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Interrogó a sus amigos con cautela, para asegurarse de que lo que había oído acerca de las creencias de este hombre no eran simples caprichos expresados para impresionar. Ellos parecían enorgullecerse al contarle que su modelo de conducta creía en todo aquello contra lo que su padre había luchado durante años. Lo cierto era que, aunque eran toscos esbozos, era fácil imaginar a Áquila Terencio, con ese pasado campesino, apoyando la reforma de la tierra, al igual que no cabía duda en absoluto de que sostenía que los aliados de Roma eran maltratados, consideraba unos sinvergüenzas a los senadores y afirmaba, en público, que aquellos que morían de hambre en las calles de Roma deberían tomar lo que quisieran de sus avariciosos superiores por la fuerza.

Al concluir sus preguntas estaba incluso más inquieto que al salir a pasear. Su padre le había dejado un legado y le había obligado a un voto: Roma primero y siempre, y no permitir nunca que gobierne la chusma o que los tontos aúpen a un hombre por encima del Senado. Tenía que asegurarse de que el tipo de adulación con el que Áquila era tratado en Hispania no se trasladase a las calles de Roma, donde la turba, al tener un héroe de sus propias filas, podría ser un instrumento de inestabilidad. En verdad era poco probable que una ciudad estado como Roma se conmocionara y posiblemente aquel tipo desaparecería en la oscuridad tras la primera euforia de la fama. La República podría dar buen uso a sus virtudes como soldado siempre que él conociese y respetase su lugar; y mientras se mantuviera alejado de la política. No es que Marcelo tuviera buena opinión de él en este aspecto; Áquila no estaba preparado para esa vida, ni siquiera aunque Cholón hubiese empezado a enseñarle a leer y a hacer cuentas.

El griego que hablaba era tan irrisorio como siempre, y su latín no era mucho mejor, así que la primera vez que se dirigiese a otra cosa que no fuese una panda de soldados embrutecidos, sería ridiculizado en la tribuna. Lo único que se precisaba para mantenerlo bajo control era un ojo vigilante. Sus amigos se reirían por esa necesidad, pero la precaución era una de las cosas que había aprendido del mejor cerebro que nunca había conocido, el de su propio padre, Lucio Falerio Nerva. Eso y la necesidad de plantearse los asuntos públicos a muy largo plazo.

Capítulo Veintidós

Masugori vio como los jinetes entraban cabalgando en su campamento de Lutia. Breno iba a la cabeza de la columna; sólo él parecía tener energía para seguir adelante y se las arreglaba para tener aspecto de caudillo, con su cabello plateado mostrando aún aquel rastro de oro en las puntas que indicaba su anterior coloración. Como siempre, no vestía ropa ninguna y el águila de oro de su cuello era todo lo que llevaba; Eso y una banda trenzada que mantenía la larga melena en su sitio. Breno desmontó del caballo romano con la facilidad que da una larga práctica y atravesó andando la silenciosa hilera de guerreros bregones para enfrentarse a su cabecilla, quien de manera tan señalada había renunciado a acudir en su ayuda.

– ¿Por qué, Masugori?

Sin preámbulos, sin expresiones cordiales de aprecio. Breno se comportaba como siempre lo había hecho, con una arrogancia que rozaba el desprecio por su aliado.

– ¿Acaso los romanos son peores que tú, Breno?

Los ojos azules del hombretón relampaguearon y subió su tono de voz mientras intentaba incluir a todos los presentes.

– ¿Tú me preguntas eso? He pasado mi vida intentando contároslo a todos, y aquí estáis, sentados, observando cómo los romanos pisotean la mejor esperanza de la independencia celta.

– La mejor esperanza de Breno -soltó Masugori.

– Alguien tiene que tomar el mando -dijo el caudillo de los duncanes.

Masugori nunca había sido capaz de hablar así con Breno; al igual que la mayoría de jefes celtíberos, se le había obligado a sentarse y a escuchar las interminables lecciones de este hombre sobre lo que debería hacer, cómo debía luchar, cuándo y contra quién. ¿Y por qué razón? Porque este intruso se había subido a una montaña de cadáveres para hacerse con el liderato de una tribu, convirtiéndola en algo tan poderoso que los dominaba a todos ellos. Aunque no resultaba placentero verlo de esta manera, reducido a mendigar ayuda.

– Tú no eres de esta tierra, Breno, y aun así viniste hace años para luchar contra Roma. ¿Por qué? ¿Para ayudarnos o para ayudarte? Las tribus rechazaron unirse bajo tu mando, así que te alejaste. Pagamos el precio por aquello, y entonces volviste, enfurecido y lleno de odio, en lugar del amor por la libertad que habías expresado al principio. Nos has sangrado hasta el punto de que Roma, el enemigo, ahora nos parece un amigo.

Los guerreros se habían reunido para escuchar aquella conversación, y algunos estaban murmurando descontentos. Masugori no había convencido a todos de que su forma de actuar era la correcta. Muchos querían luchar, no necesariamente por una causa sino por puro amor a la batalla, pero él se lo había prohibido. Que Breno estuviera allí había despertado su interés y él sabía que tendría más problemas ahora, y quizá, a su edad, más de los que podía enfrentar.

– Te estoy suplicando, que es lo que veo que quieres en tu mente -Masugori se puso blanco. Esta habilidad que tenía Breno de ver los pensamientos de un hombre siempre le había asustado-. Si vosotros atacáis a los romanos, podremos llevar suministros a Numancia. Los lusitanos vendrán en nuestra ayuda.

– ¿Tú crees, Breno?

– Sí, lo harán. Han derrotado a los romanos que les molestaban. Puedo contar con su apoyo, pero sólo si tú nos das el tiempo para luchar.

– He firmado la paz, Breno, con un hombre que era tan parecido a ti que podría haber sido tu hijo.

Masugori estaba mirando el amuleto, tan familiar, con la forma de un águila al vuelo, que colgaba del cuello del otro hombre. Breno vio la dirección de su mirada y, como asustado, levantó su mano para tocarlo.

– El hombre que vino, el romano, tenía el águila.

– ¿El águila?

– La que llevas al cuello. Es lo único que llevas. Sé que sientes que te da poder. Él tiene una igual que esa. Su nombre es Áquila Terencio y es el cuestor del hombre que se enfrenta a ti. Al principio pensé que ese Áquila te había quitado el amuleto, pero luego descubrimos que lo había tenido desde su nacimiento. Consulté a los sacerdotes y ellos sintieron su fuerza, lo llamaron regalo de los dioses. Te vieron, Breno, con la ayuda de esa águila, un druida caído en desgracia obligado a huir del hogar del norte, un hombre que volvió a romper sus votos y sembró su semilla en el corazón de su propio enemigo. Entonces me aconsejaron una tregua, diciéndome que no podíamos combatir contra un hombre como ese, un hombre que, algún día, someterá a Roma.

Algo se apagó en Breno en ese momento, como si se hubiese sustentado con una inyección de aire que ahora le habían quitado. Cogió el amuleto del águila con la mano, como si, una vez más, intentara sacar fuerzas de él.

– ¿Y por eso me has fallado?

Masugori asintió.

– En una ocasión no pudimos combatirte, y fue cuando no tenías nada con lo que detenernos. Me pregunto si fue nuestra propia estupidez las que te permitió asentarte con los duncanes. Ahora puede que piense que fue magia, una magia que ya no posees.