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– Creo que me he excedido con el vino casero -dijo-. O eso, o las vueltas, la cuestión es que estoy mareada. ¿Me acompañarías a casa, Linnea?

Por supuesto, la acompañó. A mitad de camino, Nissa evocó, como de pasada:

– Recuerdo una vez en que mi hombre llevó a casa esa alfombra nueva hecha de retazos. Yo le dije: "¿Para qué quieres comprar una alfombra, si yo puedo hacerla?". El sonrió y me dijo que, por una vez sería grato que yo no tuviese que hacerla sino, simplemente, tenderla en el suelo, ya terminada. Pero yo me enfurecí con él porque uno de los chicos -no recuerdo cuál-, estaba casi sin zapatos. "Tendríamos que haber comprado botas nuevas para el niño", le dije, "en lugar de tirar el dinero en alfombras domésticas". El contestó que había una viuda con dos pequeños vendiendo sus alfombras en el pueblo aquel día y que le pareció que la ayudaría si le compraba una. -Nissa sorbió por la nariz-. Bueno, yo le pregunté que qué era eso de hablar con viudas y él me dijo que yo sería su esposa, pero que eso no me daba derecho a decirle con quién podía y con quién no podía hablar. Entonces le pregunté que quién era esa viuda y él me lo dijo y yo recordé que estábamos todos construyendo el granero y cómo él conversaba con ella y se reía y yo me puse belicosa y, antes de darme cuenta, pregunté cómo se las arreglaba ella sin su marido y dónde está viviendo en ese momento. Y, por Jove, si no podía contestarme ninguna de mis preguntas. Muy pronto, le dije que no quería su maldita alfombra, ¡porque se la vendió ella! Por lo que recuerdo, no nos hablamos durante una semana. La alfombra seguía en el suelo y yo no la pisaba y él no la quitaba para llevársela, entonces, un día, fui al pueblo y resulta que me encontré con ella en la calle. Había enfermado de tuberculosis y tosía constantemente, no era más que un saco de huesos y cuando me vio me dijo lo agradecida que estaba de que mi marido le hubiese comprado esa alfombra y que uno de sus pequeños necesitaba un par de botas y que, cuando vendió la alfombra, pudo comprárselas.

Habían llegado a la puerta del fondo, pero la anciana se detuvo un instante en el umbral y levantó la vista hacia las estrellas,

– Aquella vez, aprendí un par de cosas. Aprendí que se le puede destrozar el corazón a un hombre si se le acusa de algo que no hizo. Que hay hombres con corazones de oro y el oro no pierde su brillo, Pero es… es blando. Se mella con facilidad. Una mujer tiene que cuidar de no mellar demasiado un corazón como ese. -Rió quedamente para sí, se volvió a la puerta y la abrió, pero vaciló un instante antes de entrar-. Lo que recuerdo es que la noche que, por fin, le dije que lo sentía, me tendió sobre esa alfombra y me hizo un par de raspones en los cuartos traseros… todavía la tengo guardada por algún lado. En un arcón, creo, junto con mi vestido de novia y una faltriquera para el reloj que yo le hice trenzando mi propio cabello cuando tenía dieciséis años. -Sacudió la cabeza y se tocó la frente-. Caramba, mirar para arriba me marea más aún. -Sin mirar atrás, siguió hacia la casa-. Bueno, buenas noches, hija.

Linnea se quedó allí, con un nudo en la garganta y el pecho oprimido. Echó una mirada hacia el cobertizo. La luz ambarina de la lámpara brillaba, amortiguada, a través de las ventanas. Los sones lejanos de la concertina y el violín flotaban en la noche. Ve hacia él, parecían decirle.

Miró en dirección contraria. Cobijada junto a la cerca de arbustos, la silueta abultada de la carreta comedor se erguía como una sombra amenazadora. La luna, como una tajada fina de queso, derramaba su luz sobre el patio, y la brisa nocturna jugueteaba con las vainas de los arbustos, haciéndolos sonar como pequeños tambores. Pero es él quien debería disculparse, parecían decirle. Es él el que bailó con otra.

Apesadumbrada, entró en la casa. Subió las escaleras hacia su antiguo dormitorio y se metió bajo las mantas, sintiendo frío y soledad.

Todas las noches esperaba que Theodore fuese a ella. Acostada, lo imaginaba abriendo la puerta sin ruido, de pie en la oscuridad, contemplando la silueta dormida, arrodillándose luego junto a la cama, apretando la cara contra el cuello de ella, el pecho, el estómago y diciendo:

– Lo siento, Lin, por favor, vuelve.

Pero ya era el octavo día y aún no había ido. Estaba allá abajo, en el granero, bailoteando con otra mujer mientras su esposa embarazada yacía entre lágrimas. ¿Por qué, Teddy, por qué?

Estaba resuelta a quedarse despierta hasta que terminase la danza y las carretas salieran del patio y mirar luego por la ventana para ver si él iba directamente a la casa. Pero al final se durmió y no oyó nada.

Por la mañana, despertó como si la hubiesen tocado y sus párpados se entreabrieron como las dos mitades de un melón. Algo malo pasaba.

Escuchó: no se oía nada. Ni el tintineo de la vajilla, ni los crujidos de la tubería de la cocina dilatándose. Estiró un brazo y encontró su reloj sobre la mesilla. ¿Cómo era posible que siendo las siete y cuarto, Nissa no estuviese levantada? El servicio religioso comenzaría en menos de dos horas.

Oyó pasos en la escalera en el mismo instante en que sus talones tocaron el suelo. Sin perder tiempo en ponerse una bata, abrió la puerta de par en par y se encontró con Theodore en el descansillo, con los ojos ensombrecidos por la preocupación y el cabello revuelto de recién levantado.

– ¿Qué pasa?

– Mamá. Está enferma.

– ¿Enferma? ¿Por el vino de moras?

Mientras hablaba, Linnea ya seguía a Theodore escaleras abajo, descalza.

– No lo creo. Tiene escalofríos y congestión.

– ¿Escalofríos y congestión?-A Linnea se le erizó la piel mientras se apresuraba para seguir a Theodore. Al pie de la escalera, lo agarró del hombro, haciéndolo detenerse y darse la vuelta de golpe-. ¿Es grave la congestión?

Tenía los ojos y las mejillas macilentos por la preocupación.

– Creo que si.

– ¿Será… -Tras un falso comienzo, logró expresar con palabras su temor-…la gripe?

Theodore encontró la mano de su esposa y se la oprimió.

– Esperemos que no.

Pero cuando acudió el médico que mandaron llamar al pueblo, la esperanza quedó aplastada. Cuando el médico se fue, hubo que clavar en la puerta trasera una señal amarilla y negra de cuarentena y Theodore y Linnea recibieron instrucciones de no entrar ninguno de los dos en el cuarto de Nissa sin una máscara cubriéndoles la nariz y la boca. Se miraron, sin poder creer lo que oían. La gripe golpeaba a los soldados que peleaban en las trincheras y a los habitantes de las grandes ciudades, no a los granjeros de Dakota del Norte, que tenían una provisión interminable de aire puro para respirar. Y, desde luego, no los viejos abejorros como Nissa, que zumbaban de una tarea a otra a tal velocidad que parecía que ningún germen podría alcanzarla. No a Nissa, que la noche anterior había estado bebiendo vino y bailando con sus hijos. Nissa, que casi nunca había sufrido un simple resfriado.

Pero se equivocaban. Antes de terminar el día, el aparato respiratorio de Nissa ya estaba lleno de fluidos. La respiración se hizo estridente y los escalofríos le sacudían el cuerpo y ni el agua de quinina que le obligaban a beber periódicamente la aliviaba. Theodore y Linnea la observaban impotentes, viendo cómo empeoraba con aterradora rapidez. Le secaban el sudor, la alimentaban, le acomodaban las almohadas y se turnaban para velar junto a ella.

Pero al final del primer día, dio la impresión de que estaban luchando una batalla perdida de antemano. Sentados a la mesa de la cocina, miraban desconsolados la sopa que ninguno de los dos tenía ganas de comer, las manos ociosas junto a los tazones.

Se miraron angustiados y sus altercados les parecieron insignificantes. Sobre el mantel de hule a cuadros rojos y blancos, Theodore apoyó la mano sobre la de ella.

– Tan rápido -dijo, con voz trémula.

Linnea giró la mano y los dedos se entrelazaron.