Выбрать главу

Claudia había conseguido un lugar desde el que observar a su hijo, y su pecho se llenó de orgullo cuando él entró en la plaza detrás de Tito. Incluso con el uniforme de oficial romano de alto rango se parecía a su padre. Entonces posó su mirada en Tito, porque allí estaba un verdadero hombre noble que no había buscado otra cosa que la victoria por las armas. Ahora tendría una riqueza que rivalizaría con la de su padre y una reputación que situaría su máscara familiar en lo alto de los decorados estantes de la capilla de los Cornelios cuando se hubiera ido.

Contuvo su respiración cuando el carro que contenía el cuerpo de Breno entró en la plaza. Ella no podía saber cuál sería su aspecto antes de verlo, pues Áquila había ordenado a los embalsamadores que restauraran sus rasgos. Había desaparecido el rostro mutilado y sanguinolento que tantas pedradas había recibido; yacía ahora como si descansara, con las manos cruzadas sobre la túnica de seda que vestía, con su cabello de plata bien peinado y sujeto por una banda trenzada. Los dos guerreros que tiraban del carro, atizados por sus captores, viraron hacia el templo y el sol brilló en el único objeto que había en el pecho del cadáver. Claudia sabía, incluso desde la gran distancia a la que se encontraba, que era aquel mismo amuleto que tantas veces había visto, aquella misma águila que había apretado en su mano el día que Áquila fue concebido.

Tito hizo girar su carro hasta que sus caballos quedaron frente a los escalones del templo. Sus hombres se adelantaron para sujetar las riendas mientras él descendió; después caminó hacia el carro de Breno y miró el cuerpo de su enemigo. No hubo ni un ápice de triunfalismo en esto, aunque los presentes elevaron una ovación más. En todo caso, parecía entristecido, como si lamentara que sus acciones hubieran terminado con esta muerte. Después miró a Áquila, aún montado, y asintió. Tito dio la vuelta y, seguido por sus lictores, entró en el templo de la principal deidad romana para dedicar a los dioses su corona de laurel y su victoria en batalla.

Áquila habló a Fabio, que desmontó y se hizo cargo del carro con el cuerpo de Breno, y los hombres de la Decimoctava Legión, que desuncieron del yugo a los dos guerreros y se llevaron el vehículo arrastrando, reemplazaron de repente a los guardias que lo habían escoltado. Fabio hizo una señal a más de sus hombres, que formaron una escolta para los dos guerreros celtíberos. Estaba claro que no iban a matarlos, como era la costumbre, y necesitarían esa escolta para protegerlos de algunos de los miembros más entusiastas de la chusma romana.

Cuando Tito entró en el templo, los senadores allí reunidos avanzaron, dejando a Claudia sin poder más de los procedimientos. Para cuando Tito salió del templo ya se había ido y no vio a Quinto abrazar a su hermano ni observó la pregunta y la respuesta, pero otros sí lo vieron, y fue la comidilla de Roma durante días.

– ¿Es este el momento apropiado para recordarte tu voto, Quinto? -dijo Tito, señalando el templo donde se había hecho.

Quinto levantó sus brazos, con gesto preocupado, intentando expresar al mismo tiempo exasperación y lástima.

– Mira a tu alrededor, hermano, a todos estos augustos senadores. Buscarás en vano el rostro de Vegecio Flámino.

– ¿Qué ha sido de él? -susurró Tito.

– Es culpa mía, hermano -replicó Quinto-. Como tenía la intención de presentar su caso ante la cámara, pensé que sería justo enseñarle a Vegecio los detalles de la acusación.

– ¡Ya los conocía muy bien!

– No todos ellos. Tampoco podía saber que padre escribía a Lucio Falerio enumerándolos al pormenor. Me temo que cuando lo supo quedó muy abatido, el pobre hombre se fue a casa y se abrió las venas. Me temo que Vegecio ha muerto.

El sonido que emitió Tito, a medio camino entre un rugido y un gruñido, no afectó a su hermano en absoluto. Quinto siguió tan calmado como si no hubiera oído nada del desagrado de Tito.

– No temas, hermano, nuestro padre ha sido vengado, aunque no haya sido tan limpio como debería.

Áquila visitó a Claudia antes de que el banquete triunfal hubiese terminado. Se había cambiado el uniforme y ahora vestía una toga totalmente blanca. Abarrotaba las calles la misma multitud que había visto el desfile, pero ahora estaban de juerga, borrachos y bulliciosos, todavía celebrándolo. El primer saludo fue rígido y formal, más aún por la presencia de la curiosa doncella de Claudia, Callista. Pero una vez que hizo que se fuera, ella se le acercó y tomó sus manos. Se miraron el uno al otro durante mucho rato antes de que ella hablara.

– He soñado tantas veces con esto y he derramado tantas lágrimas.

Su hijo, mucho más alto que ella, se inclinó y besó su frente. El llanto, que con tantísimo esfuerzo había contenido, empezó de inmediato.

Se sentaron junto a la ventana, mirando las estrellas allá en lo alto. Claudia había enviado a Foebe y a su hija al campo, porque no quería que su hijo se sintiese obligado hacia ellas después de todos esos años, y, en realidad, lo quería sólo para ella. Pero fue difícil; los dos estaban nerviosos y no se conocían. Lentamente, con más de una pausa y un montón de suspiros, Áquila convenció a su madre para que se lo contara todo, en especial lo relativo a su captura y el trato que recibió después.

– Ahí fuera, en las calles, cantan canciones que dicen que Breno era una mala bestia y un asesino. Puede que lo fuera, Áquila, pero resulta enfermizo que los romanos lancen una acusación semejante. Todo lo que puedo decir con certeza es que él nunca fue así conmigo. Sí, yo diría que sentía lo mismo que esa gentuza el día que fui capturada. En realidad, en aquel momento lo despreciaba y así se lo demostré. Aun así él se interpuso entre la muerte y mi persona. Los otros jefes querían devolver mi cabeza a Aulo. Fue sólo la fuerza de su personalidad lo que me mantuvo con vida. Entonces, por seguridad, me acomodó en su tienda.

»Pasamos cerca de dos años juntos. Me mostraba todo el respeto del mundo; de hecho, me sentía mimada. Con el tiempo aprendí a confiar en él y entonces, cuando dejé que mi orgullo romano se atenuara, escuché de verdad lo que tenía que decir. Nacimos y fuimos educados para ver que el sistema romano como algo perfecto, así que resulta algo chocante descubrir que hay otros, pero con el tiempo llegué a apreciarlo. Era inteligente, sabio y estaba entregado a su meta de someter a Roma. Yo se lo reprochaba, por supuesto, pero mi voluntad de defender mi patria se debilitaba. Pasar meses cerca de alguien con su poder me enfrentó a un hechizo que no pude resistir. Y al final, una noche… -Claudia agachó su cabeza en este punto-. Cuando Quinto me encontró, mandó que dijeran a mi marido, su padre, que viniera a aquel carromato. Sugerí a Aulo que me repudiara, pero él dio por sentado que yo estaba encinta porque habían abusado de mí. Pero no fue por eso, fue algo que yo quise. Cuando Breno me miró a los ojos, me di cuenta de que no podía resistirme. Puede que me lanzara un hechizo, quién sabe, pero yo quería aquel hijo. ¡A ti! Yo iba hacia el norte, a ponerme a salvo, cuando el carro fue interceptado. Si eso no hubiera ocurrido, nunca habría vuelto a ver Roma, nunca habría herido a Aulo, que era un hombre muy honorable, y tú nunca habrías acabado en la orilla de ese río».

Él tocó la cadena que llevaba al cuello.

– ¿Y esto?

– Yo amaba ese amuleto. En todo caso, demuestra que él no era un ogro. Breno mandó hacer una copia para mí. Ese que tú llevas es el de Breno. Yo tenía tantas ganas de poseer algo suyo para llevar conmigo cuando dejara el campamento, que los intercambié cuando él dormía. El que llevaba hoy al cuello era la copia que él hizo para mí.

Áquila le tendió la mano mientras se levantaba.

– Ven.

– ¿A dónde?

Él se llevó un dedo a los labios y, al mismo tiempo que miraba fijamente sus absorbentes ojos azules, veía aquel mismo poder que había ejercido Breno. Se levantó y él la llevó a través del atrio hasta la puerta, que se abrió para dejar ver a su escolta imperial. El oficial al mando esbozó una sonrisa burlona de oreja a oreja, sacando sin duda una impresión del todo equivocada cuando vio a su «tío» llevando de la mano a una madura pero aún atractiva noble romana. Un gesto de Áquila hizo que mirara al frente y se pusieron en marcha, abriéndose camino por entre el bullicioso gentío hacia la colina Esquilina.