Cuando se les acabaron las lanzas, resonó un cuerno bien diferenciado, y la defensa se desvaneció, dejando a los romanos sin nadie contra quien luchar.
Capítulo Dieciocho
La niebla se arremolinaba a su alrededor y hacía que sus cuernos de bronce, largos y curvados, sonaran como algo proveniente del submundo. Pocos habrían navegado en esas condiciones, pero Marcelo bendecía la niebla, pues podía significar que llevaría a sus hombres a tierra sin enfrentamientos. Habían visto a los primeros lusitanos el día anterior en la costa, al este, siguiéndoles por tierra mientras la flota avanzaba hacia el norte. Mientras caía la oscuridad, se encendieron balizas en las cimas de las colinas para que el mensaje siguiera por delante de los que iban a pie, de los que no se podía esperar que, a oscuras, se ajustaran al ritmo de las galeras, que iban bien provistas de remeros. Hacia el oeste se abría una infinita extensión de mar y más allá de aquello, el borde del mundo, habitado por demonios y ninfas marinas que se alimentaban de carne humana y hacían enloquecer a aquellos que no eran devorados.
No se podía ver nada ni al este ni al oeste con aquella niebla. En la proa, la cantinela del sondeador, que medía la profundidad del agua bajo la quilla, añadía una letanía que crispaba los nervios a la llamada etérea de los cuernos. Marcelo estaba junto a aquel hombre arrojando la sonda, escuchando con cautela las profundidades, pues estaban en aguas poco profundas, quizá rodeadas por rocas afiladas, y su barco iba en cabeza, con todas las galeras de la flota posicionadas justo detrás de ellos. Si él podía atravesar lo que hubiera delante, también podrían hacerlo los demás.
– Arena en el escandallo -dijo el sondeador antes de volver a arrojar la sonda más adelante.
Los remeros del quinquerreme bogaban despacio, y el movimiento de avance de este hizo que llegara un punto en que el cordel de la sonda estuviera vertical. El sondeador la recogió deprisa, sacándola del agua, y examinó el sebo que llevaba al final para ver qué había en el fondo; después lo hizo oscilar en un círculo cada vez más amplio y lo arrojó hacia delante de nuevo.
– Da la voz de silencio -dijo Marcelo a un marinero que estaba detrás de él-. No más cuernos. Y tú, sondeador, susurra.
El marinero se apresuró en obedecer y su joven comandante se estiró hacia el frente. Ya estaban muy cerca de la costa, y el sonido de las olas le diría si su suposición era buena. Si encallaban de golpe y con estruendo, estaría en una orilla rocosa, con serio peligro de agujerear su barco y de naufragio, pero si oía el agua deslizándose calma y uniforme por una playa, entonces estaría a salvo. Marcelo podría llevar a sus hombres a la orilla y empezar a construir el primer fortín romano en territorio lusitano.
La niebla se levantó como una cortina que se alzara de repente. Marcelo no miró atrás para ver si las otras galeras estaban aún ocultas, pues quedó sobrecogido por la visión que le recibía en la arenosa orilla: hileras e hileras de guerreros lusitanos, con las puntas de sus lanzas brillando al pálido sol, llenaban la playa dorada. Un gran bramido le dio la bienvenida y las lanzas, por la impaciencia, pinchaban el aire amenazadoras. En medio del gentío estaba un jefe del clan vestido con magnificencia, que abría sus brazos con un escudo en una mano y una espada en la otra, en un pretendido gesto para invitarlos a entrar en batalla.
– Manteneos paralelos a la orilla -dijo Marcelo y la galera viró en redondo, mientras cada barco que emergía de la niebla hacía lo mismo, anclando finalmente en una línea correspondiente a las apretadas filas de guerreros que esperaban que ellos intentaran vadear hasta la orilla.
– Bueno, Regimus, ¿qué opinas?
El hombre se rascó su corto cabello gris.
– Ni un sólo barco. No hemos visto ni uno en todo el camino hasta aquí.
– No -replicó Marcelo-, aunque esos lusitanos están aquí. Es como si supieran de antemano donde teníamos pensado desembarcar.
– Oh, lo sabían bien. Todas esas balizas encendidas eran sólo para asegurarse de que llegáramos a esta bahía. Me atrevería a decir que todo el mundo en Portus Albus sabía hacia dónde nos dirigíamos en el momento en que zarpamos.
Marcelo se quedó callado, con los ojos fijos en la orilla. Podía ver la línea de hierbajos a los pies de la primera fila de guerreros; entre esta y el mar, la arena estaba húmeda, lo que le indicó que llevaban allí desde la marea alta. Si los guerreros habían esperado tanto en tierra, entonces no era descabellado apostar a que los barcos estarían en el mar, llenos de hombres, preparados para aparecer por su retaguardia.
– ¿Y bien, legatus? -preguntó Regimus, subrayando claramente, por el uso desacostumbrado del rango de Marcelo, que toda la responsabilidad recaía sobre él.
Marcelo sonrió.
– No tengo ninguna intención de retirarme, Regimus, aunque no me opongo a dejar que ellos lo crean.
Se giró y miró el banco de niebla cercano a la costa. El entrante de la orilla era como una cápsula, con las montañas detrás, los brazos de la bahía a cada lado adentrándose en la niebla, formando un muro impenetrable por detrás.
– Creo que esperan que ataquemos.
Marcelo le interrumpió, todavía sonriendo.
– Momento en el que vendrán sus barcos e intentarán capturarnos en el agua mientras vadeamos hasta la orilla.
– Puede que a ti esa idea te alegre, Marcelo Falerio, pero a mí me hiela la sangre.
El joven legado rio.
– No seas tonto, Regimus. ¿No ves que los tenemos en una trampa?
A la luz de la mañana, los anillos de terraplenes parecían elevarse uno sobre otro como en un gigantesco templo. Bajo Numancia, frente a su posición, dos ríos abrían un profundo cañón que atravesaba el campo. La única vía de ataque pasaba entre los dos ríos; los otros lados de la colina fortificada tenían desniveles demasiado escarpados como para un asalto adecuado.
– Como bien dijiste, Áquila, si este lugar cae, se quebrará el espíritu de la resistencia ibérica. -Áquila sonrió, pues sabía que su general, que no era dado a las exageraciones, no había terminado-. La cuestión es: ¿sobrevivirá nuestro espíritu para verla destruida?
Áquila tenía la sensación de estar viendo algo familiar que reconocía de un sueño, pero era difícil decir si aquello era cierto o sólo pura imaginación. Había oído tantas historias sobre aquel sitio, que creía conocer de memoria cada piedra y terraplén. A su alrededor, los legionarios trabajaban duramente en la construcción de un campamento, que le parecía el procedimiento incorrecto. Como siempre, cuando se enfrentaba con un problema, tomó su águila en la mano, algo de lo que Tito ya se había dado cuenta.
– ¿Ese pájaro tiene el poder de adivinar el futuro?
El cuestor le sonrió.
– Mucha gente lo ha creído así.
– Como todo hombre de las legiones -continuó, en respuesta al gesto del rostro de Áquila-, no he dejado de recibir insinuaciones, amigo mío, de que debería consultar tu amuleto, para que así todos podamos salir de esto con vida. Los hombres tienen mucha fe en eso y ninguna en absoluto en los sacerdotes y sus pollos.
Tito volvió a mirar la fortificación de Numancia, un lugar muchísimo más poderoso de lo que nunca había imaginado, un sitio que superaba de verdad su reputación. Por primera vez desde que habían partido, se planteó que debería haber ordenado retirada, mientras se preguntaba si incluso la novedosa táctica que había decidido emplear funcionaría con un obstáculo tan formidable. Su mente volvió a la reunión que había tenido a su regreso del sur, a las expresiones de los rostros de sus oficiales cuando explicó su plan para convertir el gran bastión defensivo de Breno en una trampa.