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– A Masugori.

– ¿Jefe de los bregones?

El hombre asintió y la punta de la lanza volvió a mover el águila.

– Esta cosa, ¿cómo la conseguiste?

Le habían hecho aquella pregunta muchas veces, y normalmente decidía no contestar; de hecho, incluso había inventado alguna mentira para desviar la curiosidad o, al menos, permitir a los otros que sacaran las conclusiones que él prefería no refutar. Pero algo le decía que la verdad, en esta ocasión, le haría mejor servicio.

– Lo enrollaron en mi pie cuando nací. De dónde proviene originalmente, no lo sé.

Masugori hizo avanzar un poco a su caballo y tocó el águila; después miró a Áquila, con su altura y su cabello de oro rojizo. Por fin, tiró de sus riendas haciendo dar la vuelta a su caballo.

– ¡Seguidme!

Los bregones eran una de las pocas tribus que nunca habían construido una fortificación. Aquello se debía, en parte, a la paz que una vez habían compartido con Roma, pero también tenía algo que ver con una fuerza numérica que les hacía menos temerosos que sus vecinos. El inmenso campamento -que era, más bien, una ciudad-, llamado Lutia, se asentaba en un fértil llano, con chozas que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Áquila intentó contarlas para así calcular el número de guerreros, pero abandonó después de un rato, consciente de que llegaban a varios miles. Masugori despachó a Fabio con otra persona para que estuviera entretenido, llevó a Áquila a su propia choza y después mandó buscar a sus sacerdotes.

Estos llegaron y estudiaron a Áquila con atención, palpando su cuerpo y sus cabellos. Él se negó a quitarse el amuleto, temiendo que no se lo devolvieran, pero lo levantó para que los sacerdotes pudieran tocarlo. Después el grupo salió al exterior, para que los sacerdotes pudieran obrar su magia, lanzando sus huesos de una forma muy parecida a como la vieja hechicera Drisia lo había hecho durante todos aquellos años delante de la cabaña de Fúlmina. Entonces hubo un largo encantamiento quejumbroso mientras el chamán principal volvía a tocar su amuleto, y todo aquello tenía lugar al mismo tiempo que una ceremonia mística en la que intervenían la tierra, el fuego y el agua. Al terminar, los sacerdotes organizaron un cónclave de susurros con Masugori, que se apartó del gentío e invitó a Áquila y a Fabio a volver a su tienda.

– ¿Tú no naciste en estas tierras?

Áquila negó con un movimiento de cabeza.

– En Italia, justo al sur de Roma.

– Y tu padre es…

– No lo conozco -interrumpió Áquila con brusquedad. Siempre había sido un tema delicado para él, uno sobre el que sus compañeros sabían que era mejor no preguntar. Lo último que quería hacer era discutirlo con un jefe bárbaro, maldita fuera la diplomacia, aunque el modo en que había hablado, al parecer, no había ofendido a su anfitrión, que extendía un dedo retorcido hacia su cuello.

– Coge el águila en tu mano. -Así lo hizo Áquila-. ¿Venceréis, romano?

Él asintió, -¡Sin ninguna duda!

El caudillo de los bregones se quedó sentado con la cabeza inclinada durante un rato, obviamente pensando. Entonces levantó sus ojos, rodeados de patas de gallo, y miró a su extraño visitante.

– Mis sacerdotes dijeron que así sería. Han visto la colina de Numancia desnuda de terraplenes. También han visto el pasado -Masugori se calló, como si no estuviera seguro de lo que iba a decir. Cuando continuó, Áquila tuvo la clara impresión de que se estaba reservando algo-. Y aquí estás, vienes a mí con nada más que tu águila para protegerte. Es muy extraño que los dioses te hayan traído aquí, de entre todos los lugares. Deben de tener un propósito y me aconsejan que no les enfurezca. No obstaculizaremos vuestro asedio ni vuestros suministros.

– ¿Y cuál es el precio? -preguntó Áquila.

– Para ti no habrá precio.

– Las tierras alrededor de Numancia. Una verdadera paz con Roma después de esto -dijo Áquila.

– No pedimos nada. Si ganáis, puede que nos des esas cosas. Si perdéis, por culpa de la locura o de predicciones erradas, dejaréis los huesos blanqueados de vuestras legiones en las colinas como testimonio de vuestro fracaso. Ahora comeremos y hablaremos, y tu jurarás por tus dioses que eres quien dices ser, y que las palabras que hablas son la verdad.

La destreza para construir de los romanos nunca deja de asombrar a aquellos a los que combaten y derrotan, que aun después no alcanzan a entender de dónde han surgido tales ideas militares romanas. Fue el sensato granjero, con su trabajo manual, quien hizo tan temidas a las legiones, no los guerreros vestidos con afectación, que consideraban la agricultura y la ganadería algo decadente.

Cholón dejó a un lado su estilo y miró a su alrededor, donde, ante él, estaban las pruebas de aquella afirmación. Era típico de la gente entre la que vivía emprender un asedio de esta manera: sin ataques imaginativos ni la búsqueda de nuevas y estimulantes tácticas. Tan sólo trabajo duro y tiempo, que producían un resultado lento, pero seguro. Cada uno de los siete fortines era un campamento romano completo, con capacidad para alojar a todo el ejército en caso de emergencia. La empalizada, de quince pies de altura y torres que sobresalían a intervalos regulares, describía una línea recta, sin que importara el estado del suelo, de un fortín al siguiente, interrumpiéndose sólo en las orillas del río.

A través del río habían tendido un puente flotante de gruesos troncos, unidos por cadenas para prevenir que entrara o saliera cualquier bote, y con hojas afiladas en las aguas profundas. De noche, se disponía una guardia en la muralla a intervalos regulares, con antorchas encendidas entre los guardias para arrojar alguna luz sobre el profundo foso que recorría el borde exterior. Escuadras especiales, formadas por los mejores nadadores, montaban guardia en la orilla del río, preparadas para sumergirse en la heladora corriente y luchar contra los que intentaran escapar de Numancia o entrar en ella con noticias y suministros.

Pensar en los guardias hizo que Cholón recordara una anotación que tenía que hacer relacionada con el sistema romano, así que volvió a coger su estilo.

A cada guardia se le entrega una ficha de madera antes de que se incorpore a su posición. El guardia deberá mostrar esa ficha a un oficial en un momento no determinado de la noche. Esas rondas se organizan después de que los guardias se hayan situado en sus puestos, y quién visita a quién es decisión absoluta del tribuno de guardia. De esta forma es fácil descubrir quién se ha dormido en su puesto, poniendo en peligro, por lo tanto, a toda la legión, puesto que ese hombre aún tendrá en su poder esa ficha por la mañana. El castigo por semejante delito es una muerte horrible a manos de los demás soldados, cuyas vidas puso en peligro este hombre.

Levantó la vista para ver a Tito cerniéndose sobre él y esperando, educadamente, para así no interrumpir.

– Espero que estés haciendo como dijiste, Cholón, y que te ciñas a una historia militar general.

– ¿No deseas quedar retratado para la posteridad? -preguntó el griego.

Tito sonrió.