– No sin leer antes lo que se dice de mí.
– No tienes nada que temer, Tito, nada en absoluto, pero me atrevería a decir que algunos de tus predecesores, y algunos senadores en Roma, podrían avergonzarse de lo que se da a entender.
– He venido a pedirte un favor.
Cholón apartó su estilo y su papiro.
– ¡Venga, dilo!
– Como sabes, he ascendido a Áquila Terencio a una posición con la que nunca podría haber soñado. Si ha pensado alguna vez en el futuro, se habrá visto como un primus pilatus retirado, que con suerte tendría, al dejar el servicio, dinero suficiente como para unirse a la clase de los caballeros.
– Puede que haya soñado con algo mejor que eso -dijo Cholón, que siempre interpretaba literalmente las palabras.
– Puesto que nunca le enseñaron, no sabe leer, y eso habría que remediarlo.
Cholón frunció el ceño.
– También habla griego como un estibador del Pireo. Si lo piensas, puesto que dice no haber estado nunca fuera de Italia, es un milagro que hable algunas palabras de griego. Sería interesante saber dónde lo aprendió.
– Su pasado es un misterio. He pasado algo de tiempo con él estos últimos meses y hablará de poco más que su servicio en las legiones. Sé que fue criado en una granja cerca de Aprilium.
El griego sintió en su mente una persistente sensación de que, de alguna manera, lo que Tito estaba diciendo debía significar algo, pero no pudo concretarla.
– ¿Qué hay de ese familiar suyo?
– ¿Fabio Terencio? Es de los barrios bajos de Roma. Para alguien como yo, intentar preguntarle algo a ese sería como intentar sacar sangre de una piedra.
– ¿Esto es sólo curiosidad, Tito?
El senador negó lentamente con la cabeza.
– Lo he elevado por encima de su posición natural. Una vez que acabe la campaña, y asumiendo que triunfemos, ¿a dónde irá? Su nombramiento como cuestor es mi regalo personal, aunque no puedo verlo volviendo a su rango anterior; además, será un hombre muy rico si tomamos Numancia. Después de mí, podrá elegir cualquier cosa que se pueda sacar de esta tierra olvidada de los dioses y es más que seguro que eso le dará los medios para convertirse en senador.
– Por los dioses, Tito. Áquila Terencio en el Senado… ¡Y con ese lenguaje!
– Sería divertido de ver, eso seguro.
– Yo dejaría que los dioses decidieran su futuro. No es atribución de los hombres intervenir.
Tito sonrió.
– ¿Y un poco de educación sería interferir? Quién sabe, quizá en el proceso consigas desvelar el misterio de su nacimiento.
Fue una esclava quien reconoció el dibujo: una chica regordeta y hogareña de origen griego, que trabajaba para el administrador del almacén de Casio Barbino. Su estancia en la casa de este hombre era fuente continua de protestas para el fastidioso Sextio, que se quejaba del tamaño de los aposentos, de la conversación de su anfitrión, del calor, de las moscas, del aburrido paisaje plagado de trigo, del rugir del maldito volcán y del olor de los nativos. Arrugaba mucho el ceño cuando Claudia le pedía que se callase, y si su personalidad hubiera sido tan fuerte como su semblante, más gente, aparte de su esposa, temblaría al ver los gestos que era capaz de hacer.
Sextio era una de esas personas que se las arreglan para mejorar su aspecto según van envejeciendo, y su perfil parecía cada vez más romano, el modelo con el que soñaban los escultores, y era eso lo que le dio la idea del dibujo. En un raro esfuerzo por ablandar a su gruñón marido, Claudia le sugirió que encargara un busto del elegante mármol que se extraía en esta parte de la isla. Casi por hábito, preguntó al escultor -sin éxito- si había oído hablar alguna vez de un hombre llamado Áquila Terencio, y se dispuso a describir el amuleto que había enrollado con tanto amor alrededor del pie de la criatura. Mientras tanto, Sextio estaba sentado enjugándose el sudor de la frente y quejándose de que aquello ya iba a ser demasiado pesado sin que Claudia distrajera al «pobre hombre» de su trabajo.
– ¿Ayudaría algo que se lo dibujara, mi dama?
– ¿Dibujarlo?
– Sí, el amuleto. Si me lo describe, lo haré lo mejor que pueda, para darle algo que pueda enseñar a otros.
– Claudia -le espetó Sextio con los labios fruncidos por la frustración.
– Por favor, dibújalo.
– Recuerdo perfectamente que lo llamaste «pobre hombre» -dijo Claudia. Estaba sentada a la mesa mientras la doncella griega le arreglaba el cabello para la cena con el administrador de Barbino.
– Bueno, pues ahora ya no es pobre -replicó Sextio con acritud-. Nunca me habían pedido tanto por un busto en toda mi vida.
– Habrá sido por el coste de la piedra.
Su marido simplemente gruñó; en realidad se estaba preguntando si podría hacer que la chica griega le arreglara el cabello también a él. Claudia sacó el lienzo para echarle otro vistazo y la brusca inspiración de la chica surgió al mismo tiempo que el grito de dolor de Claudia, pues le había dado un tirón a su cabello con las pesadas tenacillas.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó Sextio-. ¿Te ha quemado?
– Ha sido un accidente, amo -dijo la chica, que aún miraba el pedazo de lienzo de la mano de Claudia. El cabello atrapado entre las tenacillas calientes empezó a humear y la chica las apartó bruscamente. Sextio se levantó y se abalanzó sobre ella.
– Si vuelves a tirar del cabello de mi esposa, o a quemarlo, haré que te azoten.
– ¿Por qué no vas a beber un poco de vino, Sextio? -dijo Claudia con voz temblorosa.
Se había dado cuenta de que, negado otro alivio para el principal placer en la vida de su marido, había empezado a beber bastante. Sextio miró la parte de atrás de la cabeza de Claudia y luego a la chica que había dado aquel doloroso tirón a sus rizos. El olor a pelo quemado impregnaba el ambiente y él se pasó la mano por sus suaves cabellos plateados, pensando que sería una mala idea exponerse a un riesgo similar. Clavó su mirada fija, con su gesto romano más severo, y dejó el cuarto.
– ¿Reconoces esto? -exigió Claudia y su corazón latía salvajemente cuando levantó el lienzo.
La chica lo negó agitando con violencia la cabeza. Ningún esclavo ofrecería esa información voluntariamente; normalmente supondría problemas para ellos o para sus seres queridos. Claudia se esforzaba por dejar de gritar a la chica, pues supo por instinto que hacerlo sería fatal; en vez de eso, se acercó y cogió las tenacillas calientes de la manos de la chica.
– ¿Cuál es tu nombre, niña? -preguntó, aunque la muchacha era demasiado mayor para ese tratamiento.
– Foebe -respondió ella en voz tan baja que fue difícil oírla.
– Estás asustada, ¿verdad?
Claudia maldijo a Sextio por haberla intimidado; estaba claro que parte del temor de la chica era efecto de su severidad. Foebe asintió, alejando sus ojos del dibujo, aunque al mirarlo se había traicionado. Claudia sintió un dolor en el vientre por estar tan cerca de la verdad y, al mismo tiempo, tan lejos. Si presionaba a la chica, esta se callaría para siempre, y Claudia no estaba en posición de llamar al amo de la casa y amenazarla con sacarle la información a golpes.
– ¿Tienes hijos, Foebe? -le preguntó con la voz más suave que pudo sacar. La chica asintió despacio mientras Claudia continuaba-. ¿Puedes imaginar cómo te sentirías si te hubieran arrancado a tu hijo nada más nacer y nunca lo hubieras vuelto a ver desde aquel día?
Miró a Foebe a los ojos al decir aquello, animando a la joven para que respondiera a su siguiente pregunta.
– ¿El nombre de Áquila Terencio significa algo para ti?
Sextio regresó para encontrarse a la esclava hecha un mar de lágrimas y a Claudia congelada en su silla, y su rostro como una máscara. «Ha golpeado a esta desdichada», pensó. «Le está bien empleado. Un poco de dolor le hará bien». Pero estaba equivocado; todo el dolor estaba en el corazón de la mujer con el rostro tan inexpresivo que no estaba llorando.