Marcelo había reflotado sus barcos con la subida de la marea antes de que la niebla se hubiera disipado. Los pequeños barcos lusitanos, numerosos y cargados de hombres, se encontraron con una escena que nunca hubieran imaginado encontrar. Flotando delante de ellos había una impenetrable línea de quinquerremes dispuestos para la batalla, mientras que en tierra los romanos se encargaban de construir un fortín.
Las cabezas de sus fatigados caballos ya estaban gachas para cuando Tito y Áquila volvieron; el sol ya había bajado bastante en el cielo y en una hora se habría puesto. Sus tiendas estaban levantadas, y les esperaban el agua caliente y el aire lleno de olor a comida. Fabio, con su habitual destreza de gorrón consumado, había encontrado los ingredientes para una suntuosa comida, que incluía varios grandes pescados del río más cercano.
– ¿Qué sentido tiene que yo prepare todo esto si no vas a usarlo? -dijo Fabio, señalando enfadado la vaporosa bañera en medio de la tienda.
Desde el ascenso de Áquila, Fabio siempre estaba intentando mimarle. Pero los esfuerzos de su «sobrino» cayeron en saco roto.
– Si necesito un baño, hay un río magnífico aquí cerca.
– Que baja directo de las nieves de montaña. Sumérgete en él y se te caerán las pelotas. Ya puedo oírte en la plataforma de oradores. Abrirás la boca para hablar y te darás cuenta de que te has convertido en un eunuco.
Áquila sonrió, pues la última parte de su reproche la había pronunciado con voz de pito. Empezó a quitarse la armadura y las condecoraciones.
– Sois muy blandos vosotros, los de ciudad. No me extraña que Roma corra tanto peligro.
– ¿Corremos peligro? -Fabio hizo su pregunta con avidez, pues aquellos días había reunido una suma considerable dejando caer algo de información a las tropas.
– Pregúntamelo mañana.
Áquila tomó la larga túnica que Fabio le había preparado y salió de la tienda. No era el único que deseaba darse un baño en el río y las puertas del campamento estaban abiertas, aunque vigiladas, mientras que los hombres de guardia se habían desplegado por el camino para proteger a los nadadores. Fabio tenía razón sobre el agua, estaba gélida, pero tras un día caluroso y agotador fue un alivio perfecto. Salió a la orilla para encontrar a Cholón de pie junto a sus ropas. Apenas habían intercambiado una palabra desde el día en que Áquila le había expulsado del campamento, y cada vez que el griego miraba fijamente al nuevo cuestor, enseguida se transformaba en un gesto amargo. Aunque ahora estaba sonriendo, e incluso le ofreció a Áquila su túnica, al mismo tiempo que señalaba a los hombres que chapoteaban por allí.
– A menudo me pregunto por el amor que tenéis al agua los romanos, Áquila Terencio.
El joven no era de los que guardaría rencor a alguien como Cholón, quien, después de todo, había sido invitado a acudir al campamento base, y sabía que Tito, responsable de hacer la invitación, tenía a aquel hombre en alta estima, así que le devolvió la sonrisa y firmó la paz.
– Tener soldados que saben nadar es una ventaja evidente. Espero que hayas apuntado en tu historia cómo ganamos aquella batalla en el río gracias a esto.
Los ojos de Cholón se fijaron en el cuello de Áquila, donde el águila de oro se balanceaba mientras él secaba con fuerza su cuerpo desnudo.
– ¿Eso te hará ganar esta batalla? -preguntó el griego, señalando el agua de la que él acababa de salir. Estaba claro que era una vía de entrada y de salida al perímetro defensivo.
– Podría ser -replicó Áquila pensativo, mientras señalaba con la cabeza en dirección al fuerte que se alzaba, enorme y amenazante, en la colina que quedaba por encima de ellos-. Dependerá de si ellos también saben nadar.
Tras inspeccionar el terreno, Tito convocó a una reunión a todos los oficiales de su ejército hasta el rango de centurión. Sólo los más veteranos sabían lo que se avecinaba, pero delante de todos ellos había un mapa de la fortificación y los campos de los alrededores, con un gran anillo que parecía una línea de sangre en su exterior.
– Vamos a construir nuestros propios fuertes en estos siete puntos. Quiero comunicarlos con una empalizada, vigilada permanentemente, con una reserva móvil en cada fuerte que salga y proteja la posición cuando sea atacada. -Tito señaló con el dedo varios puntos-. Quiero que se talen todos estos árboles y que se aplanen uno o dos de los cerros cercanos. Nadie entrará o saldrá a menos que nosotros queramos.
– Los ríos aún estarán abiertos, señor -dijo Publio Calvino.
Tito levantó la vista de la mesa con gesto severo.
– Eso será lo último que precintemos. Quiero puentes flotantes sobre los ríos, protegidos por grúas y cadenas. Aislaremos Numancia del mundo exterior, y si tenemos que permanecer aquí para siempre, los mataremos de hambre.
– Tú hablas su lengua -dijo Tito-. Y, de todas maneras, es mala idea que un comandante negocie en persona.
– ¿Por qué? -preguntó Áquila, confundido. Bajó su cuchillo, dejó de masticar y miró enojado a su general.
– Porque su palabra sería inapelable -añadió Cholón.
Áquila tenía la ligera sospecha de que todo el plan era obra del griego. Puede que ahora estuviesen en paz, pero sospechaba que Cholón era un individuo escurridizo.
– ¿Y eso es malo?
Cholón sonrió, aumentando la incomodidad de Áquila.
– Un enviado hace propuestas, pero siempre puede fingir que hay un punto más allá del que no pasar y, en caso de que llegue demasiado lejos, su comandante siempre puede reprenderle y revocar el acuerdo.
Cholón basaba su actitud en lo que había conseguido como enviado en Sicilia varios años atrás, actuando en nombre de Lucio Falerio Nerva. Puede que el viejo senador se hubiera enfrentado a ellos, pero fue él, que había negociado los términos, el que vio a los cabecillas de los esclavos desertar de sus seguidores, aunque uno, un celta, se había mostrado intransigente y murió por su testarudez. Por un momento, se planteó ofrecer a Áquila una explicación de aquellos acontecimientos para que pudiera comprender a dónde se dirigía el razonamiento de Cholón -que siempre había tenido la capacidad de negar cosas en asuntos que su superior no habría aceptado- o bien volver a la mesa y decir que cierto punto ya acordado no era aceptable, pero decidió no hacerlo por considerar que le llevaría demasiado tiempo.
Áquila, que estaba mirándolo muy directamente, tomó otro bocado de comida y masticó lentamente al mismo tiempo que pensaba.
– Entonces, lo que estáis diciendo es esto: que yo me interne en las colinas, que hable con el jefe de una tribu llamado Masugori, un ex aliado de Roma, al que no le gustaría hacer otra cosa que empalarme con una lanza hasta que esta asome por mi boca, y, ¿que le haga promesas que vosotros podríais decidir no cumplir?
Cholón se estremeció por el modo en que Áquila había sacado sus conclusiones, si bien le contestó con bastante tranquilidad.
– Como interpretación, eso ha sonado bastante crudo.
– ¡Vete al infierno!
Tito estalló en una carcajada, mientras que el rostro de Cholón se contrajo en una expresión ofendida.
– Si yo llego a un acuerdo -dijo Áquila clavando sus ojos azules en los del griego-, Roma lo mantiene, aunque le pese a Tito Cornelio.