– ¿Qué?
Apartó la cabeza y miró, sosteniéndola por la cintura.
– Un teddy. A esto no le pusieron el nombre en honor al señor Roosevelt.
Theodore rió entre dientes y volvió a mirar.
– Ahh… un teddy, ¿eh?
Volvió a besarla y metió la mano dentro de la abertura que parecía extenderse desde la parte de atrás de la cintura hasta la eternidad. Acarició las curvas de carne preguntándose hasta dónde se abriría ese acceso, movió la mano para explorar el estómago y comprobó que la abertura iba de adelante atrás, por entre las piernas. Sin embargo, a medida que la exploración continuaba, dejó de importarle la forma de las prendas. Los dedos se abrieron paso dentro de la costura de la tela blanca, y se posaron sobre el vientre tibio para luego bajar más, hasta tocarla al fin en el sitio más íntimo. Ante esa invasión Linnea se sobresaltó y luego se relajó contra el brazo fuerte que le rodeaba la cintura. En su mente se abrieron mundos de maravilla, mundos para los que no la había preparado toda su imaginación. Detrás de los párpados cerrados bailoteaban colores que iban de lo tenue a lo apasionado. Se balanceó y se meció contra él, dejándose fluir en ese ritmo primitivo.
El contacto se profundizó, inundándola de deleite en su propia carne.
– Oh, Teddy… Teddy… -murmuró, barrida por el deseo.
La dejó para acercarse a donde estaba la lámpara, y Linnea exclamó en voz queda:
– ¡No! -El hombre se detuvo y se volvió-. Por favor… yo jamás había… quiero decir… -Las mejillas se le colorearon y se miró las manos, para luego alzar la vista hacia él, decidida-. Quiero verte.
La petición hizo latir con fuerza el corazón de Theodore. Nunca había visto a las mujeres bajo esa luz… una nueva lección para Theodore Westgaard.
Dejó que la linterna ardiese, tenue, y, llevándola junto a la cama, se inclinó luego para desatarse los zapatos. Ella lo imitó, quitándose las sandalias desde el talón y dejándolas juntas. Theodore metió la mano en las bocamangas para quitarse los calcetines y la esposa lo imitó una vez más, enrollando las ligas hasta los tobillos y quitándolas junto con las medias opacas. El hombre se puso de pie, desabotonó los pantalones y se los quitó, pero ella permaneció con la vista baja cuando comprendió que él estaba ante ella, desnudo.
– Linnea…
Fue levantando la vista, dudosa, hasta encontrarse con la de él. Lo único que se oía en el cuarto era el tic tac del reloj y el retumbar de los corazones en los oídos. Theodore extendió una mano, con la palma hacia arriba. La muchacha puso la suya encima y él la hizo ponerse de pie para librarla del teddy sin más trámite.
Antes de que tuviese tiempo de avergonzarse, Theodore la apoyó sobre la cama, cayendo junto con ella, los dos cuerpos unidos en el abrazo.
Con las bocas juntas, la acostó de espalda, buscando primero el pecho desnudo con la mano y luego con la lengua, murmurando con sonidos guturales, mientras la naturaleza lo empujaba a erguirse, pidiendo más. Lo bañó, dejándolo mojado para el roce del pulgar. Le sonrió, lo frotó con los labios suaves, vueltos hacia arriba, sobre la punta erguida, con infinita delicadeza, para luego ocuparse del otro.
Linnea se retorcía, lánguida, murmurando su nombre, alzándose en invitación, pasando los dedos entre los cabellos de él. La lengua mojada le parecía sedosa y profundamente poderosa chupando, soltando, chupando otra vez, provocándole sensaciones en lo más profundo del vientre. Gritó su extasiado hosanna cuando él tironeó con los dientes, con delicadeza. Se meció, sumida en el placer, estirando los brazos sobre la cabeza hasta que el vientre se hundió y Theodore lo acarició con la mano, lo besó largamente y luego la hizo rodar por la cama. Aterrizó encima de él y bajó la cabeza buscando la boca. El cabello de Linnea quedó atrapado entre los dos; él lo apartó y la besó, casi con brusquedad. Ella se aferró, devolviendo las caricias de igual a igual.
Tras largos minutos, Linnea levantó la cara.
Theodore le apartó el cabello de las sienes con las dos manos, los dos relucientes de oscura e intensa pasión:
– Linnea, te amo. Solía estar aquí acostado pensando en esto. Tantas noches mientras tú estabas arriba, sobre mi cabeza. Y eres mejor de lo que te imaginaba en mis deseos. Te amo… Te amo
– Te amo…
Algunas frases eran de él, otras de ella, imposibles de distinguir unas de otras, mientras intentaban saciarse con besos, hasta que los besos ya no bastaron.
Theodore la tendió de espaldas y se cernió sobre ella, contemplándole los ojos, y los dos corazones latieron al unísono. Un beso breve sobre los labios abiertos, uno más breve aún sobre el pecho, una mano sobre el vientre de ella, una intensa llama que saltó de su mirada a la de ella mientras él seguía bajando, bajando…
La tocó con cuidado, le hizo separar las piernas bajo su caricia, florecer su carne bajo la exploración. Y, cuando ella estuvo flexible, elástica, encendida, le sujetó la mano y la cerró dentro de la suya para apoyarla sobre su propia carne inflamada y enseñarle ciertas cosas que una mujer debía conocer.
Cerró los ojos y gimió quedamente mientras su carne resbalaba dentro la mano de la muchacha. Echó la cabeza atrás, y Linnea se maravilló de su propio poder para provocar semejante abandono a un hombre tan fuerte e indomable. Al verlo temblar y respirar agitadamente, aguardaba el mayor de los placeres. Irguiéndose sobre ella, le dijo en el oído con voz temblorosa:
– Si algo te duele, dímelo y me detendré. Y ahora, tranquila… tranquila…
La penetración fue lenta, sagrada. Sus codos temblaron junto a las orejas de la mujer, mientras esperaba. Linnea lo recibió a fondo.
– Lin, ahh, Lin… -exhaló, cuando ella se alzó para recibirlo.
La naturaleza no había hecho nada en vano; espada en la vaina, llave en la cerradura… encajaban con exquisita y arcana perfección. Ya no la sintió muchacha sino mujer, tanto como podía desear. Ella le enseñó una nueva juventud, una unión infinita del corazón más que del calendario.
Tendida bajo el movimiento sinuoso de las caderas que la conducían, obedeció las órdenes silenciosas y se alzó para acomodarse a él. Conoció la caricia de su aliento agitándole el cabello y entibiándole el cuello; él, la suave sujeción de esas hebras que se le pegaban a la frente húmeda. Juntos descubrieron el lenguaje sin tiempo de los amantes, hecho de murmullos, susurros y suspiros. Ella conoció la capacidad de él para la ternura; él, la de ella para la fuerza. Juntos, supieron cuándo intercambiar los papeles. Theodore descubrió la alegría de hacerla arquearse y jadear, y ella la misma alegría en hacerlo estremecerse en la liberación. Descubrió que el hombre podía repetir dos veces; él, que tres no era suficiente para ciertas mujeres.
Y el agudo placer que se extendía sobre ellos en los minutos posteriores. Ahh, esos lapsos de debilidad, de languidez, en que los cuerpos exhaustos no podían hacer otra cosa que estar entrelazados, saciados.
Y los años no importaron demasiado. Lo único que importó fue que eran marido y mujer, consumados, que esa era la noche de bodas y que a lo largo de ella se brindaron mutuamente la más alta recompensa para todas las tribulaciones de la vida… una y otra… y otra vez…
21
Ese invierno de 1918 trajo consigo grandes cambios no sólo en el seno de la familia Westgaard sino también dentro de su miembro más reciente y en todo el mundo en su conjunto. Inmersa en su estado de bienaventuranza de recién casada, le hubiese resultado fácil olvidar que los reclutas norteamericanos iban a Francia para mantener la democracia del mundo a salvo y regodearse en la felicidad que iluminaba su corazón. Pero el ejemplo de su propia familia la hizo comprender que ella también tenía una obligación mayor aún por su responsabilidad como maestra. Linnea convenció al inspector Dahí de que le permitiese que la escuela se suscribiese al periódico y, en un esfuerzo por comprender, fue siguiendo junto con los niños los sucesos en Europa.