Linnea.
– Aquí está, amor. Es pequeño.
– John -arrulló suavemente la madre, dándole la bienvenida-. Hola, John.
Theodore sonrió al ver cómo posaba los labios en la cabeza aterciopelada del pequeño.
– Hasta se parece un poco a nuestro John. ¿no es cierto?
Por supuesto que no se parecía. Tenía el mismo aspecto que todos los recién nacidos: arrugado, rojo y contraído.
Pero Linnea admitió:
– Sí, se parece.
– Y creo que tiene un poco de mamá alrededor de la boca.
La boca del niño no se asemejaba en nada a la de Nissa, pero Linnea asintió de nuevo.
Theodore se acomodó junto a ella y los dos contemplaron el milagro que el amor había creado. Nacido en el seno de una familia que había perdido a tantos, encamaba la esperanza de una nueva vida. Concebido por un hombre que se creía demasiado viejo, le daría una renovada juventud. Nacido de una mujer que se creía demasiado joven, le daría una resplandeciente madurez.
Concebido en tiempo de guerra, trajo con él el sentido de la paz.
Theodore tocó la mano del pequeño con su dedo meñique y se maravilló cuando el puño minúsculo del niño lo encerró.
– Ojalá ellos pudieran verlo -dijo Linnea. Tocó la mano de su esposo, tan grande y fuerte comparada con la del recién nacido, y lo miró a los ojos.
– Creo que lo ven, Teddy -murmuró.
– Y Kristian -dijo Theodore, esperanzado-Kristian va a quererlo mucho, ¿no crees? Linnea asintió con la mirada fija en la de Theodore y de pronto supo, en el fondo del corazón, que lo que decían era verdad.
– Kristian va a amarlo.
Theodore le besó la sien y se demoró allí.
– Te amo.
Linnea sonrió, sintiendo una profunda plenitud.
– Yo también te amo. Siempre.
Oyeron el viento de la pradera que sacudía las ventanas. Y escucharon el ruido que hacia el pequeño succionando. La gata de John había entrado furtivamente y los miraba a los tres con curiosidad. Emitiendo un suave sonido gutural, saltó sobre los píes de la cama, dio dos vueltas y se echó a dormir sobre la vieja manta de Nissa.
El agrio granjero que había recibido a la nueva maestra en la estación con tan mal humor estaba sentado rodeándole la cabeza con el brazo. Theodore se preguntó si sería posible hacerle comprender cuánto la amaba.
– Antes te mentí. Estaba asustado -le confesó.
– Eso me pareció.
– Verte así, sufriendo tanto… -Le besó la frente-. Fue horrible.
Nunca te haré pasar otra vez por eso.
– Sí, lo harás.
– No, no lo haré.
– Yo creo que sí.
– Jamás. Que Dios me ayude, jamás. Te amo demasiado…
Linnea rió entre dientes y pasó los dedos sobre el fino cabello de John.
– La próxima vez quiero una niña y la llamaremos Rosie.
– Una niña… pero…
– Shh. Ven, acuéstate con nosotros.
Con el pequeño en el hueco del codo, se apartó para hacerle sitio.
Theodore se estiró sobre las mantas, se puso de costado y con el codo doblado tras la oreja, tendió un brazo protector por encima del niño sobre la cadera de la esposa.
Afuera, en alguna parte de la pradera, los caballos corrían libres. Y los cardos se balanceaban en el viento. Y sobre la cabria de un molino, los tallos secos de las campanillas del verano anterior todavía se abrazaban mientras las aspas susurraban suavemente más arriba. Adentro, un hombre y su mujer yacían muy juntos, mirando dormir a su hijo, pensando en el mañana y en las bendiciones por venir, en la vida que vivirían en plenitud… los minutos, los días, los años.
LAVYRLE SPENCER