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– ¿Y eso?

– Tú conoces al tal Masugori, según dices, por lo que deberías saberlo.

– Fue hace mucho tiempo, antes incluso de que vistiera la toga de adulto.

– ¿Pero confiabas en él?

– Creo que merece la pena intentarlo.

Áquila volvió a pensar largo y tendido antes de replicar. Los ataques a las legiones habían cesado en cuanto alcanzaron Numancia, y tanto Tito como él sabían lo que eso significaba; el enemigo era cauteloso a la hora de enfrentarse a todas las fuerzas de Tito Cornelio en una batalla campal, pero querían que se quedaran y les daban un respiro para atrincherarse bien.

Los ataques se reanudarían en cuanto ellos comenzaran el asalto y los celtíberos pensaran que, al estar ocupados y sufriendo bajas, andando además cortos de suministros, los romanos estarían tan debilitados que ellos podrían derrotarlos.

Masugori tenía la clave. Su tribu era la más cercana y, aparte de los lusitanos, la más numerosa. Antaño habían acordado una paz con el padre del general que se mantuvo hasta que los últimos oficiales romanos habían abusado de su posición. Si el jefe de los bregones podía ser devuelto a la neutralidad, facilitaría inmensamente la tarea de Tito, pues el abastecimiento del ejército se volvería relativamente sencillo. Se trataba de poner en riesgo la vida de un hombre para salvar las vidas de muchos. Áquila miró a los otros dos hombres, que lo miraban fijamente para saber qué decidiría, así que simplemente asintió y volvió a concentrarse en su comida.

Capítulo Diecinueve

– ¿Por qué yo? -preguntó Fabio por enésima vez, con aquella expresión sincera de agonía que podía asumir a voluntad.

Era una letanía a la que Áquila ya se había acostumbrado, pero sabía que su «sobrino» habría matado a cualquiera que intentara acompañar al cuestor en su lugar. Era parte de la forma en que Fabio fingía ser un cobarde empedernido, igual que se reservaba el derecho de robar la comida y el vino de los oficiales; y si hubiera dejado de lamentarse, Áquila se habría preocupado seriamente.

– ¿Y qué hago yo aquí fuera, en compañía de un loco en ropa interior y sin ni siquiera un alfiler para protegerme? Ni una espada, ni una lanza, ¡nada! Bien, pues yo te lo diré, «tío»: si esos salvajes se me acercan un pizca, antes de que me claven un arma, me levantaré el sayo y les regalaré un buen vistazo de mi culo pelado.

– ¿Y eso podría hacer que te dejaran con vida?

Fabio hizo una mueca.

– Me pregunto si en realidad no será un destino peor que la muerte.

Áquila levantó su mano despacio.

– Pues ya es hora de que lo descubras.

Fabio siguió su dedo para ver que el risco que tenían enfrente estaba lleno de jinetes, que habían aparecido como por arte de magia.

– ¿Tenemos alguna oportunidad? -preguntó. No se notaba miedo en su voz, pero tampoco estaba bromeando.

– Si cargan, ninguna. Si permanecen quietos, las mismas.

Áquila levantó sus manos, sujetándose al caballo con las rodillas. Fabio hizo lo mismo, mientras rogaba en silencio que aquellos celtíberos se dieran cuenta de que Áquila venía en son de paz. El único sonido era el de los cascos de sus caballos al subir lentamente colina arriba. El cabecilla de los que estaban delante de ellos era un hombre fácil de distinguir; todo lo que llevaba, desde su casco decorado con oro hasta la plata y el oro que cubrían su escudo y su coraza, así como las grebas de metal, ricamente decoradas, hablaban de su elevada posición. Pero incluso a esa distancia podían ver que era bastante anciano.

El cuestor del ejército romano no parecía importante en comparación, pues sólo vestía un sencillo sayo ribeteado de púrpura, sin más decoración que un águila de oro que llevaba al cuello; sin armas ni casco. La distancia iba disminuyendo y el cabecilla, rodeado por sus hombres, sabía que no corría ningún riesgo, sabía que podría matar a aquellos mensajeros antes o después de hablar con ellos, consciente de que la prudencia le exigía escuchar lo que estos le dijeran. El arrugado rostro estaba impertérrito, como si no tuviese intención de conceder nada, pero según se acercaba Áquila, aquello cambió y no fue sólo el rostro del jefe el que se alteró. Otros hombres murmuraban y señalaban, levantado un ruidoso parloteo.

– Ese pelo rojo tuyo va a conseguir que nos maten -dijo Fabio por la comisura de la boca.

– Puede que tengas razón -replicó su tío.

El cabecilla levantó su lanza engalanada, con el reflejo del sol en el brazalete de oro que llevaba en el brazo, y su grito gutural acalló el ruido, que cesó de golpe; entonces, volvió a hablar, esta vez tranquilamente. Después avanzó cabalgando con un sólo guerrero a cada lado. Áquila hizo un alto y esperó a que se acercara.

– Por los dioses que es un cabrón feísimo -dijo Fabio en voz baja-. Hagas lo que hagas, no le preguntes si tiene una hermana.

Tenía la piel oscura y unas marcas negras en el rostro para resaltar sus ojos. Se detuvieron a un par de pasos, mirándose unos a otros durante lo que pareció un siglo. Entonces, Áquila habló y el rostro del cabecilla reflejó un profundo sobresalto al ver que se dirigía a él en su propia lengua alguien del que pensaba que era romano, raza que si accedía a hablar contigo, lo hacía en latín y usando intérpretes.

– Soy Áquila Terencio, cuestor de Tito Cornelio, comandante del ejército romano que asedia Numancia.

Nadie dijo nada durante unos instantes, excepto, por supuesto, Fabio, para quien un silencio sostenido era anatema.

– ¡Menuda panda de charlatanes!

Áquila lo ignoró y empezó a hablar otra vez en lengua celta, remarcando qué era lo que iban a hacer y cómo pretendían hacerlo los romanos.

– Somos fuertes y construiremos fuertes que no podréis atacar sin daño. Numancia quedará aislada, después traeremos comida por una auténtica carretera romana, si es necesario, con una escolta demasiado fuerte como para que ataquéis.

– No existe una escolta tan fuerte -fue lo primero que dijo el cabecilla.

Los ojos de Áquila nunca parpadeaban, como tampoco se alteraba su voz.

– Si nos atacáis, no necesitaremos columnas de abastecimiento: simplemente vendremos y os sacaremos la comida de la boca.

El jefe bajó su lanza, adelantándola al mismo tiempo. Para Áquila fue difícil quedarse quieto mientras la lanza se aproximaba a él, pero así lo hizo. La punta se detuvo justo bajo su cuello, después se levantó de forma que enganchó el amuleto dorado, haciendo que el águila oscilara adelante y atrás sobre la pechera de su sayo.

– ¿Ya habéis tomado Numancia?

La pregunta sorprendió a Áquila, y por primera vez parpadeó.

– Aún no, pero lo haremos. Si nos atacáis, les dejaremos en paz e iremos a por tu tribu y os destruiremos.

– ¿Entonces tenemos que dejar que matéis a nuestros primos de Numancia?

– ¿Y por qué no? ¿De verdad sois amigos suyos? Habéis pasado años viendo cómo crecían y robaban un poco de tierra aquí y algo más allí, hasta que habéis tenido que doblar la rodilla ante ellos. ¿Vais a dejar que os conviertan en pedigüeños mientras ellos aumentan sus riquezas? -El rostro que tenía enfrente seguía sin mostrar ninguna expresión, igual que los ojos que subieron de su pecho a su rostro, así que Áquila siguió hablando-. Haceos esta pregunta: si estáis dispuestos a venir a ayudar a los duncanes, ¿qué harán ellos si os atacamos? ¿Sufriréis el mismo destino que los avericios, que miraban en vano hacia el oeste? Breno dejó que muriesen, y antes miraría vuestros huesos blanqueándose antes de aventurarse fuera de su bastión. Él habla de alianzas cuando lo que quiere decir es esto: vosotros moriréis a mi mayor gloria.

La punta de la lanza volvió a moverse, haciendo oscilar una vez más el amuleto.

– De verdad te gustaría saberlo.

– ¿A quién me estoy dirigiendo? -preguntó Áquila.