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El inspector de escuelas Frederic Dahí guió su coche tirado por un caballo por el sendero de entrada a la Escuela Pública 28 y al hacerlo se topó con el cuadro más subyugante. Una esbelta joven ataviada con una amplia falda gris y blusa blanca se aferraba a la cuerda de un columpio que colgaba de muy alto y lo balanceaba como a una rosquilla, a izquierda y derecha.

Le pareció oír una carcajada que llegaba flotando sobre la hierba, pero, tras un rápido vistazo, comprobó que allí no había nadie más. El columpio se desenredó y la muchacha bajó las rodillas para hacerlo columpiarse, dejando luego caer la cabeza hacia atrás.

Estaba hablando con alguien, pero… ¿con quién?

Frenó al caballo, ató las riendas y se apeó del coche. A medida que se acercaba, comprobó que la muchacha era mayor de lo que había supuesto pues, aún con los brazos levantados, pudo distinguir la forma de los pechos.

– ¡Hola! -saludó en voz alta.

Linnea se irguió de golpe y miró sobre el hombro. ¡Diablos, sorprendida otra vez!

Se bajó de un salto, se alisó las faldas y se ruborizó.

– Estoy buscando al señor Brandonberg.

– Sí, al parecer todos lo buscan, pero tendrá que conformarse conmigo. Yo soy la señorita Brandonberg.

En el semblante del hombre se reflejó la sorpresa pero no el desagrado.

– Y yo soy el inspector Dahí. Cometí el error de no aclarar ese punto en nuestra correspondencia. ¡Esta sí que es una sorpresa agradable!

¡El inspector Dahí! A Linnea le ardió más la cara y empezó a enrollarse las mangas de la blusa.

– Oh, inspector Dahí, lo siento. ¡No me di cuenta de que era usted!

– He venido a traerle provisiones y a cerciorarme de que pueda instalarse sin dificultades.

– Oh, sí, por supuesto. Entre. Yo… -Rió, nerviosa y se señaló la falda un poco manchada-. Estaba limpiando y le pido que disculpe mi aspecto.

"¿Limpiando?", pensó el hombre mirando sobre el hombro, mientras se dirigían al edificio. Sin embargo, volvió a comprobar que no había ninguna otra persona. Dentro, había una escalera apoyada contra la pared y el suelo de madera todavía estaba húmedo. La muchacha giró hacia él, estrujándose las manos y exclamando:

– ¡Me encanta! ¡Es mi primera escuela y estoy entusiasmada! Quisiera darle las gracias por recomendarme al consejo escolar.

– Usted obtuvo su diploma, no me lo agradezca a mí. ¿Está conforme con su alojamiento en la casa de los Westgaard?

– Yo… eh… -No quería darle la impresión de que había empleado a una quejosa-. Sí, está bien. Está bien.

– Muy bien. Tengo la obligación de hacer una inspección anual de la propiedad en esta época, de modo que usted puede seguir trabajando y yo me reuniré con usted en cuanto termine.

Linnea lo vio alejarse, sonriendo al verdadero señor Dahí, que no se parecía en nada al vistoso enamorado que había imaginado. A duras penas medía un metro y medio de altura, era tan redondo como un barril de agua de lluvia y tan perfectamente calvo que parecía tonsurado. El redondel de cabello que le quedaba tenía un intenso color herrumbre, y se le adhería como una guirnalda festiva sobre las orejas.

Cuando el hombre salió, se apoyó un brazo en el estómago, se tapó la boca sonriente con la mano y ahogó unas risas.

Valientes caballeros de brillante armadura, los que usted imagina, señorita Brandonherg. Primero Theodore Westgaard y después, este.

El inspector inspeccionó la parte exterior del edificio, la carbonera y hasta tos retretes y luego entró otra vez para hacer lo mismo con el interior.

Cuando terminó, preguntó:

– ¿Le habló el señor Westgaard del carbón?

– ¿Carbón? -preguntó a su vez, desorientada.

– Desde que la nevisca del 1888 sorprendió a algunas escuelas sin preparar, se dictó una ley por la cual debe haber suficiente leña o carbón a mano "antes de principios de octubre, como para que alcance hasta la primavera.

Linnea no tenía ni idea de esa cuestión.

– Lo siento, no lo sabía- ¿Es el señor Westgaard el que provee el carbón?

– Hasta ahora lo ha hecho siempre por un arreglo que ha concertado con el consejo escolar. Pueden pagarle a quien quieran para que traiga el carbón, pero yo tengo el deber de asegurarme de que quede previsto.

– El señor Westgaard está trabajando en el campo. Usted podría encontrarlo y pedírselo.

El hombre anotó algo en un libro que llevaba y respondió:

– No, no es necesario. Dentro de dos semanas daré otra vuelta y tomaré nota para acordarme de comprobarlo en esa ocasión. Entretanto le agradecería que usted se lo recordase.

En realidad no quería recordarle nada a Theodore Westgaard, pero asintió y le aseguró al señor Dahí que se ocuparía del tema. El inspector le había llevado provisiones: tizas, tinta y un libro de registros flamante. Lo recibió con gesto reverente, acariciando la dura cubierta roja con la mano. Observándola, el inspector adivinó que, tras la muchacha frívola que había sorprendido soñando en el columpio cuando llegó, había una maestra devota.

– Como.sabrá, la escuela funciona desde las nueve de la mañana hasta las cuatro de la tarde, señorita Brandonberg, y entre sus tareas se incluyen encender el fuego para que la casa esté caldeada cuando lleguen los niños, mantenerla siempre limpia, apalear nieve si es necesario y convenirse en parte integrante de la comunidad de la región, al punto de conocer a las familias de los niños que serán sus discípulos. Esto último será lo más fáciclass="underline" son buenas personas. Honestas, trabajadoras. Creo que tendrán una disposición cooperativa y útil hacia usted. Si alguna vez necesita algo y no puede comunicarse conmigo lo bastante rápido, pídaselo a ellos. Descubrirá que, en este pueblo, a nadie se respeta más que a la maestra.

"Siempre que sea hombre", pensó, aunque, por supuesto, no lo dijo. Se dijeron adiós, y Linnea vio cómo el señor Dahí volvía a montar en el coche. Pero, antes de que llegara, se protegió los ojos con la mano y lo llamó:

– Oh, señor Dahí.

– ¿Sí?

El hombre se detuvo y se volvió.

– ¿Qué les pasó a los maestros y a los alumnos que se quedaron sin combustible durante la nevisca de 1888?

Bajo el sol benévolo de comienzos del otoño, el inspector la miró a los ojos.

– ¿Cómo, no lo sabía? Muchos de ellos se congelaron y murieron, antes de que pudiese llegar el auxilio.

La sacudió un estremecimiento y recordó la advertencia de Theodore cuando se enfrentaron en la estación del tren.

– ¡Enseñar en una escuela no es sólo garabatear números en una pizarra, señorita! ¡Hay que caminar más de un kilómetro y medio y por aquí los inviernos son duros!

De modo que no había tratado de asustarla. La advertencia tenía fundamento. Dejó vagar la vista por las espigas que se mecían, tratando de imaginarse esas planicies cubiertas de nieve, el viento del Ártico silbando desde el Noroeste y a catorce niños cuyas vidas dependían de ella hasta que les llegase ayuda.

En tal situación, no podría buscar refugio en la fantasía. Tendría que apelar a toda su lucidez y mantener la cabeza calma si eso sucedía. Pero era difícil imaginarlo, de pie sobre los escalones, con el sol calentándole el cabello mientras las ardillas listadas jugaban al escondite en sus agujeros, los pájaros trigueros cantaban, los pinzones se alimentaban con semillas de cardo y las espigas se mecían lentamente.

Con todo, decidió hablar de inmediato con Theodore acerca del carbón y pedirle a Nissa algunas raciones de emergencia para almacenar en la escuela… por si acaso.

4

En ocasiones, Linnea recordaba que había guerra, pero la irritación o la fantasía romántica solían teñir esos pensamientos. La irritación sobrevenía cuando tenía que prescindir de las cosas que más le gustaban: azúcar, pan, carne asada y la fantasía romántica cada vez que pensaba en soldados despidiéndose con besos de sus amadas mientras el tren iba saliendo de la estación… en esas novias que recibían cartas arrugadas, manchadas, que desbordaban palabras de amor perenne… en enfermeras con cruces rojas en los chales, sentadas junto a los lechos de los heridos, sosteniéndoles las manos.