Theodore rió otra vez.
– Cuéntame qué era lo que imaginabas.
– Oh… al principio solía imaginar cómo sería besar a un muchacho… quiero decir, a un hombre. Besé una buena cantidad de cosas extrañas en aquellos tiempos. Mesas, ventanas heladas, almohadas… las almohadas son bástante buenas, en realidad, si no tienes al objeto verdadero. Después están las pizarras, el dorso de tu propia mano, los platos, las puertas…
– ¿Platos?
– A veces estaba lavando la vajilla e imaginaba que acababa de cenar con un hombre y que él estaba ayudándome a limpiar. O sea, si miras este hermoso plato limpio y ahí ves a esta persona que te contempla, cierras los ojos y finges y… bueno, tienes que usar la imaginación, Theodore.
– No, ya no -replicó y haciéndola rodar la colocó sobre su estómago para terminar la noche como lo hacían siempre.
Linnea era más de lo que él había esperado. Era brillante, alegre, espontánea. Convertía cada día en un goce compartido, en un motivo de celebración, en un período de tan intensa riqueza y plenitud que Theodore no entendía cómo había sobrevivido todos esos años de soledad sin ella. La llevaba a la escuela todas las mañanas y, desde el momento en que le daba el beso de despedida junto a la estufa que empezaba a caldearse, contaba las horas hasta que llegara el momento en que podía ir a buscarla. Nunca sabía con qué iba a salir a continuación. Veía las cosas desde una fresca perspectiva juvenil que, a menudo, le hacía reír y siempre lo hacía feliz que fuese tan joven como era.
Una mañana especialmente helada, estaban de pie junto a la estufa esperando que se calentara y el ratón de la escuela se escabulló de su escondite y pasó, agazapado, junto al friso.
– ¿Nunca has atrapado a esa peste?
– Nunca lo he intentado. No tuve coraje para matar al pobrecillo, así que he estado dándole queso. Es mi amigo.
– ¡Le diste de comer! ¡Linnea, los ratones son…!
– ¡Shh! Tiene frío… ¿ves? Quédate muy callado y observa.
Se quedaron callados, inmóviles, hasta que el ratón se acercó tímidamente, atraído por el calor y se detuvo al otro lado de la estufa apoyado sobre las patas traseras, calentándose las delanteras como si fuesen manos humanas.
Theodore no había visto nada semejante en toda su vida.
– ¿Haces esto con frecuencia? -le preguntó.
Al oír su voz, el animalito retrocedió, se detuvo y volvió hacia ellos un ojo de un rosado intenso.
– Ya hay suficiente muerte como para que queramos provocar más, ¿no te parece?
Theodore se preguntó si sería posible amar con más fuerza de la que él amaba en ese momento. La vida nunca había sido tan perfecta.
Pero un día de fines de marzo, Kristian destruyó esa perfección.
Había estado recorriendo el arroyo con Ray, levantando las trampas por el fin de la temporada y, esa noche, durante la cena, Theodore advirtió que el muchacho tenía algo en mente.
– Kristian, ¿hay algo que te preocupa? -le preguntó.
Él levantó la vista y se alzó de hombros.
– ¿De qué se trata?
– No te va a gustar.
– Hay montones de cosas que no me gustan, pero ese hecho no las modifica.
– Hace tiempo que vengo hablando al respecto con Ray y no estoy seguro de que él ya se haya decidido, pero yo sí.
– ¿Qué has decidido?
Kristian dejó el tenedor.
– Quiero alistarme en el ejército.
El silencio fue tal que se pudo oír el batir de los párpados. Todos dejaron de comer.
– ¿Que quieres qué? -repitió Theodore, amenazador.
– Hace mucho tiempo que he estado pensándolo. Yo también quiero participar en la guerra.
– ¿Estás loco? ¡No tienes más que diecisiete años!
– Soy lo bastante mayor para disparar un arma y eso es lo único que cuenta.
– Eres un granjero sembrador de trigo. El comité de alistamiento no te aceptará. Estás exceptuado de la leva… ¿lo has olvidado?
– Papá, no me has escuchado.
Theodore se levantó de un salto.
– Oh, ya lo creo que te he escuchado, pero lo que oigo no tiene un ápice de sentido.
Linnea jamás lo había visto tan enfadado. El padre apuntó con el dedo a la nariz del hijo y gritó:
– ¡Si crees que todo consiste en los reclutas apuntándose entre sí con palos de escoba, estás equivocado, hijo! ¡Van allá, les disparan y los matan!
– Quiero pilotar aeroplanos. ¡Quiero verlos!
– ¡Aeroplanos! -Theodore se mesó el cabello, giró el cuerpo exasperado y se volvió otra vez hacia Kristian-. Lo que pilotarás será un par de caballos y un arado, porque no te dejaré ir.
– Quizá quiera hacer otra cosa en la vida que no sea conducir caballos tras un arado. Quizá quiera ver otra cosa que no sea la grupa de los caballos y oler algo más que estiércol. Si me alisto, lo lograré.
– Lo que verás allá es el interior de una trinchera y lo que olerás es gas mostaza. ¿Eso es lo que quieres, muchacho?
Linnea tocó el brazo de su marido:
– Teddy…
Theodore hizo un violento gesto para sacudirse la mano.
– ¡No le metas en esto! ¡Esto es entre mí hijo y yo! Repito, ¿eso es lo que quieres?
– No puedes detenerme, pa. Lo único que tengo que hacer es esperar a que termine la escuela y echar a andar por ese camino y tú no sabrías dónde encontrarme. Bastará con que diga que tengo dieciocho y me tomarán.
– Ahora resulta que, además de criar a un tonto, he criado a un mentiroso.
– Si tú me dieses permiso, no me vería obligado a serlo.
– ¡Nunca! No, mientras me quede aliento.
Kristian demostró un férreo control, diciendo con calma:
– Lamento que eso sea lo que sientes, pa, pero de todos modos me iré.
A partir de ese día la tensión en la casa fue palpable. También se infiltró en el dormitorio de Theodore y Linnea, pues esa noche, por primera vez desde que estaban casados, no hicieron el amor. Cuando la mujer le tocó el hombro, él respondió, gruñón:
– Déjame en paz. Esta noche no estoy de humor.
El hecho de que rechazara su ofrecimiento de consuelo cuando más lo necesitaba, la impulsó a apartarse hacia su lado de la cama, abatida, tragándose las lágrimas que le ahogaban la garganta.
También en la escuela parecían haber terminado los días apacibles.
Como si la savia estuviese ascendiendo en él igual que en los chopos de la pradera. Alien reanudó sus trapacerías. Puso renacuajos en la marmita de agua, un trozo de carne cruda detrás de los libros, en la biblioteca, y almíbar en el asiento del pupitre de Frances. Había ocasiones en que Linnea tenía ganas de estamparle la cabeza contra la pared. Hasta que un día, el chico fue demasiado lejos, y lo hizo.
Pasaba junto a ella al sonar la campana de las cuatro de la tarde cuando tiró del reloj de la maestra y lo dejó retraerse, con un chasquido contra el pecho de ella. Antes de haber registrado del todo la sorpresa, siquiera, Linnea agarró dos puñados de cabello y le golpeó el cráneo contra la pared del guardarropa.
– ¡No te atrevas a hacer semejante cosa otra vez! -Siseó a un par de centímetros de la nariz del niño, tirándole con tanta fuerza del cabello que se le levantaron las comisuras de los ojos-. ¿Entendido, señor Severt?
Alien estaba tan atónito que no movió un músculo.
Los más pequeños miraban, con los ojos redondos como platos, y Frances Westgaard reía con disimulo.
– Me duele -dijo Alien entre dientes.
– Te dolerá más si sigues con esta clase de conducta. Te haré expulsar de la escuela.
Así, con los ojos rasgados hacia atrás. Alien tenía una expresión más malévola que nunca. Linnea percibió la sed de venganza en esos fríos ojos claros, algo peor que la crueldad. Era una impiedad que no sabía cómo afrontar. Y he aquí que lo había avergonzado delante de otros niños por segunda vez. Notó cómo aumentaba el ansia de venganza y, cuando le soltó la cabeza, le temblaban las manos.