El grito del vigía hizo que se diera la vuelta y corriera desde la popa a la proa. Todos los que no estaban ocupados forzaban la vista hacia la hilera de barcos que bloqueaba la salida de la bahía. En los bajíos, los bancos de arena gemelos que estrechaban la entrada por ambos lados estaban llenos de hombres, que esperaban en silencio a sus presas, pues la marea estaba baja y gran parte de los bancos de arena quedaban al aire. Marcelo maldijo en voz baja, después ordenó que bajaran los remos para poder examinar la situación. Se habían enterado de que había elegido este día para marcharse; de hecho, si hubiese esperado ese asalto en vez de embarcar con la salida del sol, se habría dado cuenta de qué pocos hombres le salían al paso.
– Y yo pensaba que habían abandonado la idea de combatir con barcos -dijo Regimus, que estaba de pie a su lado.
– No, amigo mío. Han estado esperando para esto. En este espacio reducido y con bajamar, perderemos gran parte de nuestra ventaja.
– ¿Vamos a luchar? -preguntó el mayor de los dos.
– ¡Desde luego que no nos vamos a rendir! -le espetó Marcelo-. Que los hombres coman, Regimus, y convoca a los capitanes a bordo. Creo que vamos a tener un día muy largo.
– Intentarán llevarnos a aguas poco profundas -dijo Marcelo, mientras todos los demás capitanes señalaban sus copias de la carta de navegación, ya que sabían lo que quería decir. Una vez que hubieran encallado, estarían a merced de los lusitanos en la orilla-. Debemos intentar evitarlo prolongando la batalla. El tiempo estará de nuestra parte si podemos contenerlos. Recordad la marea. Ahora está subiendo, y una vez que esté alta la entrada será mucho más profunda y no tendrán barcos suficientes para bloquear nuestra escapada.
– ¿Iremos a toda marcha durante todo el camino a Portus Albus? -preguntó uno de los hombres.
– No. Una vez que estemos fuera de la bahía, y si nos siguen, hundiremos todos los barcos de los lusitanos que hayan sobrevivido a la batalla, lo que será mucho más fácil en cuanto estemos en mar abierto. No pueden hacer nada contra un quinquerreme a toda velocidad y lo saben tan bien como nosotros.
Era evidente que nadie le creía, sospechaban que iban a morir en aquella bahía.
– Tenemos tres horas hasta que la marea suba del todo -dijo Regimus, con una voz que no respondía a la pregunta de si pensaba que era demasiado tiempo o demasiado poco.
Marcelo habló de nuevo, repitiendo las órdenes que ya había dado.
– Una vez que emprendamos la maniobra principal y les hagamos algo de daño, retrocederemos. Manteneos en movimiento, embestid si es necesario, pero sólo con la fuerza suficiente para apartarlos. No os quedéis empotrados en su maderámen y proteged vuestros remos. Si se hacen con ellos, estáis muertos. Usad bien vuestras cartas de navegación. Dejad que nos persigan por toda la bahía si es lo que quieren, pero sobrevivid para salir a mar abierto.
Los capitanes volvieron a sus propios barcos y de cada cubierta subía el humo de sus calderos con carbón, al tiempo que mantenían a mano los cubos de cuero, listos para usar en caso de incendio, pues los romanos tenían la intención de atacar a sus enemigos con flechas en llamas y sin duda los lusitanos responderían de la misma manera. Los quinquerremes reemprendieron la marcha en cuanto hubieron sopesado a sus enemigos, y sus remos golpeaban el agua con ritmo seguro. Marcelo sabía que todas las apuestas estaban contra ellos en unas aguas tan limitadas, puesto que el enemigo buscaría la manera de enfrentar varios de sus barcos contra cada uno de los suyos.
Al principio no harían intentos de abordaje o de embestida, al ser barcos demasiado ligeros tanto en construcción como en tripulación, pero si conseguían inmovilizar uno de sus quinquerremes lo suficiente como para que varios pudieran atacarlo a la vez, tendrían una oportunidad de hacerle encallar en aquellos bancos de arena plagados de guerreros. Sus galeras más pequeñas ya se estaban acercando sin, al parecer, un plan definido, pero todos sospechaban que ya habían decidido sus objetivos y que, en cuanto estuviesen más cerca, se separarían en grupos. Esperarían que los barcos romanos permanecieran juntos, tal como estaban ahora, confiando en el apoyo mutuo para anular su superioridad numérica. Pero Marcelo quería sorprenderles.
El cuerno sonó y cada barco adoptó un rumbo distinto. Unos fueron hacia la izquierda, otros, a la derecha. Algunos bogaron más deprisa, otros desarmaron los remos y después viraron en redondo para volver por donde habían venido. Los que seguían avanzando se desplegaron en abanico hacia la orilla de cada lado, forzando así a su enemigo a dividirse, lo que dio la impresión de que si habían llegado a tener un plan, lo habían abandonado para ir a por las naves más cercanas. En cuanto escogieron sus presas, Marcelo les mostró por qué se habían equivocado, pues los cuernos sonaron otra vez y los barcos que habían dado la vuelta en dirección al arruinado fortín viraron en redondo y sus remos, golpeando el agua a ritmo creciente, los impulsaron hacia el frente. Los otros quinquerremes hicieron lo mismo y su velocidad hizo que adelantaran por el exterior a sus atacantes. Entonces, viraron con los remos y los barcos lusitanos, pese a su gran superioridad numérica, se encontraron asediados por todas partes.
– Es cuestión de disciplina -había dicho Marcelo a los capitanes una y otra vez-. Sabemos que podemos seguir un plan y ceñirnos a él, y si nuestro enemigo no puede, entonces nos abriremos camino para salir de esta trampa.
Nada hubiera demostrado mejor que tenía razón. Una vez que abandonaron su intención inicial, los lusitanos carecían de un mando central o de una estrategia global que les permitiera maniobrar sus barcos en conjunto. Todos eran individuos y actuaban como tales, y tras elegir sus objetivos habían ido a por ellos, pero Marcelo había dividido su flota de forma que los barcos estuvieran en posiciones totalmente distintas, haciendo que sus oponentes se embistieran entre ellos y los remos amigos en un intento de ir en pos de sus blancos personales -y todo mientras sus enemigos se les echaban encima con pesados quinquerremes que podían aplastar dos de aquellas débiles embarcaciones a la vez.
El pánico se sumó a la confusión cuando algunos de los capitanes lusitanos intentaron huir, pero el ataque de los romanos era un farol. No tenían ninguna intención de quedar trabados en un barullo; Marcelo quería espacio abierto para luchar y lo más lejos a lo que estuvo dispuesto a llegar fue a una parada brusca, con una veloz arriada de las velas ondeantes, y después los remos volvieron a ponerse en marcha para salir de peligro. Los romanos dispararon sus flechas a la vez, enviando cientos de señales en llamas a la flota lusitana para mantenerlos ocupados, y después viraron en redondo, alejándose deprisa para que sus enemigos no pudieran devolverles la cortesía.
– Ahora, Regimus, veamos lo buenas que son tus cartas de navegación -dijo Marcelo, dirigiéndose al capitán de su barco.
La flecha le alcanzó en lo alto de su hombro derecho y el fuego de la punta se apagó con un siseo mientras entraba en su carne. Regimus soltó el timón y saltó adelante cuando Marcelo cayó, y con un rápido movimiento arrancó la flecha de la paletilla de su comandante, ignorando el dolor que debió de haberle causado. Pidió un cubo de agua de mar y vertió todo su contenido por la espalda del legado.