Las miradas se encontraron y se estrecharon en un fuerte abrazo, separándose con un rápido beso.
– Te amamos -le susurró la mujer contra la mandíbula-. Cuídate.
– Lo haré. Tengo que volver para conocer a mi hermana o hermano.
Dio la espalda a la cara empapada en lágrimas y miró a Theodore. Jesús, María y José… su padre estaba llorando.
– Pa…
Con el rostro contraído por la pena, Theodore apretó al hijo contra su ancho pecho fuerte. Se le cayó el sombrero de paja y nadie lo notó. El conductor gritó:
– Todos al tren.
El padre aferró el cuerpo vigoroso del hijo, rogando que regresara del mismo modo.
– Manten la cabeza baja, muchacho.
– Lo haré. V… volveré… pue…puedes estar se…seguro.
– Te amo, hijo.
– Yo también te amo.
Cuando Kristian se apartó, los dos lloraban. Cayeron una vez más en el abrazo… apretándose, aferrándose los cuellos. De adultos, nunca se habían besado y los dos tenían conciencia de que tal vez nunca volviesen a tener la oportunidad. Fue Theodore el que se inclinó hacia delante y besó a su hijo en los labios antes de que el muchacho se diese la vuelta hacia el tren.
Empezó a moverse, ganando velocidad, permitiéndoles un breve atisbo de Kristian por la ventanilla antes de llevárselo. El paso del tren agitó el aire estival, levantando el polvo y las faldas de Linnea, y vieron que el vagón de cola se balanceaba en dirección al Este por los rieles.
Linnea apretó el brazo de Teddy contra ella y trató de pensar en algo para decir:
– Será mejor que volvamos. Hay que sembrar el trigo.
El trigo… el trigo… siempre el trigo. Pero ahora tenían un motivo concreto para preocuparse de que siguiera llegando el pan a Europa.
25
Ah, ese verano, ese interminable verano que parecía arrastrarse, mientras la guerra en Europa absorbía medio millón de reclutas y los submarinos alemanes hundían barcazas civiles y botes pesqueros en las costas del Este de Norteamérica. La última incorporación a la sala de la casa de los Westgaard era una resplandeciente radio de caoba Truphonics, en torno de la cual se reunía la familia todas las noches para escuchar las noticias del frente en las vibrantes transmisiones desde Yankion, en Dakota del Sur.
Linnea se impresionó el día que se extendieron los límites de edad para alistarse, que ahora iban de los dieciocho a los cuarenta y cinco. Casi todos los hombres que conocía caían dentro de esa franja: Lars. Ulmer, Trigg…Theodore. Por fortuna, los granjeros estaban excluidos, ¡pero comprendió que incluso su padre podía ser convocado! En la iglesia, donde ahora en la bandera que indicaba los servicios lucía otra estrella azul, rezó con más fervor, no sólo por Kristian y Bill, sino también para que no convocasen a su padre. Si él iba a la guerra, ¿cómo sobreviviría su madre?
La pobre Judith, bendita, con un esposo que siempre había poseído una tienda con mercaderías frescas y enlatadas a disposición, había cultivado un jardín de la victoria. Sin embargo, sus cartas estaban llenas de quejas al respecto. Odiaba cada minuto que pasaba arrodillada, entre semillas y orugas. Judith se quejaba de que las calabazas atraían pequeñas mariposas y que parecían unos quesos suizos. Los guisantes crecían a tal velocidad que ningún mortal podía mantener el ritmo y los tomates contraían plagas.
En su respuesta, Linnea le aconsejaba que dejara el Jardín de la Victoria en manos de otra persona y que continuase con los otros esfuerzos de guerra para los cuales era tan apta. Entretanto, la propia Linnea aprendía de Nissa los pormenores del cultivo de una huerta. Juntas plantaron, arrancaron malezas, cosecharon y envasaron. Jamás imaginó que un solo frasco de perfectas y doradas zanahorias reluciendo como monedas bajo la tapa de cinc llevara tanto trabajo. A medida que transcurría el verano y aumentaba de peso, el trabajo se le hacía más arduo. Se le hizo difícil agacharse y enderezarse la mareaba. Si se quedaba mucho tiempo en el sol, manchas negras le bailoteaban ante los ojos. Si se quedaba de píe demasiado rato se le hinchaban los tobillos. Y perdió la inclinación y la agilidad para hacer el amor.
Por las noches, después de escuchar la radio y de afligirse pensando dónde y cómo estaría Krístian, no estaba en condiciones de ofrecerle a Theodore el consuelo que hallaba en su cuerpo. Se sentía culpable, porque él necesitaba más que nunca ese alivio momentáneo. No cesaba de preocuparse por el hijo, sobre todo en las largas horas solitarias cuando cruzaba los campos detrás de los caballos. Las últimas noticias de Kristian eran que había completado el entrenamiento básico y había sido asignado a la séptima división al mando del general William M. Wright, y que habían partido para Francia el once de agosto, después de sólo ocho semanas de preparación sobre suelo de Estados Unidos. Incluso con el entrenamiento adicional recibido en Francia, ¿cómo era posible que un muchacho granjero, que hasta entonces no había tenido que lidiar con nada más hostil que un caballo espantado, quedase preparado para el combate en tan poco tiempo?
Después, cuando el verano tocaba a su fin, supieron que otra amenaza, más odiosa que los lanzallamas y el gas mostaza, cruzaba el océano causando preocupación no sólo a Theodore y a Linnea, sino a todos los padres, madres, esposas y novias de los hombres que luchaban en Europa.
Este era un enemigo que no sabía de bandos. Atacaba tanto a norteamericanos como alemanes, italianos y franceses, a todos por igual. Con absoluta imparcialidad, abatía al héroe y al cobarde, al comandante experto y al novato y los dejaba estornudando, temblando, muriendo de fiebre en trincheras del Mame y del campo de Flandes.
Esa amenaza era la gripe española.
Desde que la noticia llegó a las costas de América, la inquietud y la angustia de Theodore alcanzaron alturas inmensas. Se volvió nervioso y callado. Y cuando la epidemia misma llegó a Norteamérica y empezó a extenderse hacia el Oeste a través de las ciudades, la noticia afectó a todos.
Entretanto, Linnea se había puesto enorme, desganada y cada día se miraba en el espejo y se veía tan poco atractiva que no le extrañaba que Teddy le prestara tan poca atención en los últimos tiempos. Le encantaba ir a la casa de Clara y tener en brazos a la pequeña Maren, diciéndose que esa sería su compensación y que bien valdría la pena.
Un día, cuando Maren estaba dormida en su cuna y Clara estirando la masa para un pastel de manzanas sin azúcar, Linnea se sentó cerca, en una silla, como una ballena varada.
– Me siento como un hipopótamo gordo y viejo -gimió.
Clara se limitó a reír.
– No eres gorda ni fea y desde luego que no eres vieja. Pero si te consuela, hacia el final todas nos sentimos así.
– ¿Tú también?
Para Linnea, hasta en el fin de sus embarazos Clara siempre le había parecido radiante de belleza y que Jamás perdía su alegría.
– Claro que sí. Entonces, Trigg bromeaba un poco más conmigo y me hacía reír para levantarme el ánimo.
El de Linnea decayó más aún.
– Teddy no.
– Ha estado un poco gruñón, últimamente, ¿no?
– ¡Gruñón… ja! Debe haber una palabra peor para eso.
– Lo que pasa es que tiene mucho en qué pensar. Kristian y el niño por venir y la trilla que se aproxima.
– Es más que eso. Me refiero a que, de noche, en la cama, casi no me toca. Sé que, faltando sólo seis semanas para que nazca el niño no podemos hacer nada, pero ni siquiera se acurruca… ni me besa… ni… eh, se comporta como si no pudiese so… soportarme.
Bajó la cabeza y se echó a llorar, cosa que en los últimos tiempos hacía con regularidad.
Clara dejó la cuchara, se limpió las manos en el delantal y se acercó a consolar a la joven.
– No eres tú, Linnea. Así son los hombres. Si no pueden tenerlo todo, no quieren nada. Y se ponen avinagrados sin eso. Teddy está comportándose como lo hacen todos, así que sácate de la cabeza eso de que estás gorda y fea.