campo de prácticas, sino en campo abierto. Esa disciplina de hierro, la capacidad de maniobrar bajo un ataque, además del puro coraje tanto de oficiales como de soldados, cuando se empleaban con propiedad, hacían a las legiones invencibles. Cholón se había reunido con él, abandonando su asiento y sus apuntes. Tito miró hacia Áquila para comprobar si su ataque proseguía con éxito, y vio que los velites y los auxiliares habían subido por la escarpadura y ahora estaban enfrascados en un combate cuerpo a cuerpo con los defensores.

– Escribe sobre esto, Cholón. Esto es lo mejor que verás nunca. Un ejército romano atacando en dos direcciones a la vez.

– Pero no están atacando -dijo Cholón, señalando a los hombres que se retiraban bajo las órdenes de sus oficiales-. Se retiran.

– ¡Observa!

Publio y Cneo hacían retroceder a sus tropas con seguridad, retirando una línea defensiva a través de la otra, con los grupos de tres hombres formando en columnas en cuanto el último hombre escapaba, sin dejar así al atacante ninguna otra cosa a la que enfrentarse que no fuera la certeza de ser empalado. Por fin, cuando estuvieron lo suficientemente cerca de la infantería pesada, rompieron filas y se pusieron a salvo. Los huecos se cerraron inmediatamente rellenados por las cohortes de retaguardia. Se dieron las órdenes pertinentes y los guerreros celtíberos se vieron frente a una línea infranqueable de tropas que avanzaban. Como habían dado vueltas a su alrededor en vano, sus caballos estaban sin resuello, así que se dispersaron al primer aluvión de lanzas, que dejó hombres muertos y animales que daban alaridos clavados al suelo por las jabalinas romanas.

Un grito retumbante llenó el aire y tanto Cholón como Tito se volvieron en sus sillas, justo a tiempo para ver a Áquila, que, a la cabeza de los princeps de la Decimoctava Legión, tomaba la cima de la escarpadura, mientras sus enemigos emprendían la huida delante de él.

Su siguiente batalla tuvo lugar en un cruce de río muy disputado cuyo mayor problema era que en la orilla opuesta no había espacio para desplegarse, pues, aparte de una angosta franja de tierra, era una pared de roca desnuda que se elevaba unos treinta metros. Tito había recorrido el río de arriba abajo en busca de un paso más fácil, pero sus huesos le decían que no había otro. La mera presencia de sus enemigos, y en gran cantidad, en las colinas de enfrente era prueba de ello. Pero una ventaja que tenía la legión romana en esta situación, era que todos ellos sabían nadar; la otra residía en su disciplina. Un ejército con buena instrucción podía atacar de noche -algo inconcebible para las hordas salvajes de los bárbaros. Tito dejó que sus hombres descansaran todo el día, manteniendo ocupada de manera significativa sólo a la retaguardia, e hizo que sus auxiliares se retiraran; aquello no era tarea para las tropas locales.

Entonces, aprovechando la protección que les brindaban las nubes junto con la luz discontinua de la luna, dispuso una línea de caballería atravesada en el río corriente abajo, con los caballos y soldados atados unos a otros. Estos hombres y sus caballos permanecerían allí toda la noche preparados para rescatar a cualquiera que fuese barrido por la fuerza del agua. Después, casi en completa oscuridad, los hombres más experimentados de la infantería pesada, con cuerdas enrolladas a la cintura y con estacas amarradas a sus espaldas, siguieron a los velites en el agua, llevando sus grandes martillos con cabeza metálica en la mano. Áquila iba a la cabeza, con su cabello rojizo dorado recogido con una banda blanca que atrapaba la poca luz que había. Nadó rápidamente a la otra orilla, formando con la avanzadila una pantalla defensiva que permitiría trabajar a sus camaradas. Lo primero que supieron los defensores del ataque que se avecinaba fue el sonido de las estacas que se iban clavando en la tierra húmeda de la orilla del río. Ataron las cuerdas a las estacas y, con paso firme, Tito hizo que su infantería cruzara.

Áquila ya había conducido a su avanzadilla a lo alto de la empinada cuesta, así que los celtíberos se encontraron en medio de una batalla antes de haberse despertado del todo. Luchar en la oscuridad es aterrador, pues nunca sabes dónde está el enemigo ni si el bulto fantasmal que tienes enfrente es amigo o enemigo. Un combate cuerpo a cuerpo como aquel exigía una determinación de acero de la que los defensores carecían. Tito hizo que los cuernos sonaran una y otra vez, y desafinando, desde el momento en que se empezó a clavar la primera estaca. Tal cacofonía rebotaba en las rocas, se multiplicaba y, añadida a los alaridos de los atacantes, hacía que los enemigos sintieran que estaban siendo atacados por algún horrible monstruo. Todos los hombres de Áquila llevaban, igual que él, una franja de tela blanca enrollada a la cabeza. Los romanos, incluso con aquella luz tenue, podían identificar a sus enemigos, y causaron gran mortandad mucho antes de que las tropas pesadas prosiguieran con el ataque.

Pero alguien hizo que los defensores formaran en una línea bien unida, dando órdenes que Áquila oyó claramente. Este envió un mensajero a Tito, consciente de que el efecto al principio, sería mínimo. Los celtas empezaron a arrojar sus jabalinas por encima de las cabezas de los romanos que estaban en el acantilado. Con tal cantidad de hombres en el agua, que se esforzaban por cruzar el espumoso torrente con docenas de cuerdas, muchas de las lanzas hicieron blanco. Los gritos de los heridos se sumaban al resto de sonidos de la batalla, que levantaban eco de la pared de piedra, y río abajo la línea de caballería se dio cuenta de que de hecho eran necesarios, aunque sólo fuera para detener los cuerpos de los ahogados que eran arrastrados hacia el mar.