El sudor le entraba en los ojos, dificultando la visión completa, pero sentía que su estrategia les había confundido. Los hombres del centro, al ver que giraba para flanquearlos, no esperaron a averiguar qué sucedería después, sino que cargaron contra aquella formación erizada de lanzas. Marcelo volvió a torcer para encararlos, apuntando hacia el hueco, que quedaba en ángulo, abierto entre quienes habían cargado y los otros que, a su flanco derecho, mantenían la posición. Mientras los jinetes viraban a galope para atacar, fue como si, ante el choque de dos fuerzas irresistibles, los romanos, todos a una, supiesen que morirían todos si llegaban a quedarse parados. Los jinetes lusitanos de la primera línea de carga fueron empujados contra las lanzas romanas por los que venían detrás y por un momento, breve, pero aterrador, Marcelo pensó que habían contrarrestado su movimiento de avance.
Pero los legionarios, con la única orden de que se acercaran al soldado que estaba delante y que continuaran con el avance a toda costa, se las arreglaron para mantener la velocidad. En esto les ayudaron los caballos lusitanos, que tendían a alejarse de la inquebrantable fila de lanzas. Los que estaban en los flancos cargaron ahora para cerrar el hueco, pero por delante Marcelo podía ver el destello plateado del mar en el lugar en que el valle llegaba a la playa. Tenía la esperanza de que sus barcos quedaran ocultos por debajo de la elevación de terreno. Si los corvii estaban extendidos y podían seguir avanzando, sus tropas tendrían una oportunidad; si las tripulaciones habían decidido alejarse como medida de seguridad, entonces sus hombres y él estaban condenados.
La falange improvisada ya no era un triángulo, sino más bien un barullo de hombres que daban lanzadas y corrían al mismo tiempo, donde cada uno intentaba esquivar el ataque de los jinetes. Los lusitanos esgrimían sus grandes espadas, seccionando brazos que aún sujetaban lanzas con la mano, lanzando estocadas bajo los escudos para decapitar a quienes habían bajado la guardia. Los hombres se tambaleaban y caían, y las pilas de cuerpos enseguida eran rodeadas por guerreros que, entre alaridos, les daban lanzadas sin remordimiento, pero a la cabeza de aquella masa ellos se abrían camino, aunque la tierra bajo sus pies se lo ponía más difícil al ir volviéndose arena fina.
Marcelo, que iba a la cabeza, con el sudor goteando de su frente, veía cómo cambiaba la mezcla, perdiendo el color de tierra quemada, hasta que sus pies, como lastrados por pesadas rocas, se levantaban y caían sobre la pegajosa arena fina de la dorada playa. Al levantar la mirada vio sus barcos, con los puentes tendidos, y a los hombres que manejaban los remos, que corrían a sus puestos. Los marinos que habían quedado guardando los barcos estaban armados y descendieron a toda prisa por el corvus, formando una «V» defensiva para proteger a sus perseguidos compañeros.
Marcelo, tan consciente de su deber como del nudo de terror de su estómago, se apartó hacia un lado, mientras alentaba con voz ronca a sus hombres para que subieran por la rampa. Apenas podía respirar por el calor y el peso de su casco, así que se lo quitó de la cabeza y lo arrojó al barco, sintiendo de inmediato el agradable viento en su rostro sudoroso. Su espada estaba desenvainada y con ella golpeaba la espalda de aquellos hombres que mostraban la más mínima intención de demorarse.
Los jinetes lusitanos, varios de ellos con cabezas romanas empaladas en sus lanzas, había formado para cargar contra la endeble hilera de marinos. Marcelo gritó una orden, temiendo que no le cundiera la voz y sus instrucciones se perdieran, pero un marino que estaba a su lado, más listo que sus compañeros, dio las órdenes con una voz fresca e intacta justo cuando los lusitanos cargaban. Desde la fila de la playa hasta todos los hombres de a bordo que pudieron encontrar un espacio, un muro de jabalinas cayó sobre los jinetes a la carga. Los animales cayeron arrojando a sus jinetes sobre la arena. Los que iban detrás no lo hicieron mucho mejor, pues sus patas delanteras quedaron atrapadas por los caballos que había delante, que se esforzaban por levantarse en aquel terreno incómodo y movedizo.
Marcelo ordenó a sus hombres que subieran por las rampas enseguida y esperó a que todos estuvieran a bordo antes de subir él lentamente. Dio las órdenes para que se izara el corvus y para que los hombres empujaran el barco con sus pértigas, y se sintió aliviado cuando los remos bajaron y los barcos empezaron a moverse hasta que se alejaron de la playa. Una gran formación de infantería lusitana, que lanzaba gritos por la marcha de los romanos, subió al risco que formaba la barrera entre el valle y la playa.
– Traed esas pértigas -ordenó Marcelo a los hombres que antes las habían empleado para sacarlos de la playa.
Pidió también unos cabos y ordenó que ataran a las pértigas los objetos que habían sacado de aquel bosquecillo, aquellos símbolos sagrados. Un tremendo alarido, más parecido a un lamento colectivo, llenó el aire cuando los lusitanos vieron los antiguos tótems de su fe brillando y relumbrando en manos de sus enemigos.
Capítulo Veintiuno
Marcelo estaba cansado y le dolían todos los huesos por las batallas y la falta de sueño. Los lusitanos habían tomado todo menos la última empalizada de madera que señalaba el límite de su fortín. La mayoría de sus provisiones habían sido embarcadas durante la noche, entre asaltos, igual que había embarcado la mayoría de los hombres supervivientes tras el último ataque, así que ya sólo era la retaguardia la que necesitaba subir a bordo antes de que quemara aquellas cabañas y barracas. Miraba con gravedad la salida del sol, a sabiendas de que sus enemigos volverían a atacar con el sol a sus espaldas, como hacían siempre, pero esta vez sólo tenían que escalar un muro para entrar y masacrar a la guarnición. Los matarían a todos, y con dolor, pues a los lusitanos los guiaba una casi desesperada determinación, que parecía ajena a cualquier miedo a morir. Les había hecho frente durante tres semanas, lo que, dadas las probabilidades, era un logro notable, si bien le estaban expulsando de su base para que no pudiera alejar la melancolía que le llenaba el corazón. Si establecía otra, también le arrancarían de ella, y todo porque les había arrebatado los símbolos tribales de su religión, algo por cuya recuperación sus jefes y chamanes parecían dispuestos a pagar cualquier precio.
¿Debería esperar, contrarrestar el primer ataque y después retirarse a sus barcos, o tan sólo estaba afrontando bajas en nombre de su honor? Suficientes hombres habían muerto para mantener este fuerte en pie, así que realmente era el momento de marcharse, antes de que el sol saliese lo justo para hacer que sus atacantes fuesen casi invisibles a contraluz. Marcelo dio las órdenes y los últimos de sus hombres salieron de los muros y corrieron en tropel hacia los botes. Él esperó hasta que el último hombre del registro estuvo a bordo, esperó hasta oír el primero de los gritos de guerra que indicaban un nuevo ataque y después dio la orden a los de las antorchas de que lo incendiaran todo.
Su fortín ardió alegremente, enviando una nube de humo al aire de la tranquila mañana, que se arremolinaba alrededor de los pocos guerreros que ahora estaban quietos y silenciosos en la playa, mirando cómo se alejaban despacio de la bahía. Ni gritos ni imprecaciones salían de sus gargantas; tan sólo les clavaron una mirada fija y dura antes de que sonaran los cuernos y se volvieran para dejar la playa.
– Podríamos desembarcar en otro sitio -dijo Regimus, intentando en vano animarlo.
– No sin más hombres -replicó Marcelo.
Sus pérdidas alcanzaban a la mitad de la fuerza con la que había salido de Portus Albus, y no tenía sentido intentar lo que podría ser un desembarco complicado con lo que dejaba atrás. No disponía, desde luego, de soldados suficientes ni de tiempo para construir el tipo de defensas que había levantado en esa orilla, ni siquiera aunque pudiera desembarcar sin oposición, y la idea de poder regresar al sur y conseguir refuerzos no era viable, pues la provincia de Hispania Ulterior no podría proporcionárselos sin quedar desnuda de toda posibilidad de defensa. Tendría que ir al sur, pero sólo para advertirles de que atendieran sus puestos de avanzada, antes de dirigirse hacia Cartago Nova. Si Tito aún estaba asediando Numancia, allí tendría problemas para reunir más soldados, aunque eso indicaría el éxito del cónsul, pero hasta ese pensamiento le provocó más desconsuelo. Había fracasado, pues aunque había escapado, los lusitanos eran libres para ir hacia el este y caer sobre la retaguardia de la fuerza de asedio.