– Ordeñamos a las cinco y desayunamos inmediatamente después. Esté lista para irnos en cuanto hayamos terminado el desayuno- No puedo perder el tiempo que destino a ir a los campos en mitad de la mañana para llevarla allí y no pienso darle ningún paseo.
– Tendré mucho gusto en caminar. Sé dónde está el edificio de la escuela.
El hombre sorbió el café, tragó con ruido y dijo:
– Me pagan por mostrarle la escuela al nuevo maestro e informarle cuáles son sus deberes en cuanto llega aquí.
La muchacha sintió que ese maldito rubor le subía por tas mejillas, por mucho que se esforzara en impedirlo. Y, aunque sabía que era preferible ignorar la provocación, no pudo:
– ¿Maestro?
– Oh… -Los ojos de Theodore recorrieron con insolencia su peinado torcido. – Maestra, lo había olvidado.
– ¿Eso significa que me quedaré? ¿O sigue pensando en dejarme en la casa de Oscar Knutson cuando logre encontrarlo?
Con movimientos lánguidos, Theodore se reclinó, cruzó el tobillo sobre la rodilla de la otra pierna y manipuló el mondadientes de manera que le levantaba el labio superior, sin dejar de observarla y sin sonreír. Al fin, dijo:
– Oscar no tiene ningún sitio para usted.
– No tiene sitio para mí.
Se le escapó antes de que pudiese controlar las ganas de bajarle un poco la cresta.
El hombre se sacó lentamente el mondadientes de la boca y el labio volvió a su lugar, pero se afinó en un gesto de rabia, y Linnea vio con satisfacción, que el sonrojo también invadía su rostro. Y, aunque sabia que él había entendido a la perfección que le corregía la manera de hablar, no pudo resistirse a añadir el insulto a la injuria:
– No y ningún son doble negación y, por lo tanto, es incorrecto decir que Oscar no tiene ningún sitio. No tiene sitio.
La banda blanca que le atravesaba la frente se puso de un rojo intenso y se levantó de un salto, haciendo rascar las patas de la silla contra el suelo de madera al tiempo que le apuntaba a la nariz con un dedo largo y grueso:
– ¡Desde luego que no lo tiene, así que tengo que cargar con usted! ¡Pero no se me cruce en el camino señorita, me entiende!
– ¡Theodore! -exclamo la madre, aunque el hijo ya salía dando un portazo.
Cuando se fue, el silencio en la mesa fue mortal, y Linnea sintió que lágrimas de mortificación le hacían arder los ojos. Miró las caras que la rodeaban: las de Kristian y las de John estaban rojas como remolachas. La de Nissa, en cambio, blanca de ira y miraba hacia la puerta.
– Ese muchacho no conoce para nada los modales… ¡mira que hablarte así! -se indignó.
– Yo… lo siento. No debería haberlo provocado. Ha sido culpa mía.
– No, no es así -replicó Nissa, levantándose para empezar a despejar la mesa con movimientos airados-. Es que se puso mal por dentro cuando… -Se interrumpió de repente y echó una mirada a Kristian, que tenía la vista fija en el mantel.- Oh, es inútil tratar de enderezarlo ahora -concluyó, mientras se alejaba.
Para sorpresa de Linnea, John fue el único que hizo un gesto conciliatorio. Inició el movimiento como para tocarle el brazo y tranquilizarla y retiró la mano, indeciso, pero le dijo con su voz de bajo y su pronunciación lenta:
– Oh, no quiso decir nada con eso, señorita.
Ella lo miró con expresión amistosa y comprendió, en cierto modo, que la breve frase tranquilizadora de John representaba toda una oración para él. Lo tocó suavemente en el brazo.
– Trataré de recordarlo la próxima vez que cruce espadas con el. Gracias, John.
La mirada del hombre se posó en los dedos de la muchacha y se sonrojó intensamente. Linnea se apresuró a retirar la mano y se volvió hacia Kristian.
– Kristian, ¿te molestaría llevarme a la escuela mañana? Así no tendré que molestar a tu padre.
Los labios del muchacho se abrieron, pero no salió sonido alguno. Le echó una rápida mirada a su tío sin encontrar en él ninguna ayuda a lo que lo incomodaba y, al fin, tragó, dibujó una amplia sonrisa y se ruborizó todavía más.
– Sí, señora.
Aliviada, suspiró sin advertir que había estado conteniendo el aliento.
– Gracias, Kristian. Estaré lista en cuanto acabemos de desayunar.
El muchacho asintió y vio que se levantaba para recoger algunos platos.
– Bueno, será mejor que le eche una mano a Nissa con la vajilla.
Pero antes de que pudiese ponerse de pie, esta la rechazó.
– ¡Las maestras no limpian! -le informó-. Las tardes son tuyas. Las necesitarás para corregir tareas y todas esas cosas.
– Pero todavía no tengo nada que corregir.
– ¡Vete! -la espantó con la mano, como si fuese una mosca-. Quítale de en medio. Yo me ocuparé de la vajilla, como siempre he hecho.
Linnea vaciló:
– ¿Seguro?
Nissa la miró por debajo de las gafas ovaladas, mientras recogía tazas y platos vacíos.
– ¿Te doy la impresión de ser una persona que no está segura de las cosas?
Eso la hizo sonreír otra vez.
– Muy bien, le prometí a mi madre que le escribiría apenas llegase para informarle si había llegado sin dificultades.
– ¡Bien, bien! Ve a hacer eso.
Arriba, encendió la lámpara de petróleo y contempló otra vez el cuarto, pero la decepcionó igual que antes. Nissa había sustituido el conjunto de jarra y palangana por un lavabo moteado de azul. Al verlo volvió a sentir decepción, no sólo con respecto al cuarto y a la familia Westgaard, sino también con respecto a ella misma. Lo que más quería era comportarse como una persona madura: se había prometido muchas veces dejar atrás esos arranques infantiles y caprichosos que siempre la metían en problemas. Pero no llevaba allí ni media hora, cuando armó el primer lío. Contuvo las lágrimas.
De su primer salario de treinta dólares mensuales tendría que restar el coste de la jarra y la palangana, pero lo peor era que se había comportado como una tonta. Eso ya era bastante duro de afrontar para, además, tener que soportar el antagonismo de Theodore a cada paso. ¡Ese sujeto era despreciable!
"Olvídalo", se dijo. "Todos te dijeron que hacerse adulto no era fácil y estás descubriendo que tenían razón."
Para quitarse a Theodore de la cabeza, tomó papel y lápiz de una caja de madera y se sentó sobre la cama.
Queridos madre y padre. Carne y Pudge:
He llegado sana y salva a Álamo. El viaje en tren fue largo y sin incidentes. Cuando llegué, oteé el horizonte en busca de la ciudad, pero, para mi abatimiento, sólo vi tres silos y un puñado de construcciones lamentables que no podría calificar de "ciudad". Sí, papi, ya sé que me habías advertido que sería pequeña… ¡pero no esperaba esto!
En la estación me esperaba el señor Westgaard, que me acompañó hasta su granja. Parece que es inmensa, como la mayoría de las de aquí, tan grande que tratamos de encontrar a uno de los vecinos trabajando en el campo y no pudimos. El señor Westgaard -.su nombre de pila es Theodore- vive con su madre, Nissa (una pequeña tromba con piernas torcidas que me cayó bien de inmediato), su hijo, Kristían (que será mi alumno de octavo grado, aunque me lleva una cabeza de altura), y su hermano, John (que hace todas sus comidas en la casa, pero el resto del tiempo vive en su propia granja, que está al otro lado del camino, hacia el Este).
La primera cena fue una delicia, con filetes en salsa, patatas, maíz, pan y manteca y budín de pan y otras exquisiteces que no había visto en mi vida, y después Nissa no me permitió tocar un plato… ¡Carrie y Pudge, sé que os pondréis verdes de envidia porque ya no tengo que lavar la vajilla nunca más! Y ahora estoy instalada en mi dormitorio privado, donde nadie me pide que apague la luz cuando aún tengo ganas de leer un rato más. Imaginaos: un cuarto para mí sota por primera vez en mi vida.
Entonces echó un vistazo alrededor, alzó la vista hacia las vigas desnudas del techo, miró la ventana diminuta y la cómoda donde estaba el nuevo lavabo. Recordó el entusiasmo intacto que sintiera durante el viaje en tren hacia el nuevo hogar y la instantánea decepción cuando Theodore Westgaard abrió la boca y declaró: