– Ayúdame a subir, rápido.
Áquila le obedeció sin pensar, y soportó su peso sin esfuerzo mientras Fabio se estiraba hacia arriba y agarraba los zapatos. Tiró uno dentro de la habitación, pero descendió triunfante con el otro.
– Aquí está -dijo mientras lo levantaba-. Una victoria para los paletos que van con el culo al aire.
– ¿Un zapato?
Fabio lo agitaba con alegría.
– Un zapato de senador, un trofeo, Áquila. Esos cabrones suelen ponérnoslos en el cuello para aplastarnos.
Un grito detrás de ellos alertó a Fabio del peligro y se volvió para ver a un sirviente que se descolgaba por la ventana con el otro zapato en la mano y daba alaridos para que se detuvieran.
– Es hora de seguir con la visita, «tío» -dijo Fabio guiñando un ojo.
Se escabulló por un callejón y Áquila le siguió, y sus pies levantaban eco en los muros mientras se alejaban a la carrera y salían a otra calle que corría en paralelo. Fabio cruzó esa calle y se metió en un segundo callejón, por cuya empinada pendiente bajaron hasta aparecer en el mercado cercano al foro. Fabio dejó de correr y comenzó a caminar a paso normal, abriéndose camino entre los puestos, mientras sus ojos y sus manos repasaban todo el lugar. Para cuando alcanzaron la otra punta, ya podía ofrecerle a Áquila frutas, verduras y un atizador de hierro.
– Ideal para una noche fría, ¿eh, «tío»?
Áquila rio; estaban en mitad del verano, la época más calurosa del año.
– Puede que seas el único cliente que ha tenido en todo el día.
Fabio abrió mucho los ojos en señal de auténtica preocupación.
– Tienes razón. Y puede que ese pobre capullo se esté muriendo de hambre -Fabio dio la vuelta y desanduvo sus propios pasos. Devolvió al desconcertado vendedor su atizador, además de toda la fruta y verdura que había hurtado en los otros puestos.
– Come bien, hermano -dijo con exageración, mientras le daba unas palmaditas en la espalda a aquel ferretero-. Enseguida llegará el invierno y podrás descansar tranquilo. Si alguna vez necesito unos hierros para mi hogar, serás el primero al que acuda, y te recomendaré a mis amigos.
Salían andando del mercado -el perplejo comerciante quedó atrás, rascándose la cabeza-, cuando Fabio volvió a hablar.
– Una cosa, «tío». Si no te molesta que te lo diga, deberías hacer que te esquilasen esas greñas. Ya es bastante malo que me saques más de una cabeza y estés aún creciendo, pero tu pelo, con ese color y tan largo como lo llevas, hace que llames demasiado la atención.
Capítulo Dos
Servio Cepio tuvo el buen talante de admitir que él no era un soldado, lo que no le granjeó más que gratitud de aquellos jóvenes oficiales que había heredado al asumir el mando en Hispania. Más de un cónsul de servicio, recién llegado de Roma, compartía aquel defecto, pero no lo veía; con sólo doce meses de servicio, estaban impacientes por poner a sus tropas en acción y los elegidos por aquellos mismos cónsules eran los cuestores y los legados, puesto que eran oficiales veteranos, y era extraño que alguien buscara poner freno a sus ambiciones. En el pasado, había sido inevitable que esto supusiera el sacrificio de bastantes vidas -romanas, de auxiliares y de nativos reclutados a la fuerza- por el simple propósito de la reputación senatorial. Pequeño de complexión y de rasgos astutos, Servio era lo que parecía, un intrigante nato, un hombre que había trepado hasta destacar gracias a su servil adhesión a la causa de los privilegios senatoriales, como exponía Lucio Falerio Nerva.
Fuese guerrero o no, sus cohortes estarían obligadas a luchar en más de una escaramuza, pues la frontera nunca estaba realmente en paz, aunque él hacía todo lo que podía por mantener el conflicto dentro de unos límites. Esta sensible aproximación no tenía nada que ver con la modestia. Servio Cepio ansiaba el éxito militar con tanto apasionamiento como cualquiera de sus iguales. Era aquello a lo que se enfrentaba, sumado a lo que tenía a su disposición, lo que inducía su precaución; eso y las instrucciones de Lucio Falerio que había traído consigo.
Su mentor se había equivocado al juzgar al principal caudillo celtíbero. Desde luego que Lucio veía a Breno como una plaga, pero una que podría ser contenida como lo había sido durante la primera campaña comandada por Aulo Cornelio. Dejemos que se esconda en el interior con sus fantasías sobre la destrucción de Roma y que se ponga a la cabeza de alguna gran confederación celta. Aquello podría haber sucedido antes, pero Lucio Falerio insistía en que Roma era ya demasiado grande para ocuparse de semejante nadería, aparte de la naturaleza fragmentaria de la bestia que Breno intentaba reunir. Dos celtas nunca se ponían de acuerdo sobre nada; puede que hubiera millones, pero Roma era homogénea y ellos tendían a la dispersión.
Pero ahora, ante la presencia física de Breno, parecía más peligroso de lo que aparentaba en el estudio de Lucio. Derrotado muchos años antes por Aulo Cornelio, se había retirado a lamerse las heridas, pero había regresado para vengarse tras tomar el poder en la tribu de los duncanes y hacerse con el fuerte de Numancia, en las colinas. Su usurpación había sido sangrienta; tras casarse con Cara, la hija favorita del viejo caudillo, Breno, que antes había sido un druida obligado al celibato, rompió su voto. Pero también rompió mediante amenazas, espada y asesinatos secretos la resistencia de cualquiera que se interpusiera en su camino. Después había atacado a las tribus vecinas, recuperando las tierras que estas habían robado, con el paso de los años, a un caudillo anciano y más interesado en el vino y la fornicación que en la defensa de su patrimonio.
Su siguiente victoria fue convertir una fortaleza natural favorecida por el terreno -altos despeñaderos, declives naturales, una fértil meseta y constante suministro de agua-, un lugar en el que se había dejado que las murallas construidas llegasen casi a la ruina, en el bastión más sobrecogedor de toda la península Ibérica. Numancia proporcionaba seguridad en una tierra conflictiva, por lo que la gente de paso se había asentado allí en multitud, transformando aquel fuerte sobre la colina en una bulliciosa ciudad; no sólo se había convertido en un lugar que defender, sino también en una base desde la que atacar Roma. Año tras año, Breno se iba haciendo más fuerte, con más hombres con los que llevar a cabo su intentona y menos vecinos con capacidad para hacer frente a sus deseos. Cuando los caudillos lo intentaban, Breno sobornaba a sus guerreros más jóvenes, insistiendo en su visión, animándolos para que atacaran las provincias costeras de Roma, con el objeto de mantener la frontera en llamas.
A Servio, su propia naturaleza taimada le permitía ver nítidamente las tentaciones que el hombre ofrecía con una clara intención, y la conclusión más evidente era que la paciencia, como política, podría demostrarse impracticable. Breno era listo, un hombre que ponía ante los codiciosos ojos de los romanos la zanahoria de la oportunidad, la tentadora perspectiva de una victoria lo bastante grande como para que el ganador consiguiese un triunfo que igualara cualquiera de los anteriores. Numancia, su fortaleza sobre la colina, podía ser casi impenetrable, pero había otras menos formidables y, por tanto, más tentadoras -Pallentia, en medio del camino a Numancia entre la llanura costera y el profundo interior, era una de ellas. Breno dejaba que se supiera que un ataque a esta fortaleza le haría salir a defenderla, creando así la perspectiva de que, en campo abierto, podría ser derrotado por la superior disciplina romana. Había un error obvio en este sueño de gloria: podría ser Breno quien ganara, lo que dejaría toda Hispania a su merced. ¿Qué haría entonces?