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Cuando al fin levantó la cabeza, los dos respiraban agitados, los corazones bailaban un rondó, y se miraban a los ojos.

Sin hablar, le quitó la chaqueta, la dobló y la dejó sobre la cómoda.

Ella tendió la mano hacía la corbata y el botón del cuello, decidida a hacer su parte.

Tic, tic, tic, se oyó, desde la mesilla de noche.

– No son más que las seis -recordó él, con extraña voz ahogada.

Los dedos que manipulaban en el cuello se detuvieron, y los claros ojos candidos se alzaron y lo miraron de frente.

– ¿Acaso hay un momento bueno y uno malo?

Theodore jamás se había hecho esa pregunta. En toda su vida, nunca hizo nada similar excepto a la hora de acostarse, al amparo de la noche y de la oscuridad. Con algo parecido a la sorpresa, comprendió que él iba dispuesto a ser el maestro y terminaba aprendiendo.

– No, supongo que no -respondió, y su corazón se aceleró mientras ella continuaba quitándole la corbata, abriéndole el cuello y soltando los tres primeros botones de la camisa, hasta que la detuvo el chaleco.

Surgió a la vista reluciente vello oscuro, y Linnea apoyó los labios en la abertura, como había imaginado durante tanto tiempo.

Un suspiro desgarrado le acarició el cabello de la coronilla y los brazos de su esposo la rodearon.

– La chaqueta -lo interrumpió, y él retiró los brazos y permitió que se la quitara y la colgara de un gancho en la pared, junto a su propio abrigo.

A continuación, desabotonó el chaleco, tomó el reloj en la mano y miró a Theodore.

– No miremos nunca los relojes, Teddy -le pidió con suavidad, dejándolo sobre la cómoda.

Cuando se dio la vuelta, él estaba esperando para atraerla hacia sí, abatiendo su boca sobre la de ella con los labios abiertos, la lengua buscando los tesoros de la boca que se le ofrecía. Linnea se apretó contra él alzándose, acurrucándose. Los brazos del hombre la alzaron exigentes, y la apretaron contra músculos y articulaciones que muy pocas veces ella había tocado… ah, cuan pocas.

El beso se arremolinó entre ellos con excitante ansiedad, la lengua arrasó el interior de la boca y ella respondió en loca y amorosa esgrima.

Apoyó los dedos bien abiertos sobre la tibia espalda satinada del chaleco, curiosa por conocer cada centímetro de él. El pecho del hombre pugnaba contra los pechos de la mujer, provocándole deseos de más.

Arrancó la boca de la de ella, derramando sobre la oreja de Linnea el aliento entrecortado.

– Oh, Linnea.

La mujer se apartó lo suficiente para mirarlo a los ojos.

– ¿Qué pasa, Teddy? Todo el día te has comportado como si me tuvieras miedo.

– Lo tengo. -Lanzó una risa amarga… un sonido forzado y doloroso, que sonó en la habitación iluminada por la lámpara. Luego le apartó el cabello de las sienes y sostuvo la cabeza entre las anchas palmas-. Eres tan joven… Sigue obsesionándome, por mucho que me esfuerce en quitármelo de la cabeza.

– No lo soy. Soy una mujer, y estoy preparada para esto. Tienes una obsesión con el tiempo: los relojes, los años. -Dejó caer una lluvia de besos breves en el mentón, las mejillas, la boca-. Por favor… piensa en el amor, no en los años. Ahora soy tu esposa. No me hagas esperar más.

Tras un beso fugaz, indeciso, la volvió buscando los cierres del vestido. Sin una palabra, Linnea le presentó la espalda, levantando el cabello hacia un lado, mientras él desabotonaba la espalda del vestido. Debajo tenía una camisa de algodón blanco que desaparecía bajo las enaguas. Fascinado, observó cómo su mujer desabotonaba la cintura de las enaguas, se sacaba el vestido por los brazos y dejaba caer las dos prendas sobre las caderas esbeltas.

Cuando se volvió de cara a él, Theodore pudo ver bien la prenda interior. La cubría desde los hombros hasta la mitad del muslo, donde se sujetaba por medio de elásticos a las piernas. La cintura estaba ajustada por medio de un cordón blanco, que se ataba delante. En el escote del corpiño había otra hilera de botones -cerrados- que no dejaban ver mucho más que los contornos de la clavícula.

Su madre usaba camisas y calzones y, en invierno, ropa interior abrigada, pero él nunca había visto una prenda blanca como la que llevaba Linnea. Las medias finas desaparecían dentro de las perneras, y vio que las pantorrillas esbeltas y bien formadas emergían desde los relucientes zapatos forrados de satén, que arqueaban delicadamente los pies.

Cuando levantó la vista desde los pies hasta el rostro, tanto Theodore como Linnea estaban acalorados y sin aliento.

Por los labios de la mujer pasó una sonrisa pudorosa que pronto desapareció. De repente, el chaleco del hombre bajó por los brazos y aterrizó en el suelo tras él, dejando al descubierto los tirantes negros flamantes que enmarcaban los hombros sobre la camisa almidonada. Metió los pulgares debajo y los bajó, sacó fuera los faldones de la camisa y tendió su mano para tomar la de ella sin apretarla, mientras contemplaba los pechos de la mujer y, sin advertirlo, desabotonaba el resto de la camisa.

Era glorioso verlo desvestirse. Contemplar el juego de los músculos de los hombros, los tirantes que caían, el mar de arrugas que aparecían en la parte baja de la camisa, y la torsión de las muñecas que se libraban de los puños de la camisa.

La camisa cayó al suelo y Linnea no pudo contener una exclamación admirativa:

– ¡Oh, Theodore…! -exhaló, en una nota descendente-. ¡Míiiirate…!

Obedeciendo a un impulso, estiró la mano para tocar con cuatro dedos el vello oscuro que bajaba por el pecho cálido, siguiéndolo a mitad de camino hacia el vientre, hasta que advirtió a dónde apuntaba. Se apresuró a retirar la mano exploradora y la enlazó con la otra. Los ojos dilatados se alzaron hacia él. Theodore le atrapó la mano y la colocó en el sitio de donde se había retirado.

Jugueteó sobre él, subyugada.

Qué duro, qué sedoso, qué masculino. Cuan maravillosa la diferencia con ella. Mientras exploraba el hueco de la garganta, el dorso de los nudillos de Theodore le acariciaban la clavícula, para luego bajar hacia los botones de la pechera.

Linnea se olvidó de respirar.

La mano de Theodore subió y se ahuecó sobre un pecho.

Linnea cerró los ojos y se quedó inmóvil, arrasada por la sensación.

Se le erizó la piel de los brazos, del vientre, llegando en oleadas hacia el pecho que él masajeaba tiernamente. Se irguió para él y cambió de forma bajo su mano. La lengua del hombre tocó su labio inferior, trazó un húmedo sendero circular, volviendo al punto de salida donde mordió y sorbió dentro de su boca, acariciándola sólo con la punta de la lengua hasta que la mujer empezó a retorcerse y a temblar. Las manos de Linnea subieron hacia el pecho de él, el cuello, el cabello, abriendo los dedos, entrelazándolos en él, acariciándole la cabeza mientras la atraía hacia ella para recibir el beso.

Dentro de su boca, la lengua de su esposo bailoteó, lujuriosa. El cuerpo de Linnea se tensó, latiendo contra él hasta que Theodore acarició los pechos y la sintió entregar la carne a sus caricias. Le pasó las manos por la espalda, deslizándolas hacia las nalgas, apretando con fuerza para alzarla contra él. Inició un ritmo, un dulce y lento balanceo que los mecía uno contra otro.

Theodore dio curso a un río que fluyó por el cuerpo de Linnea, inundando sus riberas. La sensación fue tan súbita que le aflojó las rodillas.

Cuando se dejaba caer, las bocas se abrieron con un suave ruido de succión y, por un momento, Theodore sujetó el peso de ella con la rodilla hasta que Linnea sintió un momentáneo alivio de las tensiones que crecían dentro de ella. La rodilla se apartó, dejándola posarse otra vez en el suelo.

Las manos de Theodore jugueteaban sobre la espalda. Las lenguas y los labios estaban unidos cuando él tocó, por primera vez, la piel desnuda del trasero. Levantó la cabeza, asombrado.

– ¿Qué es esto?

– Un teddy.