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Sólo tenía tres sacos para desparramar, pues los otros eran necesarios para sostener la carreta levantada y dejarles una brecha. Pero, cuando quedó distribuido el contenido de los tres sacos, el maíz constituyó un lecho mucho más cómodo. Otra vez acurrucados, vientre contra espalda, los dos hombres se instalaron encima, absorbiendo su calor.

Estuvieron así un rato, hasta que John preguntó:

– No saliste a mear, ¿verdad?

Sorprendido, Theodore sólo atinó a mentir:

– Claro que sí.

– Pienso que saliste para soltar a Cub y a Toots.

Theodore pensó otra vez. Buena hora elegiste para volverte perspicaz, hermano.

– ¿Por qué no cierras los ojos y tratas de dormir un rato? Así el tiempo pasará más deprisa.

Pero el tiempo nunca había avanzado más lentamente. Después de un rato, el grano se desplazó y se quedaron otra vez tendidos sobre guijarros y palillos. El poco calor que habían absorbido se acabó. Empezaron los temblores… primero en John y, en un momento dado, en Theodore. Vieron cómo la luz blanquecina del día se convertía en la púrpura del atardecer.

Estuvieron largo rato en silencio, hasta que John dijo:

– Teddy, tú y la pequeña señorita, ¿habéis discutido?

En la garganta de Theodore se formó un nudo. Cerró los ojos y trató de tragarlo, negándose a entender por qué John había abordado semejante tema en un momento como ese.

– Sí -logró decir.

John no preguntó. John nunca preguntaba.

– Está embarazada y yo… eh, me puse muy furioso por eso y le dije que no quería tener más hijos.

– No deberías haber hecho eso, Teddy.

– Lo sé.

Y, si se congelaban y morían bajo esa maldita carreta, nunca tendría oportunidad de decirle a su mujer cuánto lo lamentaba. Le llenó la mente su imagen, tal como la había visto la última vez: de pie con el rastrillo en la mano, protegiéndose los ojos con la otra, los niños diseminados alrededor como una bandada de pinzones y detrás el edificio blanco de la escuela con la puerta abierta de par en par. Evocó la fila de álamos que empezaban a verdear en las puntas, la zanja bordeada de lirios silvestres, Kristian rastrillando cerca de la orilla… las dos personas que más amaba en el mundo, y se había mostrado brusco con los dos. Linnea había agitado la mano y saludado, pero él, obstinado, casi no le respondió. Cuánto deseaba ahora haberlo hecho. Sentía angustia y ganas de llorar. Pero, si lloraba, ¿quién impediría que John se diese por vencido?

Para empeorar las cosas, de repente. John explotó. Apartó el brazo de Theodore y se arrastró sobre el vientre en dirección a la libertad.

– No puedo soportarlo más. Tengo que salir de aquí unos momentos.

Theodore lo atrapó por los tobillos.

– ¡No! Vuelve aquí, John, aquí abajo no se está muy bien, pero es peor afuera. La temperatura sigue bajando y te congelarías casi de inmediato.

– Déjame ir, Teddy. Sólo un minuto. Tengo que salir antes de que caiga la noche y no pueda ver más.

– Está bien. Saldremos juntos, veremos a los caballos y la nieve. Veremos si está disminuyendo.

Pero no era así. A los caballos la nieve casi les llegaba hasta la barriga y la carreta ya era un altozano sólido. La única abertura estaba del lado de sotavento, donde el viento se arremolinaba dejando un espacio de treinta centímetros para que pudiesen acceder arrastrándose. De pie, Theodore se abrazaba, viendo cómo John se estiraba y hacía inspiraciones profundas, alzando la cara al cielo. Ese maldito tonto se congelaría los dedos si no metía las manos bajo los brazos.

– Ven, John, tenemos que volver a metemos ahí abajo. Aquí hace demasiado frío.

– Ve tú. Yo me quedaré aquí un minuto.

– ¡Maldita sea, John, te congelarás! ¡Ven aquí abajo de inmediato!

El tono severo provocó en John una inmediata docilidad.

– E…está bien. Pero tengo que estar otra vez cerca de la abertura, ¿de acuerdo, Teddy?

El infantil ruego hizo que Theodore se arrepintiese enseguida de haberle regañado.

– De acuerdo, pero date prisa. Si nuestras manos no están ya congeladas, pronto lo estarán.

Ya de vuelta en la madriguera, John preguntó:

– ¿Todavía sientes los dedos, Teddy?

– No estoy seguro, ni estoy dispuesto a pensarlo.

Callaron otra vez. Pronto, el mundo que los rodeaba fuera del refugio se tornó completamente negro.

– Creo que se me ha congelado la nariz -farfulló John.

– Bueno, si girases para acá de cara al interior o me dejaras a mí estar de ese lado por un rato podría deshelarse. Como sea, ¿qué diferencia hay ahora? Fuera es de noche y está tan oscuro como aquí dentro.

Lo único que dijo John fue;

– Por lo menos tengo un agujero para respirar.

Gozaron del milagro de dormirse.

Theodore despertó, desorientado. Junto a él, John estaba demasiado inmóvil, y Theodore buscó su cara en la oscuridad: la sintió helada. Pero quizá lo que estuviese helada fuera su propia mano.

– Tienes que darte la vuelta. Vamos, no discutas.

Esa vez, John se sometió. Theodore lo rodeó con los brazos y lo abrazó como si fuese un niño, procurando apaciguar su propio miedo. No podían morir de ese modo. Sencillamente no podían. ¡Pero si cuando salieron de la casa su madre tenía sábanas colgando a secar y pan cociéndose en el horno! A esas alturas, ya estaría horneado y guardado en la panera. Un día de esa semana irían de pesca con Ulmer. Y Kristían terminaría el octavo grado dentro de cuatro semanas. ¿Qué diría Kristian si su propio padre faltaba a la ceremonia? ¿Y Linnea? Oh, su dulce Linnea creía que aún estaba enfadado con ella. E iba a dar a luz al hijo de los dos. No podía morirse sin ver a su hijo. Yaciendo en la lóbrega negrura bajo la carreta con su hermano temblando en sus brazos, a Theodore le parecieron todas razones válidas para que la nevisca no ganase la partida.

Le dolían mucho las costillas. No tenía sensaciones en los píes y, cuando intentaba levantar la cabeza del maíz, le palpitaba. Pese a todo, se adormiló de nuevo, aunque un pensamiento impedía que se durmiese del todo… algo que tenía que decirle a Linnea cuando la viese. Algo que tendría que haberle dicho la noche anterior.

Se despertó otra vez, sintiendo la respiración firme de John en la cara. Se preguntó cuánto tiempo habría pasado, si seguía siendo la primera noche. Se sentía desorientado y misteriosamente ingrávido, como si tuviese todo el cuerpo lleno de aire tibio y movedizo.

No podía pensar con claridad. ¿Estaría cerca del fin? ¡No!

Empujó a John de espaldas.

– ¿Qué…?

– Despierta, John. Sal de aquí. Pienso que tenemos que movernos, pues, de lo contrario, nos congelaremos más, si es que no lo estamos ya.

– No sé si puedo.

– ¡Inténtalo, maldición!

Salieron rodando, tambaleándose. La ventisca estaba peor que nunca. Los embistió con el mismo muro invencible de nieve y viento, como antes. Los caballos aún estaban ahí, leales, esperando. Relincharon, sacudieron las cabezas e intentaron moverse, pero se lo impidió la acumulación de nieve que tenían debajo de las barrigas.

Con dificultad, los hombres se abrieron paso hacia los animales.

– Pon las manos junto a la nariz de Cub. Tal vez así se calienten -le indicó Theodore.

Permanecieron junto a las cabezas de los caballos, tratando de calentarse con cualquier cosa que pudiese proveerles el mínimo de calor. Pero era inútil, Theodore lo sabía.

Una luz tenue empezaba a asomar en el cielo por el Este, a través de la nevada. Trató de aprovechar esa luz para mirar el reloj y lo único que logró fue descubrir que sus dedos ya no eran capaces de manipular el delicado cierre para abrir la lapa. Volvió a guardarlo en el bolsillo, aferró la cabeza de Toots apoyando la mejilla contra la crin y preguntándose si un hombre sabía cuándo traspasaba sus propios límites: la hora exacta, el minuto exacto en que era necesario manipular al destino si quería sobrevivir.