– Tendría que volver a casa.
Los brazos de la muchacha lo apretaron.
– No, todavía no.
– Es tarde.
– Todavía no -susurró Patricia, vehemente.
Sintió bajo las palmas el latido del corazón, firme y seguro. Entre los muslos sentía el roce de las piernas al ritmo de los cascos sobre la hierba.
– Ya casi llegamos al arroyo.
La rama de un sauce negro tocó la cara de Kristian y se agachó para eludirla, haciendo que Patricia se inclinara junto con él.
– Detente un minuto.
Kristian tiró de las riendas. Clippa obedeció de inmediato y bajó la cabeza mientras los dos que llevaba sobre el lomo permanecían sentados quietos, escuchando. Oían el gorgoteo del agua a cierta distancia y el dúo palpitante de dos ranas toro. Kristian echó la cabeza atrás para contemplar las estrellas. Chocó con la de Patricia, y entonces sintió el aliento tibio de la muchacha en la camisa, calentándole el omóplato. Tragó saliva y cerró los ojos, cubriendo el brazo de ella con el suyo.
– No tendríamos que habernos detenido.
Patricia le besó otra vez el omóplato.
– Podrías morir, Kristian.
– No voy a morir.
– ¡Puede sucederte! Puede ser y entonces no volvería a verte jamás.
– Yo tampoco quiero ir.
– ¿Por qué vas, pues?
– No lo sé. Es algo dentro de mí que me empuja. Pero tengo intención de volver para casarme contigo.
Percibió que, tras él, Patricia se erguía.
– ¿Casarte conmigo?
– Lo he pensado. ¿Tu no?
– Oh, Kristian, ¿lo dices en serio?
– Claro que lo digo en serio. -Los brazos de la muchacha le rodeaban la cintura y sus pechos le caldeaban la piel a través de la camisa de algodón blanco-. ¿Eso quiere decir que me aceptarías?
– Claro que te aceptaría. Me casaría hoy mismo contigo, si me lo permitieran.
Frotó con las palmas la parte de arriba de los muslos de Kristian, donde los pantalones se tensaban sobre músculos firmes. Jóvenes. De repente, Kristian pasó una pierna sobre la cabeza de Clippa y se apeó. Mirando hacia arriba, le recordó a Patricia:
– Todavía no has terminado la escuela. Será mejor que primero acabes con eso, ¿no te parece?
– Tengo quince años. A mi edad, mi abuela hacía ya un año que estaba casada. -Aunque la luz de la luna no iluminaba demasiado su rostro, Kristian adivinó la expresión de sus ojos sin necesidad de verlos.
– Ven, vamos a caminar.
La sujetó por la cintura, ella se apoyó en sus hombros y cuando se bajó del caballo los cuerpos se rozaron y ninguno de los dos se movió. La noche palpitaba alrededor. Los dos corazones acompasaron su ritmo. La respiración se les tomó rápida y pesada.
– Oh, Kristian, voy a echarte de menos -suspiró.
– Yo también a ti.
– Kristian…
Se elevó hacia él, arqueándole el cuello con los brazos, apretándose contra él. Cuando los labios se encontraron, fue con la desesperación que sólo traen las despedidas. Los cuerpos, flexibles y tensos, bullían en la inminencia de la madurez y la arrolladora necesidad de poseerse antes de la separación del día siguiente. Los brazos del muchacho la apretaron con fuerza y su lengua provocó en ella una respuesta. Las manos empezaron a recorrer el cuerpo, temerosas de la pérdida de algo que aún no habían ganado.
Encontró los pechos firmes, pequeños, levantados, la convexidad femenina contra su cuerpo duro, agrandado. Kristian inició un ritmo contra ella, que le respondió, hasta llegar a un punto en que ya no podían estar más cerca y de todos modos lo intentaban. Kristian se arrodilló, arrastrándola con él y cayeron sobre la hierba espesa y seca, que susurraba debajo de ellos mientras sumaban un nuevo ritmo palpitante al de la noche de verano que los rodeaba.
Cuando la rítmica caricia se volvió incontrolable, Kristian se apartó.
– Está mal.
Patricia lo atrajo otra vez hacia ella.
– Una vez… sólo una vez, por si no vuelves más.
– Es pecado.
– ¿Contra quién?
– Oh, Dios, no quisiera dejarte embarazada.
– No lo harás. Oh, Kristian, Kristian, te amo. Te prometo que te esperaré, por mucho que tardes.
– Oh, Patricia… -El cuerpo de la muchacha era como una cuna que lo mecía. Los dos cuerpos se ensamblaban en misteriosa armonía, que ellos no habían imaginado. Rodó hacia un costado y la tocó aquí y allá, descubriéndola. Patricia era la respuesta a innumerables preguntas de su mundo-. Yo también te amo… eres tan suave… tan tibia…
Patricia rozó con los nudillos los secretos masculinos, descubriendo ella también.
– Y tú eres tan duro y tibio…
Se desvistieron el uno al otro, pero sólo a medias, vacilantes. Los cuerpos se buscaron con la torpe incertidumbre de las primeras veces. Pero cuando la carne se unió a la carne, también se unieron sus almas, enlazadas por la promesa y el ruego por el futuro.
– Te amo, no lo olvides -le dijo él más tarde ante la puerta de su casa. Patricia sollozaba demasiado para responderle y sólo atinaba a aferrarse a él-. Dímelo una vez más antes de que me vaya -le dijo, asombrado de haber estado tan impaciente por crecer, sabiendo ahora que dolía tanto, preguntándose por qué había querido dejar ese lugar donde estaban todas las cosas que amaba.
– Te a…amo, K…Kristian.
La atrajo hacia sí, sujetándole la cabeza con las manos anchas.
– Asi lo recordarás. Reza por mí.
– Lo ha…haré… lo p…prometo.
Le dio un beso duro, fugaz, giró sobre los talones y montó a Clippa antes de arrepentirse otra vez, espoleando a la yegua hasta que se lanzó a todo galope bajo la luna de verano.
Acababa de amanecer. La abuela esperaba en la puerta, con seis emparedados de salchicha envueltos en papel encerado.
Kristian miró lo que le ponía en las manos.
– Abuela, no necesito eso.
– Tú llévalos -dijo, parca, tratando de contener el temblor de la barbilla-. En el ejército no hay nadie que sepa hacer una buena salchicha.
Kristian aceptó las salchichas y también la nueva hornada de fattigman.
– ¡Y ahora, arre! Date prisa y encárgate de esos alemanes, así podrás volver a tu patria, pues aquí está tu lugar.
El pequeño moño de cabello gris estaba en su lugar, las gafas enganchadas tras las orejas, el delantal limpio y almidonado. El nieto no recordaba haberla visto jamás de otra manera durante todos los años que vivieron en la misma casa. El sol matinal iluminaba los vellos de la barbilla convirtiéndolos en un suave terciopelo y se reflejaba en las chispas que surgían, sin que pudiese contenerlas, detrás de las gafas ovaladas. Kristian la atrajo con tanta fuerza hacia sí que estuvo a punto de romper los viejos huesos.
– Adiós, abuela. Te quiero.
Nunca se lo había dicho y, en ese momento, Kristian descubrió que era muy cierto.
– Yo también te quiero, muchacho tonto. Y ahora, ponte en marcha. Tu padre está esperándote.
Llegó a Álamo sobre el asiento de la carreta de doble caja, flanqueado por su padre y por Linnea, con los emparedados y las galletas sobre las piernas. En el pueblo, contempló las construcciones como si fuese la primera vez. Llegaron demasiado pronto a la estación. Demasiado rápido compraron el billete. Demasiado pronto apareció el tren, haciendo sonar el silbato.
Se detuvo junto a ellos con estrépito metálico y los envolvió en nubecillas blancas de vapor, mientras ellos se esforzaban, valientes, por no llorar.
Linnea colocó, sin necesidad, el cuello de Kristian.
– En tu maleta hay más calcetines de los que podrían llegar a usar dos soldados. Y también te puse un par de pañuelos de más.
– Gracias -respondió.
Las miradas se encontraron y se estrecharon en un fuerte abrazo, separándose con un rápido beso.
– Te amamos -le susurró la mujer contra la mandíbula-. Cuídate.
– Lo haré. Tengo que volver para conocer a mi hermana o hermano.
Dio la espalda a la cara empapada en lágrimas y miró a Theodore. Jesús, María y José… su padre estaba llorando.
– Pa…
Con el rostro contraído por la pena, Theodore apretó al hijo contra su ancho pecho fuerte. Se le cayó el sombrero de paja y nadie lo notó. El conductor gritó:
– Todos al tren.
El padre aferró el cuerpo vigoroso del hijo, rogando que regresara del mismo modo.
– Manten la cabeza baja, muchacho.
– Lo haré. V… volveré… pue…puedes estar se…seguro.
– Te amo, hijo.
– Yo también te amo.
Cuando Kristian se apartó, los dos lloraban. Cayeron una vez más en el abrazo… apretándose, aferrándose los cuellos. De adultos, nunca se habían besado y los dos tenían conciencia de que tal vez nunca volviesen a tener la oportunidad. Fue Theodore el que se inclinó hacia delante y besó a su hijo en los labios antes de que el muchacho se diese la vuelta hacia el tren.
Empezó a moverse, ganando velocidad, permitiéndoles un breve atisbo de Kristian por la ventanilla antes de llevárselo. El paso del tren agitó el aire estival, levantando el polvo y las faldas de Linnea, y vieron que el vagón de cola se balanceaba en dirección al Este por los rieles.
Linnea apretó el brazo de Teddy contra ella y trató de pensar en algo para decir:
– Será mejor que volvamos. Hay que sembrar el trigo.
El trigo… el trigo… siempre el trigo. Pero ahora tenían un motivo concreto para preocuparse de que siguiera llegando el pan a Europa.