Выбрать главу

– A veces tengo… bien, un pequeño problema. Me refiero a comportarme como una persona mayor. Mi padre solía reprenderme por ser tan soñadora y olvidar lo que estaba haciendo, Pero desde que he pasado por la Escuela Normal he estado esforzándome mucho por parecer madura y por no olvidar que soy una dama. Creí que la falda contribuiría a eso.

La joven conmovió a Nissa: ahí estaba, ataviada con ropa de persona mayor, tratando de comportarse como si ya estuviese lista para enfrentarse al mundo, cuando en cambio era evidente que estaba muerta de miedo.

– Supongo que debes echar de menos a tu familia. Nosotros somos desconocidos y tienes que habituarte a muchas cosas.

– ¡No! Quiero decir que… bueno, sí, claro que los echaré de menos, pero…

– Recuerda esto -la interrumpió Nissa-. No hay nada más terco ni cabeza dura que una banda de noruegos. Y son mayoría por aquí. ¡Pero tú eres la maestral Tienes un certificado que asegura que eres más inteligente que todos ellos, así que, si empiezan a ponerse insolentes, mantente firme y escúpeles en los ojos. ¡Eso sí lo respetarán!

"¿Ponerse insolentes?", se lamentó Linnea para sus adentros. "¿Acaso todos serán como Theodore?"

Como si su pensamiento lo hubiese materializado, entró Theodore por la puerta, seguido de Kristian.

Al verla se detuvo un momento y luego fue hacia donde estaban el cubo y el lavabo. Kristian se detuvo en seco y la miró boquiabierto, sin disimulo.

– Buenos días, Kristian.

– Bue…buenos días, señorita Brandonberg.

– Por Dios, si que se levanta temprano.

Kristian se sintió como si hubiese tragado una bola de algodón. No le salía una palabra y parecía haber echado raíces admirando el rostro fresco y joven de la maestra, el hermoso cabello castaño, toda acicalada y emperifollada con su falda y su blusa, que hacían parecer su cintura delgada como una rama de sauce.

– El desayuno está listo -informó Nissa pasando alrededor-. Dejad de parlotear.

Ante el lavabo, Theodore se enjabonó las manos y la cara, se enjuagó y, cuando se dio la vuelta con la toalla en la mano, vio a su hijo parado como un poste, contemplando boquiabierto a la señorita, que esa mañana parecía tener trece años. Incluso su forma de permanecer de pie era infantil, con los recatados zapatos plantados uno junto a otro. Sin embargo, el peinado no estaba mal, recogido de forma que acentuaba la longitud y la gracia del cuello.

Theodore censuró con firmeza el pensamiento y dijo:

– El lavabo es tuyo, Kristian.

Le dio otra vez la espalda a la maestra.

– Buenos días, Theodore -dijo ella, logrando hacerlo sentirse como un tonto por no haber saludado el primero.

Le dio la espalda.

– Buenos días. Veo que está lista a tiempo.

– Por supuesto. La puntualidad es la cortesía de los reyes -recitó, volviéndose hacia la mesa.

"¿La pun qué?", pensó Theodore, sintiéndose un ignorante, sabiendo que lo había puesto en su lugar con toda justicia mientras la veía sentarse.

– ¿John no ayudó esta mañana? -preguntó la joven, obligándolo a hablar aunque él no quería. Con una expresión agria en el semblante, Theodore se derrumbó en |a misma silla que había ocupado la noche anterior.

– John tiene su propio ganado que atender. Kristian y yo ordeñamos nuestras vacas y él, las suyas.

– Creí que tomaba todas sus comidas aquí.

– Llegará dentro de un par de minutos.

Nissa llevó una fuente con tocino fresco, otra con tostadas y cinco cuencos con algo que parecía papilla caliente. Mientras Theodore pronunciaba la plegaria -otra vez en noruego-, Linnea observó el contenido de su cuenco, preguntándose qué sería. No tenía olor, color ni atractivo alguno. Cuando acabó la plegaria, observó a los otros para ver qué tenía que hacer con esa mezcla pegajosa. Vio que untaban los suyos con abundante crema y azúcar y lo decoraban con manteca, de modo que los imitó y probó la mezcla con cautela.

¡Era delicioso! Tenía un sabor parecido al budín de vainilla.

John llegó poco después de comenzada la comida. Todos se saludaron, pero ella fue la única que hizo una pausa para agregar una sonrisa. El hombre se sonrojó y se sentó con torpeza en su silla, sin arriesgar otra mirada en dirección a la joven.

Igual que la noche anterior, la comida fue acompañada de fuertes chasquidos de lengua, pero nada de conversación. Para probar su propia teoría, Linnea dijo en voz alta y clara:

– Esto está muy bueno.

Todos se pusieron tensos y las cucharas se detuvieron a medio camino de las bocas. Nadie pronunció palabra. Al ver que las mandíbulas reanudaban el trabajo, preguntó a la mesa en generaclass="underline"

– ¿Qué es?

La miraron como si fuese bobalicona y Theodore rió entre dientes y engulló otro bocado.

– ¿Cómo que qué es? -Replicó Nissa-. Es romograut.

La joven ladeó la cabeza en dirección a Nissa.

– ¿Qué?

Esta vez, fue Theodore el que contestó:

– Romograut. -Señaló su cuenco con la cuchara-. ¿No sabe lo que es el romograut?

– Si lo supiera no habría preguntado.

– Ningún noruego necesita preguntar lo que es el romograut.

– Bueno, yo lo pregunto. Sólo soy noruega a medias… mi padre lo es. Como la que cocinaba era mi madre, la mayor parte de la comida era sueca.

– ¡Sueca! -exclamaron tres personas al unísono.

Si acaso existía algún noruego que no se consideraba mejor que cualquier sueco, no estaba en esa cocina.

– Es harina de cereal -le informaron.

Como tenían prisa por reanudar la tarea del día, al terminar la comida Linnea se ahorró la ronda de eructos. En cuanto cuencos y fuentes quedaron vacíos. Theodore empujó la silla hacia atrás y anunció, cortante:

– Ahora la llevaré a la escuela. Póngase las alas de pájaro si las necesita.

Su furia subió como una cometa en primavera. ¿Qué le pasaba a ese hombre que se complacía tanto en perseguirla? Por fortuna, en esa ocasión tenía preparada una respuesta que te encanto dar.

– No se moleste; le he pedido a Kristian que me lleve.

Las cejas de Theodore se elevaron, inquisitivas, y pasó la vista de uno al otro.

– Kristian, ¿eh?

La cara del muchacho se encendió como un faro y movió incómodo los pies.

– No tardaré mucho y me daré prisa para volver al campo en cuanto la haya dejado allí.

– Hazlo. Me ahorrarás la molestia.

Sin añadir palabra, salió de la casa. Linnea lo siguió con la vista con expresión irritada y cuando se volvió comprobó que Nissa la miraba con perspicacia, aunque sólo dijo:

– Necesitarás cosas de limpieza y una escalera para llegar a las ventanas y te preparé el almuerzo. Iré a buscarlo.

Kristian la llevó a la escuela en la misma carreta en la que ya había viajado. No habían avanzado tres metros por [a ruta, cuando ya se había olvidado por completo de Theodore. Era una mañana paradisíaca. El sol había ascendido en el cielo el ancho de un dedo y asomaba detrás de una cinta púrpura que lo dividía como una faja brillante, intensificando el color anaranjado con los rayos que pasaban por encima y por debajo. En ángulo oblicuo, iluminaban las crestas de los granos, confiriéndoles un luminoso dorado y convirtiendo al trigo en una masa sólida, inmóvil en el día sin viento. En el aire dominaba su fragancia. Y todo estaba tranquilo, quieto.

El canto del triguero llegó hasta ellos con la nitidez de un clarín y los caballos irguieron las orejas, pero siguieron avanzando con ritmo parejo. En un campo a la izquierda alzaban sus cabezas doradas varios girasoles.

– ¡Oh, mira! -Los señaló-. Girasoles. ¿No son hermosos?

Kristian la miró, interrogante: para ser maestra, no sabía mucho de girasoles.

– Mi padre los detesta.

Linnea se volvió hacia él, asombrada: