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– Fue demasiado fácil, mi general. Sólo puedo pensar que les dije lo que querían oír. -Después calló, con la esperanza de que el gesto de su rostro los disuadiría de seguir preguntando.

– ¿Mantendrán su palabra? -preguntó Cholón.

– Yo diría que sí -replicó Áquila-. Pero por naturaleza no soy un hombre inclinado a confiar demasiado en nadie.

– Tienes razón, nunca se puede confiar totalmente en los celtíberos -dijo Cholón tajante.

– No estaba hablando sólo de ellos -replicó Áquila con frialdad, todavía convencido de que la idea de enviarlo sólo había sido producto de la mente del griego-. Me refiero a todo el mundo.

– Cholón está escribiendo una sección de su historia sobre el caudillo de los duncanes -dijo Tito mientras el griego se ruborizaba avergonzado-. Como sabes, toda mi vida me he sentido interesado por ese hombre.

– ¿Por Breno? -preguntó Cholón, mirando a Áquila-. ¿Y dices que el suyo no es un nombre corriente entre los celtíberos?

Los ojos de Áquila relampaguearon de ira. Masugori le había contado que se parecía mucho a Breno, igual que le había contado de dónde había venido.

– ¿Eso he dicho yo?

Tito levantó las manos, algo alarmado, para detener al griego.

– No, Cholón, fui yo quien te contó eso. Cuéntame qué has descubierto que no supiéramos ya.

Cholón se estiró para agarrar su tableta de cera.

– Para mí también sería una ayuda. Cuanto más completa sea mi historia, más servirá de guía a otros. Los romanos deben aprender a firmar la paz tanto como a hacer la guerra.

– Parece que tu legado Marcelo Falerio lo está haciendo bien -dijo Áquila, desesperado por cambiar de tema-. Aún no hemos visto ni un pelo de los lusitanos.

El legatus en cuestión era a menudo presa de dudas, pues, al estar la mayor parte del tiempo sólo, pensando en el gran número de sus enemigos, así como en la fuerza limitada que tenía a su disposición, podía imaginar con facilidad que los obligaban a volver al mar. Cuando habían desembarcado la primera vez, él no tenía ni idea de la magnitud de la tarea a la que se enfrentaba. Como la agrupación tribal más numerosa de la península Ibérica y con una identidad bien diferenciada de la mayoría de sus vecinos celtíberos, los lusitanos se vanagloriaban de tener un mando único, que podía poner en el campo de batalla guerreros en tanta cantidad que nunca podrían ser derrotados. El hecho de que él hubiese resistido hasta ahora demostraba tanto su determinación como su inventiva.

Por lo común eran las tribus las que evitaban entrar en batallas campales con las fuerzas romanas; aquí en el oeste era Marcelo Falerio quien lo hacía, con el pequeño consuelo de que con su presencia les impedía interferir en las operaciones de Tito alrededor de Numancia. Esos eran los espectros de las horas oscuras de la noche; por la mañana, su naturaleza concienzuda le forzaba a enfocar las cosas de una manera más positiva y dejaba a un lado los pensamientos que consideraba indignos de un hombre de su raza. No le importaba que otros consiguieran triunfos, recibieran el agradecimiento del Senado y cabalgaran coronados por el Camino Sagrado. Él estaba cumpliendo su deber y eso era suficiente.

Marcelo había construido su fortín costa arriba, donde sus barcos podían permanecer anclados con cierta seguridad en una ensenada con forma de cuerno, protegidos por dos largos bancos de arena visibles con marea baja, ya que la costa abierta era mortal cuando hacía un tiempo de perros. Este era su campamento base, desde el que salían para entrar en una guerra de escaramuzas e incursiones, usando la capacidad de marcha de sus hombres, en combinación con el poder y la movilidad de sus barcos, para burlar a los lusitanos, con el objetivo de usar su territorio contra ellos y que no fuera al revés. Dos cosas eran primordiales: nunca debía permitirles que unieran una fuerza para enfrentarse a él y nunca podía arriesgarse a una derrota en el mar. Por suerte, los barcos lusitanos parecían poco dispuestos a medirse con los pesados quinquerremes, especialmente en aguas profundas.

El lugar que estaba usando ahora como base presentaba una posición fuertemente fortificada por su fortín, construido con mucho ingenio, y las características defensivas naturales de la costa, que potenciaban dos pequeños baluartes en la boca de la ensenada. Con abruptos acantilados a ambos lados, estaba a salvo de cualquier maniobra por los flancos, mientras que el gran entrante de agua se estrechaba hasta una entrada en la que dos bancos de arena mantenían apartados el mal tiempo y a cualquiera que quisiese atacarle desde el mar. Por el lado de tierra, la forma del barranco de paredes escarpadas, mejoradas con terraplenes, conducía a los atacantes a un angosto acceso que anulaba su superioridad numérica; pero, esa misma red defensiva también lo encerraba a él, obligándole a emprender un viaje cada vez que quería organizar un ataque.

Eran los barcos los que le permitían mantener a sus enemigos elucubrando. Regimus había topografiado la orilla, navegando con él, y ahora conocía cada bahía y lugar de desembarco en cien leguas de costa, así como cualquier peligro que podrían tener que afrontar, para que los lusitanos, al no saber nunca dónde sería el siguiente ataque, se vieran forzados a desperdigarse para contenerle. Si Marcelo tenía una auténtica preocupación, una que sobreviviese durante las horas del día, era que la guerra era cuestión de suerte y que algún día su suerte, que se había mantenido hasta ahora, pudiera acabarse.

– Si el soldado romano sueña con algo, es con esto -dijo Marcelo. La trémula antorcha, que brillaba en las superficies de oro y plata, y titilaba en las piedras preciosas, parecía aumentar el tamaño del tesoro. Regimus, a quien le picaba la nariz por el polvo que se había levantado de las envolturas, estornudaba ruidoso.

– No me extraña que se rebelen y luchen -dijo mientras se sonaba la nariz.

– ¡Vigila esto, Regimus!

Marcelo dio la vuelta y salió de la cabaña para ver que se habían quitado de en medio los cuerpos de los guerreros lusitanos y que sus hombres estaban ahora en pie, susurrando con excitación, porque sabían todos que este campamento que acababan de tomar era diferente.

– ¿Alguna señal de mujeres y niños? -preguntó Marcelo.

Todas las respuestas fueron negativas, lo que sólo confirmaba su sospecha inicial de que se trataba de una especie de lugar sagrado. Había un círculo de inmensas piedras puestas en pie, como centinelas a la luz de la luna, alrededor de una roca plana alzada, de siete lados, que sólo podía ser un altar. Además de eso, las cabañas eran de construcción más sólida que aquellas que se encontraban normalmente en los asentamientos lusitanos, aunque aquello no era nada comparado con el tesoro de objetos de oro y plata que acababa de desvelar. Los que estaban montados en largas varas de madera sin duda habían sido diseñados para que se mantuvieran levantados en los agujeros hechos en cada esquina del altar, pero había muchos más objetos, todos ellos con la intrincada artesanía de los metales preciosos por la que son famosas las naciones celtas. Esas piedras formaban algún tipo de templo y el tesoro era para ser usado en cualquiera que fuese el tipo de rituales que tenían lugar aquí.

¿Lo estaba imaginando o realmente el aire nocturno parecía aquí más frío que en ninguna otra parte, como si los espíritus de los muertos estuviesen en su residencia? Él era romano y, por tradición, respetaba tanto a los dioses de otros como a los suyos propios, así la sensación que causaba el lugar le afectó profundamente. En tiempos de paz, no le hubiera resultado inimaginable verse rindiendo culto aquí, sacrificando algún animal como ofrenda para una deidad extranjera, que, en el fondo, sería lo mismo que un dios romano, pero con un nombre diferente.

Todos sus instintos le decían que dejara todo como estaba y volviese a sus barcos a toda prisa, porque no podía estar seguro de que sus hombres hubiesen matado a todos los guardias y alguno podría haber escapado. Lo inquietante de esa idea era que sus hombres sabían del hallazgo, pues uno de entre sus filas había sido el que lo había descubierto primero. Provocaría una revuelta si sugiriese que dejaran atrás un tesoro como ese, y, ¿qué dirían en Roma cuando oyesen que había tenido una fortuna en sus propias manos, las posesiones de un enemigo de la República, y simplemente la había dejado para que este se volviera a apoderar de ella?