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– ¿Qué opinas, crees que debería dejármelo crecer?

No tenía conciencia de lo que hacía; pensaba en ella, en lo bella que estaba con esos labios del color del atardecer y los ojos de largas pestañas fijos en él.

– No lo sé. Pienso que será mejor que te bese primero y después decidiré.

– Bésame, pues.

Lo hizo, dejando el dedo y la barba de maíz en el medio y los dos rieron tontamente y las finas hebras oscuras les hacían unas cosquillas terribles. Por fin, ella se irguió entre las piernas separadas de él y se apartaron, mirándose a los ojos.

– Oh, Kristian…-murmuró, al mismo tiempo que él murmuraba el nombre de ella.

Ya no necesitaron más pretextos. La barba cayó sobre el cuello de la chaqueta de Kristian, los brazos de Patricia lo rodearon y se besaron plenamente, tan apretados como lo permitía la ley de gravedad, el vientre de ella encajado en las partes más calientes de él y los brazos estrechándose, tenaces. Kristian apretó los muslos contra las caderas de ella y exploró los labios de la muchacha con la lengua. Patricia necesitó un poco de orientación para entender lo que esperaba de ella y abrió los labios, permitiendo que la lengua de Kristian la sondeara.

El tibio y blando contacto los sacudió y, cuando el beso acabó, los dos se echaron atrás para contemplarse, todavía un poco aturdidos por el descubrimiento.

– Pienso en ti todo el tiempo -susurró la niña.

Kristian le acomodó una hebra de cabello que había quedado atravesada en la frente.

– Yo también pienso en ti. Pero necesito hablar contigo acerca de algo y cuando empezamos a besamos me olvido de todo.

– ¿Hablar de qué?

– Mí padre y yo tuvimos una discusión tremenda… dos, en realidad.

– ¿Con respecto a qué?

El muchacho giró sobre sí mismo y reanudó el desgranado de las mazorcas. Por encima del fuerte fragor metálico y el ruido de los granos que caían. Patricia creyó oírle decir:

– Quiero alistarme.

Pero eso era absurdo. ¿Quién querría ir a la guerra?

– ¿Qué?

Esta vez se volvió para que la muchacha viese el movimiento de sus labios.

– Quiero alistarme -repitió más fuerte, sin dejar de hacer girar la manivela,

Poniéndole una mano sobre la de él, lo obligó a detenerse.

– ¿Alistarte? O sea, ¿ir a luchar?

Kristian asintió.

– En cuanto me gradúe, en la primavera.

– Pero, Kristian…

– Seguramente vas a discutirme igual que lo hizo mi padre.

Abatida, Patricia tragó saliva y se quedó mirándolo. Luego se sentó y metió las manos juntas entre los muslos.

– ¿Por qué?

– Quiero volar en aeroplanos y… y quiero ver otras partes del mundo, además de Álamo, en Dakota del Norte. Oh, maldito sea, no sé.

Se disponía a levantarse de un salto, pero ella lo sujetó por las rodillas y lo obligó a quedarse donde estaba.

– ¿No podrías hacerlo sin convertirte en soldado?

– No lo sé. Mi padre dice que soy un cultivador de trigo y me temo que, si no me marcho, es muy probable que siga siendo cultivador de trigo el resto de mi vida, y quizá pueda ser otra cosa. Sin embargo, cuando intento razonar con mi padre al respecto, se enloquece y grita.

– Porque está asustado, Kristian, ¿no lo comprendes?

– Sé que lo está… yo también. ¿Y por eso tiene que gritarme? ¿No podríamos hablar, sencillamente?

No supo cómo responderle. En los últimos tiempos, ella misma tenía discusiones con sus padres que no sabia cómo se originaban.

– Pienso que eso de discutir con los padres está relacionado con la maduración.

Era tan serena, tan razonable… Al mirarla, sintió que sus convicciones flaqueaban.

– ¿Qué pensarías si me fuese?

Patricia lo observó atentamente un momento y respondió en voz suave:

– Te esperaría. Te esperaría todo el tiempo que fuese necesario.

– ¿De verdad?

Asintió con aire solemne.

– Porque creo que te amo, Kristian.

Más adelante, a menudo él pensaría lo mismo con respecto a ella, pero, al oírla decirlo, fue como si hubiese recibido un golpe. Al instante puso las manos sobre sus brazos y la atrajo otra vez hacia sus brazos.

– Pero no deberíamos decirlo -dijo con la boca en el cuello de Patricia-. Menos ahora que estoy pensando en marcharme. Haría todo mucho más difícil.

Patricia se pegó a él, apretando sus pechos contra él.

– Oh, Kristian… podrías morir.

Las palabras quedaron amortiguadas por el cuello del abrigo, hasta que él le hizo girar la cabeza y las bocas se unieron. Al tiempo que se estrechaban entre sí, la mano trémula, insegura del muchacho se deslizó dentro de la tibieza del abrigo de la muchacha, paseó por la espalda, el costado y, por fin, buscó el pecho. Patricia contuvo el aliento y su boca quedó suspendida cerca de la de él, aunque sin tocarla.

– Es pecado -susurró, echándole el aliento tibio sobre tos labios húmedos.

– También la guerra -respondió Kristian, susurrando.

Aun así, Patricia le retuvo la mano, se la llevó a los labios y le besó los nudillos.

– Entonces, quédate -le suplicó.

Sin embargo, mientras la besaba por última vez y luego se separaba, supo que Patricia era una parte de lo que podría retenerlo para siempre si no se marchaba al comenzar el verano.

22

Llegó la primavera a la pradera, igual que una joven preparándose para el primer baile, tomándose su tiempo para acicalarse y embellecerse.

Se bañó en suaves lluvias y salió del baño fresca y sin nieve. Se secó con brisas tibias, desperezándose bajo el sol benigno, dejando que el viento le peinara la melena de hierbas hasta dejarla enhiesta y esponjosa. Colocó sobre su pecho un toque de la fragancia de la tierra, de sol y de vida renovada. Se puso un alegre sombrero bordeado de azafranes, lirios y lilas, estiró las enaguas rojas de los sauces y ensayó pasos de danza, encaramada en la inquieta brisa de abril.

Los animales regresaron, como llamados por una señal. Las ardillas listadas se encaramaban a los montículos junto a las cuevas recién cavadas y luego se perseguían juguetonas. Los perros de la pradera ladraban y zumbaban llamando a los compañeros al atardecer. Las perdices blancas de agudas colas tamborileaban como truenos entre los matorrales de las tierras bajas. Ánades y gansos llegaban desde el norte. Y por último, pero no por ello menos importante, los caballos que volvían al hogar.

Llegaron con el instinto de aquellos que conocen su objetivo, apareciendo una noche junto a la verja de los prados, relinchando para que les abrieran, para que les pusieran los arneses, para arar el suelo una vez más.

Con las píeles hirsutas y espesas, se quedaron esperando como si el ruido que hacían las hojas del arado al ser afiladas hubiese flotado sobre la pradera llamándolos, haciéndolos regresar. Estaban todos: Clippa, Fiy, Chief y todos los demás: dos yeguas, Nelly y Lady, preñadas.

Todos salieron juntos a recibirlos, y Linnea presenció la reunión, renovándose su percepción del valor que tenían los caballos para un granjero. Nariz con nariz, aliento a aliento, se comunicaron hombre y bestias, felices de estar otra vez juntos. Teddy y Kristian rascaron las anchas frentes de los caballos, caminaron en amplios círculos alrededor de ellos, les palmearon los hombros, les revisaron los cascos. Linnea vio cómo Teddy pasaba una de sus manos anchas por el vientre de Lady, recuperando el poderío de su voz:

– Yo he formado una familia y él es casi un hombre hecho y derecho.

¿Qué diría cuando ella se lo contara, si lo que sospechaba se confirmaba? Le había faltado un período menstrual y estaba esperando a que le faltara otro para darle la noticia. No habían vuelto a hablar de hijos, pero, si era cierto y ella estaba embarazada, sin duda Theodore estaría tan embelesado como ella.

Transcurrió abril y, aunque empezó de lleno la roturación del suelo, los muchachos mayores asistían a clase todos los días. Linnea no sabía si se debía al hecho de que ahora la maestra era la esposa de Theodore Westgaard o de que él y Kristian seguían sin hablarse.