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– Nuestra arma, señores, es una mezcla de acción e inacción. Abriremos brechas en las murallas de la fortaleza y habrá hombres que mueran haciéndolo, pero tendremos mucho tiempo para descansar entre asaltos.

Los ojos que entonces habían quedado fijos en él, con miradas descaradamente inquisitivas, habían sido los de su cuestor y le habían planteado una pregunta de forma muy directa: ¿qué vamos a hacer con todos los guerreros que no estén en la fortificación de la colina? Tito sabía que, en ese punto, se había ganado de verdad la confianza de Áquila Terencio, pues cuando habló, la mirada de sus ojos cambió del desafío al asombro. Les contó que pretendía construir una muralla alrededor de Numancia, con fuerte cada cierta distancia que los aliados de Breno tendrían que atacar. Asediaría al enemigo del interior mientras que el del exterior sería forzado a atacarle en una situación de seria desventaja. Tal situación les desanimaría, y una vez que esto ocurriera, enviaría hombres suficientes para combatirlos en el camino de vuelta a la costa, abriendo así una ruta de suministros que significaría que podría permanecer frente a Numancia para siempre.

Como todos los planes, parecía bueno sobre el pergamino; ahora, con su objetivo a la vista, parecía serlo menos. Pero las siguientes palabras de Áquila, pronunciadas con sincera convicción, acabaron con cualquier pensamiento de fracaso.

– Si podemos comer, mi general, y ellos no, entonces al final tendrán que rendirse.

Tito miró el terreno. Excepto la fértil franja al lado del río, el resto era rocoso e inhóspito, y no había lugar donde pudiera acampar un ejército a menos que se pudieran garantizar suministros regulares. Tendrían que sobrevivir durante semanas alimentándose de lo que les diera la tierra, pero tampoco había otro lugar para que la gente de dentro del bastión cultivara alimentos que una meseta, que no podría sustentarlos para siempre. Las laderas de la colina eran más estériles que la llanura.

– Un hueso duro de roer, Áquila, pero en apariencia no es imposible. Propongo que, antes de que oscurezca, cabalguemos rodeando el lugar para ver dónde emplazaremos nuestros fuertes.

Todos conocían las órdenes de Marcelo y él tampoco se perdió sus miradas -medio de incertidumbre, medio de desconfianza-. Las galeras levaron anclas y, con grandes gritos por parte de las filas apretadas de los lusitanos, viraron sus proas para salir de la bahía. Los jefes de los guerreros podrían haberse preguntado por qué se colocaban en esa formación y salían al mar unas junto a otras -maniobra que Marcelo se había visto forzado a emplear, y no había forma de saber si permitiría a quienes estaban en la playa adivinar la verdad-. La niebla iba diluyéndose según la calentaba el sol de la mañana, pero aún era lo bastante espesa como para engullirlos; durante todo este tiempo sólo el timbal de su nave marcó el ritmo para toda la flota.

– No veo otra manera de dispersarlos -le dijo a Regimus-. Si decidimos no desembarcar y esperamos a que la niebla despeje, sus barcos simplemente huirán. Saben que no pueden enfrentarse a quinquerremes.

– ¿Y eso no contaría como victoria? -preguntó Regimus.

– ¡No! -le espetó Marcelo-. Tenemos que desembarcar en algún momento y derrotarlos en batalla, y esto también se refiere a sus barcos. Estamos aquí para quedarnos.

– Sigo pensando que asumes un riesgo terrible, legatus -dijo Regimus, que se había comportado formalmente desde que él le había dado órdenes.

Marcelo no le hizo caso, pues estaba diciéndole en voz baja al jefe de remeros que mantuviera el ritmo. Había otro hombre a su lado que contaba el número de paladas y, cuando llegaba al millar, el jefe de remeros marcaba un redoble en el timbal. Regimus empujó el timón y los remeros de un lado levantaron sus remos para que la galera girara en redondo en toda su eslora. A estas alturas la coordinación era crucial y Marcelo dejó que Regimus decidiera cuándo habían girado del todo. El hombre mayor llamó al jefe de remeros, que dio otro redoble en el timbal, antes de volver a su ritmo sostenido, se incrementaba lentamente cuando los remos entraban en el agua. Para cuando la fila de galeras salió una vez más de la niebla, navegaban a velocidad de batalla, avanzando a toda prisa hacia la orilla en fila india, y Marcelo, en la proa, se sintió aliviado al ver que sus enemigos habían hecho lo que esperaba; no necesitaba abortar su avance. En vez de eso, pidió que se esforzaran más.

Pensando que los romanos se habían marchado, los lusitanos habían dispersado sus filas y pululaban por allí como un rebaño, la mitad estaba aún en la orilla, y el resto metido en aguas poco profundas, unos hasta los tobillos y otros hasta las rodillas. Los cuernos sonaban aterrorizados mientras los jefes intentaban hacer que formaran de nuevo, lo que sólo sirvió para añadir más confusión. El guerrero de magnífica vestimenta que los había desafiado a luchar estaba metido en el agua, al frente de sus hombres y usaba el umbo de su escudo para intentar que volvieran a sus posiciones. Marcelo observaba ansioso la orilla, que se aproximaba, y también las dos galeras que, a cada lado, se acercaron un poco a su nave. Los hombres que iban a proa esperaban para soltar el corvus, el puente que bajaba del frente del barco, que facilitaría a sus soldados una ruta seca y que se podía defender para llegar a la orilla.

Los lusitanos, aún en desorden, avanzaron para formar una hilera desigual en las aguas bajas, justo detrás de su cabecilla, pero su indisciplina jugaba en su contra en manos de sus enemigos. Esperaban que los romanos se quedaran al pairo, soltaran anclas y después vadearan hasta la orilla. Fue imposible saber cuántos, entorpecidos por quienes estaban detrás de ellos, murieron en los bajíos, aplastados por las proas de los quinquerremes cuando Marcelo hizo que todos sus barcos encallaran a velocidad de abordaje en las suaves arenas de la playa. Su líder fue uno de ellos, y su coraza de metal decorada con oro quedó destrozada como una cáscara de nuez cuando la proa pasó por encima de él, haciendo que su sangre se esparciera y tiñera la clara agua azulada. Los puentes de madera, protegidos con estacas afiladas, cayeron sobre las cabezas de los guerreros, mutilando aún a más, y cuando las tropas de Marcelo corrieron por encima, los lusitanos se encontraron con que los romanos estaban entre ellos. Los marineros, obedeciendo órdenes, se precipitaron a los remos, igual que acróbatas egipcios, que levantaron y sacaron del agua, y al estar las galeras tan próximas unas de otras casi se enredaban. Rápidamente los ataron unos con otros para que toda la flota presentara un sólido frente que no pudiera ser atravesado ni por los guerreros que había en la playa ni por los barcos que vendrían a auxiliarles, si es que se dispersaba la niebla.

Para empezar, hubo una serie de combates individuales, no una batalla, pero los romanos jugaban con ventaja. Si les hacían retroceder, podían retirarse a una base segura e inexpugnable: sus galeras. Una vez que ganaban unos metros en la playa, podían contar con refuerzos, que se desplegaban para formar un frente adecuado. La línea de batalla retrocedía y avanzaba, pero cada movimiento, en cualquier dirección, costaba más vidas de guerreros lusitanos que de romanos. Una vez seguro de que su flota estaba a salvo, Marcelo dirigió personalmente el asalto desde su galera, libre de verdad, por primera vez en su vida, para usar aquellas habilidades que había adquirido de niño y, siendo ya un hombre, en el campo de Marte.

Fue el primero en contar con un considerable cuerpo de legionarios en tierra. Los remeros, ahora armados y en buen número, saltaban a la playa detrás de él, y su avanzada formó un frente que los guerreros no podían romper ni destruir. Los hombres de la galera que estaba a su derecha se les unieron tras ardua lucha; y, justo a tiempo, ocurrió lo mismo por su izquierda, hasta que toda la franja costera estuvo en manos romanas. A una orden, los legionarios avanzaron con firmeza, forzando el retroceso de los lusitanos hasta que la mayoría de ellos se encontraron acorralados contra las rocas que circundaban los dos lados de la bahía. Algunos escaparon por la suave pendiente del centro, empujados por la persecución, pero la mayoría murió donde estaba, y su sangre tiñó la arena dorada de rojo oscuro.