– Ayúdame a levantarme -dijo Marcelo al tiempo que intentaba ponerse de rodillas.
– Quédate ahí echado, Marcelo Falerio.
– ¡Maldita sea, hombre, ayúdame! ¿Quieres que todo el mundo piense que he muerto?
Regimus obedeció mientras otros se acercaban a ayudar, sólo para que los alejaran de allí. Una vez que estuvo en pie rechazó incluso la ayuda de Regimus. El rostro de su líder estaba blanco, pero sólo quienes estaban más cerca de él pudieron verlo, igual que sólo ellos pudieron ver la forma en que se tambaleaba, luchando por mantener el equilibrio en la agitada cubierta. Regimus volvió a adelantarse para asegurarse de que no caía.
– Déjame -susurró Marcelo medio encorvado, con sus puños cerrados con determinación.
Se estiró en toda su altura, y el dolor que le produjo aquella simple acción se reflejó en su rostro; después, muy despacio, con pasos decididos, anduvo todo el recorrido hasta el mástil y se apoyó en él para recuperar algo de fuerza antes de abrirse camino hasta la proa. En todos los barcos le habían visto caer y la mayoría había desarmado sus remos. Si su líder hubiera estado muerto, los ánimos les habrían abandonado.
Marcelo los había traído hasta aquí, cuando la mayoría habría dicho que era imposible, habían establecido una base en tierra contra todo pronóstico y habían atacado el interior con parecida impunidad, y eso fue antes de que encontrara el templo lusitano y consiguiera suficiente botín como para que todos ellos vivieran cómodamente por el resto de sus vidas. Se habría enfurecido de haber sabido cuánto lo admiraban, les habría recordado con frialdad que él no era más que un sirviente de la República y que cualquiera de su clase, con tropas leales y esforzados marinos, podría haber conseguido exactamente lo mismo.
Le vitorearon, tanto en su barco como en todos los demás, mientras recorría tambaleándose la cubierta. Los remos volvieron a golpear el agua cuando levantó su brazo en un saludo triunfal, y volvió a recorrer el barco para tomar posición junto al timón. Sólo los que estaban cerca vieron su agonía, porque el brazo que había levantado era el del mismo hombro que había recibido la flecha.
En mar abierto podrían haber rebasado, a fuerza de remos o con maniobras, a su enemigo, pero en estas aguas cerradas el número era importante. Sólo una galera encalló, un tributo a las cartas de navegación que Regimus había confeccionado, aunque él mismo las habría quemado todas con tal de evitar la masacre que hubo a continuación. Cientos de lusitanos que estaban en tierra vadearon hasta llegar al barco. Ningún alarde de heroísmo habría podido salvar a la tripulación, y cualquier galera que acudiera a su rescate sólo sufriría el mismo destino. Dos de los quinquerremes de Marcelo había embestido barcos lusitanos, y estos habían quedado clavados en un abrazo que sólo podía terminar en muerte, mientras que otros estaban incendiados de proa a popa y sus hombres saltaban al agua para salvarse de las llamas. Otras dos naves, en la desesperación, habían remado directas hacia los barcos que aún guardaban la entrada a la bahía. Ahora estaban rodeadas de pequeñas galeras, como las avispas revolotean alrededor de una copa de vino vacía, y vendían sus vidas al más alto precio que pudieran conseguir, puesto que rendirse significaba una muerte peor que una lanza o una espada clavada en las tripas.
El barco de Marcelo, con los otros seis que aún sobrevivían de su flota, usaba cada truco que sabían para evitar los enfrentamientos directos, arreglándoselas para hacer encallar a algunos de sus enemigos, que no conocían esta bahía, aunque no tardaron en hacerlo, gracias a la cantidad de guerreros de que disponían para que les ayudaran a volver a flote. Todo fuego que empezaba a bordo de los quinquerremes restantes ellos lo apagaban antes de que se hiciera más serio, mientras remaban en círculos tan cerrados que sus atacantes chocaban, luchando todo el tiempo contra los abordajes sin permitir que les arrebataran un remo ni una sola vez. La marea iba subiendo sin parar, abriendo el cuello de embudo al final de la bahía, hasta que por fin las naves romanas que quedaban pudieron acometerla a una.
Aquellos barcos, aún en fila, que se habían ceñido a sus órdenes y no se habían enfrentado a ellos eran demasiado pocos y los quinquerremes pasaron entre ellos como el alambre con el que el esclavo corta el queso. Marcelo, que mantenía los ojos bien cerrados y estaba atado a un costado del barco para mantenerse erguido, notó cómo subía y bajaba la proa cuando alcanzaron aguas más profundas y se las arregló para sonreír antes de desvanecerse. Regimus cortó el cabo e hizo que lo llevaran abajo; después, enfilando su proa hacia el sur, dio la señal a lo que quedaba de la flota para navegar a toda prisa hacia casa.
En cuanto el cirujano dijo que la herida se estaba curando, esta dejó de existir para el legado. Ningún ruego habría convencido a Marcelo de que cualquier otro podría llevar el mensaje a Tito; era su responsabilidad personal. Al menos viajó por mar hasta Cartago Nova, y con buen tiempo, que era mucho menos fatigoso que un viaje por tierra, y eso mismo funcionó en cierta medida para devolverle la salud. Sufrió una leve recaída cuando fue trasladado a un carro, y tuvo que soportar la indignidad de hacer parte de su trayecto en litera, aunque se aseguró de tener un caballo a mano, pues había decidido que no iba a llegar al campamento de Tito, frente a Numancia, como un inválido.
Presentó su informe sólo ante su mentor, con esmero y sin omisiones, detallando sus pérdidas en hombres y barcos, y terminó, con rostro entristecido, disculpándose por haber fracasado.
– Pero si no has fracasado, Marcelo -dijo Tito.
– Si llegan los lusitanos…
Su general le interrumpió.
– Llegarán demasiado tarde. Hemos debilitado tanto las defensas de Numancia que fácilmente podríamos desplegar un ejército en el campo contra ellos.
Tito miró a su joven protegido, con líneas de fatiga claramente visibles en su rostro. Necesitaba descansar, pero era joven y se recuperaría.
– A pesar de lo que dices, Marcelo, has triunfado más allá de mis mayores esperanzas. Lo que es realmente milagroso es que estés aquí para ver la caída de Numancia.
Áquila había dejado a Tito con Marcelo Falerio, tras haber escuchado cómo un hombre bastante descontento había repetido su informe ante los oficiales reunidos y, aunque le costara reconocerlo, lo que había oído sobre las hazañas del legado le había impresionado -y no sólo porque la idea de combatir a bordo de un barco resultara insoportable a alguien que aborrecía los vaivenes del mar. Sonrió al darse cuenta de golpe de que estaba vigilando un rápido y caudaloso río, de pie en la oscuridad, mientras escuchaba el sonido del agua que corría.
No había luna y las nubes cubrían el cielo, así que si alguno de los sitiados pobladores de Numancia pretendía escapar, estas eran las condiciones perfectas. Si no habían visto sus botes, se iban a llevar una horrible sorpresa; si los habían visto, habrían decidido no escapar, así que no se perdía nada. Sabía que en la colina fortificada morían de hambre, pues hacía casi un año que no entraba comida allí, así que la mayoría del populacho estaría demasiado débil como para moverse. Sólo los mejores, los guerreros, tendrían energías para intentar escapar, y quizá dejaran detrás a los demás para que se rindieran.
Los botes se habían construido río arriba para que no los vieran; de fondo plano y anchos, servían de poco uso en aguas rápidas, pero atadas juntas formaban un puente de verdad. Se habían colocado tablas de un bote al otro, y situada sobre esta plataforma había una hilera de soldados, armas en mano, preparados para arponear a los numantinos como si fueran peces. Tenían antorchas a mano, listas para ser encendidas, para que los soldados pudiesen ver a las víctimas de su ejecución, mientras que detrás de ellos había un haz de gruesos troncos encadenados entre sí, que actuaban como segunda línea de defensa.