Posteridad.
Le dijo en silencio al niño que llevaba en el vientre: "Ahora escucha, esta es tu herencia".
El relato prosiguió, salpicado por palabras misteriosas: pan ácimo y marismas, arándanos y zarzas.
Mucho después, aparecieron por el Este las luces de las linternas balanceándose. Linnea se paró ante la ventana con la garganta constreñida por el temor, que le zumbaba en las venas y brotaba perlándole la frente.
Escudriñó la noche, remisa a anunciarle a Nissa que llegaban, dándole tiempo -era vieja y le quedaba poco por vivir-, todo el tiempo que fuese posible concederle.
No había caballos – ¿dónde estaban los caballos?-, sino un par de toboganes transportando dos formas oscuras, y se veían cabezas gachas a la luz dorada de las linternas. Linnea se desesperó. ¡Oh, Dios, oh. Dios, los dos no!
La voz de Nissa canturreó:
– Había fuegos en las colinas de Whitsuntide, y ardían buena parte de la noche…
¿Fue la voz de Linnea la que, finalmente, habló tan queda, tan serena, aunque sentía que estaba muriéndose a cada segundo que pasaba?
– Están llegando.
El relato de Níssa se interrumpió. La mecedora se inmovilizó. Apartó con suavidad a los pequeños del regazo, mientras sus hijos y nietos arrastraban los pies hacia la casa con su carga a cuestas sobre la nieve bañada por la luna. Una capa de pavor como nunca había experimentado aplastó a Linnea.
Cuando abrió la puerta, el primero en entrar fue Lars, cuyos ojos atribulados se posaron ante todo en la mecedora.
– Ma… -exhaló con voz ronca y quebrada.
Nissa echó el torso hacía delante, con el dolor agitándose en sus ojos.
– ¿Los dos? -preguntó,
– No… s…sólo John. Para Teddy, llegamos a tiempo.
Las mejillas aterciopeladas de Nissa parecieron convertirse en bolsas de desdicha. Su grito atravesó el ambíeme.
– Oh no… oh, John.,. hijo mío, hijo mío…
Se rodeó el cuerpo con un brazo, se tapó la boca con una mano y se meció en breves movimientos cortos. Rodaron las lágrimas, que quedaban atrapadas en el borde inferior de las gafas para luego hallar su cauce en los valles de desesperación del rostro, que las conducían hasta la barbilla.
– Ma… -logró pronunciar otra vez Lars.
Se apoyó en una rodilla, ante la madre. Aferrados, se condolieron juntos. Presenciando la escena, Linnea sintió que la gratitud y la pena luchaban en su pecho: Teddy estaba vivo… pero John… El tierno John. De las comisuras de sus ojos empezaron a manar lágrimas y le temblaron los hombros. Los niños, callados e inseguros, pasaban la mirada inquisitiva de la abuela a la maestra. Algunos de ellos comprendían, pero dudaban. Otros todavía creían que la peor consecuencia de una nevisca era la obligación de comer pasas de uva.
Entraron los hombres, cargando los toboganes como literas. Apoyaron junto a la estufa los cuerpos envueltos en mantas y tras ellos entró Kristian, con el rostro demacrado y pálido. Su mirada acongojada se posó de inmediato en la de Linnea.
– Krist… -trató de decirle, pero la palabra se cortó por la mitad.
El muchacho se le arrojó en los brazos, cerrando los ojos y esforzándose por tragar las lágrimas que ya no podía contener.
– Papá está vivo -logró decir en un susurro.
Lo único que atinó a hacer Linnea fue asentir contra el hombro del joven, pues tenía la garganta demasiado cerrada para hablar. Kristian se soltó del abrazo y la mujer vio a Raymond junto a ellos, tan abatido como todos los demás. Lo abrazó con fuerza, mientras se oía el llanto quedo de Nissa y Ulmer se arrodillaba en el suelo junto a los toboganes.
– Que alguien se lleve a los niños de aquí -ordenó, con voz trémula.
Controlando la necesidad de comprobar con sus propios ojos que Teddy estaba vivo, Linnea hizo lo que sabía que se necesitaba con mayor urgencia.
– Venid, n…niños. -Se pasó la mano por los ojos-. Venid conmigo arriba.
Se resistieron, percibiendo la desgracia, pero los hizo subir delante de ella por los escalones crujientes, hacia la penumbra de arriba.
– Esperad ahí. Iré a buscar una lámpara.
Lo que vio cuando se dio la vuelta para ir a buscar la lámpara, la paralizó: Ulmer había apañado las mantas dejando al descubierto el cuerpo de Theodore, enroscado en posición fetal, con las manos cruzadas apretando los hombros. Tenía el cabello aplastado contra el cráneo y las ropas pegadas al cuerpo con una asquerosa mezcla de sangre coagulada y tripas.
Tenía sobre el rostro y las manos una película de un líquido que parecía aceite rojo. Los ojos estaban cerrados y los labios abiertos, como ahogando una eterna exclamación, pero no se movía un solo músculo. Daba la impresión de ser él el muerto.
De su garganta brotó un grito. Ulmer alzó la vista.
– Llévate a los niños arriba, Linnea -le ordenó, severo.
Linnea clavaba la vista horrorizada, con la mandíbula moviéndose sin control y la boca abierta.
– ¿Qué…?
– Está vivo. Nosotros lo cuidaremos, ¡ahora, toma la linterna y vete!
Con el estómago revuelto, salió de la habitación.
Arriba, los siete niños se instalaron en su antigua cama con las rodillas cruzadas, los ojos agrandados, asustados. Linnea sintió impotencia, llanto, náusea. "Theodore, oh. Dios querido, ¿qué te ha pasado? ¿Qué has soportado allá fuera, en medio de la furia de la tormenta? ¿Algo más tétrico que la ventisca misma? ¿Algo con dientes y garras?" Trató de recordar en qué parte tenía la piel desgarrada, pero había tanta sangre que era imposible saber de dónde había salido. Le sacudieron el cuerpo los temblores, mientras se sentaba en el borde de la cama y se abrazaba, meciéndose.
¿Qué clase de animal cazaba personas y atacaba en mitad de una nevisca?
"Por favor, oh, por favor, que alguien me explique lo que le pasó. Que me digan si vivirá."
El contacto de una mano pequeña en la espalda, y una vocecilla asustada y débil la sacó del marasmo.
– Tía Linnea.
Al volverse, vio a Roseanne arrodillada detrás de ella. Vio el temor en los grandes ojos castaños y en la mueca angustiada de la boca, lo vio reflejado en el círculo de caras de ojos dilatados, inquisitivos, y en las poses tensas. Entonces comprendió que, en ese momento, contaban con ella para que le diera seguridad a su mundo.
– Oh, Roseanne, tesoro. -Rodeó a la niña con los brazos, le dio un beso en la mejilla y la estrechó contra el pecho, y comprendió mejor aún por qué Nissa agradeció la presencia de los niños la última hora de vigilia-. Todos… -Abrió los brazos para incluirlos a todos, y aunque no cabían, se acurrucaron lo más cerca que pudieron, buscando consuelo-. Lo siento muchísimo. Sólo pensaba en mí. Y claro, vosotros queréis saber lo que ha sucedido. -Con ojos atribulados, observó el círculo de caras-. Ahora, démonos las manos todos.
Como habían hecho el Día de Acción de Gracias, cuando tenían tanto que agradecer, formaron un anillo de contacto humano, y Linnea les contó la verdad de lo ocurrido:
– El tío John está muerto, y el lío Teddy está… bueno, está muy… enfermo. Ayer, cuando volvían del pueblo, quedaron atrapados en la nevisca. Tenemos que ser muy fuertes y ayudar a la abuela Nissa, a Kristian, y a vuestros padres y madres, porque estarán muy t…tristes.
No pudo continuar. Dejó que las lágrimas manaran sin hacerles caso, aferrando dos manos pequeñas como si fuesen salvavidas. Vio que los semblantes pasaban del temor al respeto, y entonces comprendió que era la primera vez que enfrentaban a la muerte. Lo que constituyó para ella una gran sorpresa fue el modo en que se hicieron cargo de su maestra acongojada. La primera preocupación de los niños fue ella. Verla llorar los entristecía más que ninguna otra cosa. Intentaron consolarla, y durante esos minutos, el lazo de amor entre ellos se hizo aun más sólido.