– Si hubiese alguna persona allá afuera, el sonido podría orientarlo hacia aquí. -Linnea recorrió el círculo con la vista-. Quiero voluntarios para que se queden en el guardarropa y toquen la campana cada minuto más o menos. Pueden turnarse de dos en dos, y dejaremos abierta la puerta del guardarropa para que no haga tanto frío allí, Kristian se levantó de inmediato seguido por Patricia, que durante la conversación anterior había clavado la vista en él con expresión angustiada.
Skipp Westgaard fue el que habló a continuación.
– Señora Westgaard, ¿no cree que nuestros padres vendrán a buscarnos a la escuela?
– Me temo que no, Skipp. No lo harán hasta que la nieve se los permita.
– ¿Eso quiere decir que, quizá, debamos quedamos a dormir en la escuela?
– Es posible.
– P…pero ¿dónde vamos a dormir?
Respondió Alien Severt:
– Sobre el suelo… ¿en qué otro lugar, tonto?
– ¡Alien! – lo reprendió Linnea con vivacidad.
Alien inquirió, en tono hosticlass="underline"
– Lo que yo quiero saber es qué vamos a cenar.
– Vamos a compartir lo que haya quedado en las marmitas de los almuerzos, y yo…
– ¡No le daré a nadie mi manzana! -la interrumpió, grosero.
Linnea no le hizo caso y siguió:
– Tengo raciones de emergencia de bizcochos y pasas. Hay agua para beber, y tengo un poco de té. Pero nos preocuparemos de eso cuando llegue el momento, si es que llega. Por ahora, ¿por qué no pensáis en algún juego para entreteneros? Por si no lo adivináis, las clases han terminado por hoy.
Con eso los hizo reír.
Sobre las cabezas se oyó el tañido de la campana, y Linnea, sin darse cuenta, miró el reloj.
Volvió al escritorio y anotó un segundo registro: 3:55. Haremos sonar la campana de la escuela cada cinco minutos, para guiar a cualquiera que pueda estar perdido en medio de la noche.
Pero no podía quedarse sentada junto al escritorio ni un minuto más.
Las ventanas la atraían de forma extraña. Se quedó contemplando ese mundo exterior oscurecido, estremeciéndose por dentro. De espaldas al salón, juntó las manos sobre el alféizar y apretó los dedos hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Cerró los párpados, apoyó la frente contra el cristal frío y movió los labios en silenciosa plegaria.
Todo el camino de regreso desde el pueblo, los caballos estuvieron nerviosos. Theodore no dejaba de observar el cielo, el horizonte y el camino que tenían delante tratando de entender el motivo de la inquietud de los animales. Pensó que podían ser coyotes. En esa región, siempre había que estar atento a su presencia porque asustaban a los caballos. No atacaban pero sí los encabritaban. Por eso llevaba siempre una pistola: para ahuyentar a las alimañas, no para matarlas. Los coyotes se alimentaban de muchos de los animales que comían grano, y por eso no tenían motivos para querer matarlos.
Como no vio ninguno, sus pensamientos giraron hacia Linnea. No debió de haber sido tan rudo con ella, pero, ¡maldición!, ella no entendía.
Era demasiado joven para entender, uno criaba a un hijo, cifraba en él todas sus esperanzas, lo veía crecer, lo alimentaba, te brindaba amor, sostén, todo, y pese a todo se veía impotente cuando al hijo se le ocurría la estúpida idea de poner en peligro su vida.
En ese sentido también había sido injusto. Le pesaba haberla emprendido contra su esposa por hablarle de su embarazo como si él no hubiese tenido participación. Disgustado consigo mismo, trató de pensar en otras cosas.
Habían regresado las lechuzas, para anidar en los escondrijos abandonados por los tejones el año anterior: señal segura de que la primavera había llegado. Los conejos habían cambiado sus pieles blancas por otras pardas. Ulmer dijo que las truchas ya picaban en el Littie Muddy. "Tal vez Ulmer, John y yo, los tres juntos, podríamos ir allí uno de estos días."
– Ulmer dice que las truchas están picando.
John, que estaba a su lado, alzó las cejas imaginando la grata perspectiva, pero no pronunció palabra.
– Qué bueno, ¿no?
– Ya lo creo.
– Si mañana empezamos temprano, podríamos tener hecho el Noreste veinte a eso de las cuatro.
Siguieron avanzando, contentos, imaginando las gordas "arcoiris" retorciéndose sobre la orilla del arroyo y luego chimando en la sartén de su madre.
Cub se espantó.
– ¡Soooo!… Tranquilo, muchacho. -Theodore frunció el entrecejo-. No sé qué les pasa hoy.
– Quizá sea fiebre de primavera.
Theodore rió entre dientes.
– Cub ya es muy viejo para eso.
John fue el primero en notarlo.
– Allá adelante pasa algo.
Theodore entornó los ojos.
– Parece nieve.
– No. Hay sol.
John echó la cabeza atrás y miró el cielo con los ojos entrecerrados.
– Nunca vi nieve con ese aspecto. ¿Qué otra cosa podría ser?
La primera racha de viento helado los golpeó en pleno rostro.
– Después de todo, podría ser nieve.
– ¿Tan espesa? Pero si no se puede ver el camino al otro lado de eso ni nada que esté más allá.
Esforzaron la vista, prestando más atención, perplejos. Theodore comentó, lúgubre:
– Será mejor que te subas el cuello. Tengo la impresión de que vamos a dejar la primavera atrás.
Con calma, se bajó las mangas y se encasquetó mejor el sombrero.
Cuando los azotó el muro de viento y nieve, se tambalearon hacia atrás, sobre el asiento del carro. Los caballos cabriolearon, nerviosos, retrocediendo, bajo la mirada incrédula de Theodore. ¡No podía ver ni las cabezas de Cub y Toots! Era como sí alguien hubiese abierto la compuerta que daba sobre el Ártico. Se abatió como una avalancha, un torrente de copos originado en una aterradora oleada de aire que, a cada segundo, era más frío.
Forcejeando, por fin Theodore logró controlar a los animales. Avanzaban, pero no podían saber hacia dónde, de modo que los dejó seguir a su antojo.
– John, ¿tú crees que será sólo una ráfaga de nieve? -preguntó.
– No lo sé. Este aire parece hielo, ¿no?
El aire era hielo. Les mordía las mejillas, les picoteaba los párpados y se les metía por los cuellos de las camisas.
– ¿Qué quieres hacer, John? ¿Seguir?
– ¿Crees que Cub y Toots podrán seguir el camino? -gritó John, a su vez.
En ese preciso momento, el tiro mismo respondió, encabritándose y relinchando, en algún punto de esa manta blanca que los ocultaba a la vista.
– ¡Arre!
Pero la única reacción de los caballos ante el chasquido de las riendas fue quejarse y moverse a un lado.
Maldiciendo por lo bajo, Theodore le entregó las riendas a su hermano.
– ¡Trataré de hacerlos andar!
Saltó por el costado y, doblándose en el viento, buscó a los caballos a tientas. Pero, cuando aferró la brida de Toots, la yunta forcejeó y tironeó.
Theodore juró y empujó, pero Toots hizo girar los ojos y clavó las patas.
Dándose por vencido, regresó a la carreta y le gritó a John:
– ¿A qué distancia calculas que estamos de la propiedad de Norquist?
– Pensé que ya la habíamos pasado.
– No, está más adelante.
– ¿Estás seguro?
– Sí.
– Podríamos desenganchar a Cub y a Toots del carro y dejar que nos guíen. Quizá nos lleven allí.
– ¿Y veremos la casa cuando estemos frente a ella?
– No sé. ¿Qué otra cosa podemos hacer?
– Podríamos caminar guiándonos por la Linnea de la cerca.
– No sé si hay alguna cerca por aquí.
– Espera. Iré a fijarme.
Theodore dejó atrás la carreta y caminó en ángulo recto, tanteando con las manos. No había dado cinco pasos cuando la nieve ya se lo había tragado. Se fijó a ambos lados del camino, y no había cerca en ninguno de los dos. Para volver a la carreta tuvo que guiarse por la voz de John. Se sentó junto a él y le dijo:
– No hay cerca. Prueba otra vez con los caballos.