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– No entiendo a las mujeres en absoluto, Barbino. Quizá tú puedas decirme qué es lo que las hace ser así.

Sextio tomó otro gran trago de vino. Se sentía muy feliz de volver a estar en lo que consideraba cercano a la civilización. Mañana estaría en casa, pues esto, cerca de Aprilium, era el último alto en el camino a Roma, provocado por la insistencia de Claudia en que le permitiera comprar a la chica griega y a su hija.

– No es para sexo, ¿verdad? -preguntó Barbino, que era el propietario de Foebe, así como de su hija, que ardía de curiosidad por saber por qué la habían llevado hasta allí para concretar su acuerdo.

Sextio lo miró con un gesto receloso. Ahora Barbino estaba fofo, su piel había perdido todo su lustre. Aún intentaba ser el hombre que había sido en su juventud, aunque los años jugaban contra él. No sólo eso, las pociones y filtros amorosos que tragaba continuamente con la esperanza de hacer que su decaída libido reviviera también habían pasado factura a su complexión.

– Si es para eso -continuó-, puedes quedártela gratis si me permites mirar a Claudia con ella.

Sextio le dedicó la que consideraba su mirada más viril.

– Los dioses se divertirán contigo, Barbino. En mi vida había conocido a un sátiro como tú.

– Aún no has contestado a mi pregunta.

– Desde luego que no es para eso, y si las ves juntas, te preguntarás por qué quiere Claudia a esa chica. Lo único que parecen hacer la una en compañía de la otra es llorar. Para mí es un misterio.

– Bueno, si Claudia insiste en tenerla, llévasela como regalo.

– No, no, amigo mío. Ella insistirá en pagar.

– ¿Crees que pagaría en cariño? Aún es una mujer atractiva.

Sextio gruñó.

– Tengo un miedo tremendo, Barbino. Hay un culto oriental que cree que, cuando morimos, regresamos a la tierra como animales.

– ¿Y qué te asusta?

– Odiaría regresar como uno de los tuyos, un cerdo o una oveja.

Barbino sonrió burlón, con sus gruesos labios torcidos enrojecidos y húmedos.

– Buena idea. Podría joderte y después servirte para la cena.

Aquellos recuerdos compartidos eran importantes para Claudia, incluso saber que su hijo había crecido para convertirse en un rebelde que luchó contra Roma -quizá porque era eso lo que había en su sangre-, pero no antes de haber disfrutado de una relación con Foebe y haberla dejado encinta.

– Se fue con el administrador, Didio Flaco, a Mesana -dijo Foebe-, y esa fue la última vez que lo vi. Todo lo que sé es que Flaco volvió totalmente enfurecido y, después de acusarme de tener la culpa, me envió lejos de allí. Más tarde oí que Áquila se había unido al ejército de esclavos para luchar contra Roma, pero después de la derrota no oí nada más.

Entonces, había desaparecido, víctima, sin duda, de la venganza de Roma en la represión que siguió al colapso de la revuelta. A veces ella albergaba el sentimiento de que podría haber sobrevivido, pero Foebe insistía en que, de haberlo hecho, habría regresado junto a ella. Aquello le producía a Claudia una ligera sensación de celos, pues aquella chica había experimentado un amor que a ella se le había negado. Caminaban junto al río, seguidas por la niña que Foebe había dado a luz después de que Flaco la alejara de allí.

Era alta para su edad, con una larga melena negra que, cuando brillaba al sol, tenía un matiz de fuego; y era preciosa, con su pálida piel de alabastro. Al levantar la vista de las gorgoteantes aguas del Liris hacia las montañas en la distancia, pudieron ver el volcán extinto con aquella cima de extraña forma, que recordaba a una copa votiva. ¿Dónde lo habían dejado? Claudia quería saberlo, quería preguntar a Cholón, quien seguramente le diría ahora que seguramente el muchacho estaría muerto. Ella levantaría un pequeño santuario en este punto, como un recuerdo de él.

El joven que pescaba a mano en el río estaba tan concentrado en lo que hacía que las oyó acercarse. Estas eran tierras de Barbino y no es que a ella le importase, excepto porque quizá le compraría todo el lugar; entonces sabría que la tierra donde su bebé había sido abandonado era definitivamente suya. El furtivo se levantó de golpe con agua goteándole de los brazos y se dio la vuelta para enfrentarse a ellas con una sonrisa nerviosa. Alguna cosa de su aspecto removió la memoria de Claudia, así que se acercó y le preguntó directamente.

– ¿Te conozco?

Rufurio Dabo podía ver que era rica. Sólo lo que llevaba en el cuello bastaría para comprar diez granjas y él soñaba con ser propietario de una granja, pero Anio, su hermano mayor, se había quedado con todo cuando murió su padre. El más joven de los Dabos acababa de construir una cabaña en un espacio vacío, del que alguien le había informado que era el lugar donde habían vivido el viejo Clodio Terencio y su esposa Fúlmina. Con las historias que había oído sobre aquel campesino, Rufurio solía preguntarse si era por eso por lo que seguía siendo pobre.

Contestó a la pregunta de Claudia con el debido respeto.

– No, mi dama.

– Qué extraño, pensaba que sí -Claudia sonrió y señaló sus brazos empapados-. Yo que tú no dejaría que Casio Barbino me encontrara haciendo eso. Te usaría como comida para sus perros.

Capítulo Veinte

– Creo que Fabio ha disfrutado más que yo -dijo Áquila-. Pensaban que él también era general y le entretuvieron como si lo fuera. Hablaba sobre Fabio para tender un cortina de humo; había decidido evitar el tema de lo que le había sucedido en el campamento de los bregones, dado que tenía mucho sobre lo que reflexionar, y nada de aquello era asunto de su general o de Cholón, el griego. Su situación, como enviado de Tito, le había impedido hacer preguntas y mostrar curiosidad por lo que estaba sucediendo habría puesto en peligro toda perspectiva de tregua. La altura y el color de Áquila habían llamado la atención toda su vida, al igual que el amuleto que llevaba colgado del cuello, pero ambas cosas habían afectado demasiado a Masugori y a sus sacerdotes y habían contribuido, de alguna manera, a su decisión final de dejar a Numancia y a Breno solos frente a su destino.

Tomó el amuleto en su mano; quizá, como insistía Fúlmina, tuviera algún poder mágico. Aunque él lo veía como su talismán de la suerte, la perspectiva siempre le había inquietado y no tenía ningún deseo de que fuera más que eso, especialmente si no era capaz de entender su significado. De repente se dio cuenta de que los dos hombres estaban esperándole para que se explicara y concentró otra vez sus pensamientos en Fabio.

– No os sorprendáis si se comporta como un patricio de ahora en adelante.

– ¿Se ha enterado de algo útil? -preguntó Tito, un poco seco por lo que consideraba una frivolidad en una situación que exigía que su enviado fuese serio.

– Me ha informado de que, aunque las mujeres de los bregones son feas a los trece, están bien a los quince, si bien la bebida que destilan allí, un fuerte aguardiente de grano, obstaculiza seriamente en la capacidad de un hombre para demostrar su teoría.

– Supongo que deberíamos estar agradecidos de que haya vuelto -A Tito le gustaba Fabio, porque el soldado insistía en que ningún ciudadano romano tenía que ser demasiado cortés con otro, derecho que ejercía tanto si hablaba con un cónsul como con un cuestor. Cholón frunció el ceño con severidad, pues otra de las máximas de Fabio era que los romanos debían ser maleducados con los griegos-. Pero me interesa menos a qué se ha dedicado él, Áquila, que lo que has hecho tú.

– Te lo he contado. Ya tienes tu tregua.

– Bien, y todo lo que yo he hecho ha sido repetirte nuestro agradecimiento. Has tenido un éxito que supera mis más altas esperanzas, pero aún no entiendo muy bien cómo te las arreglaste.

Áquila mintió con mucha labia.