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Así que se casó con mi hijo. Pero nunca se adaptó- -Negó lentamente con la cabeza- Nunca. Era una chica de la ciudad y nunca entendí para qué quería a un muchacho granjero. Lo primero que supimos fue que esperaba familia y todavía puedo verla ante la ventana, con la vista perdida en el trigo, diciendo que la volvía loca- Señor, cómo maldecía ese trigo. Árboles; decía que no había árboles aquí. Y que no había ruidos. El sol la quemaba y las moscas la enloquecían y el olor de! corral le daba dolor de cabeza. Nunca he podido comprender que Teddy pensara que una mujer como esa pudiera ser la esposa de un granjero. No tenía aptitud para cuidar el huerto,-. no le gustaba llenarse las uñas de tierra, no sabía cuidar las verduras. -Lanzó una exclamación desdeñosa-. Bah, -Negó otra vez con la cabeza y cruzó los brazos-. Una mujer así… -concluyó, aún perpleja por la elección de su hijo.

– Veía lo que pasaba, pero no podía hacer nada. Al principio, Teddy estaba muy feliz. Y cuando supo que llegaba un hijo, estuvo en la gloria. Sin embargo, poco a poco las quejas fueron convirtiéndose en silencio y empezó a comportarse como si estuviese volviéndose un poco quisquillosa. Al principio, después del nacimiento de Kristian, yo vi que se esforzaba por ser una buena madre, pero en vano. Aunque Teddy nunca decía nada, Clara, que solía venir a jugar con el niño, nos contaba que Melinda lloraba todo el tiempo. Nunca dejaba de llorar, pero ¿qué podía hacer Theodore? No podía convertir todo el trigal en un bosque. No podía instalar una ciudad aquí, en medio de la granja, para ella, "Entonces, un día, sencillamente se levantó y se fue. Dejó una nota pidiendo que le dijésemos a Kristian que lo amaba y que lo lamentaba, pero yo nunca la vi ni pedí verla. Clara fue la que me habló al respecto.

Una vez más, la invadieron los recuerdos.

– ¿Y a partir de entonces, usted cuidó de Kristian?

En los ojos de Nissa apareció una renovada tristeza.

– Clara y yo. Ese año murió mi hombre, mi Hjalmar, ¿sabes? Una noche de primavera habíamos estado en la iglesia para ayudar a limpiar el cementerio, como hacíamos todas las primaveras. Llegamos a casa, estábamos de pie junto a la puerta de la cocina y recuerdo que Hjalmar tenía las manos en los bolsillos. Levantó la vista para ver la primera estrella que salía y me dijo: "Nissa tenemos muchas cosas que agradecer. Mañana será un día despejado", y en ese mismo instante, se dobló y cayó sobre nuestro umbral. Siempre solía decirme "Nissa, quisiera morir trabajando", y se cumplió su deseo, ¿sabes? Trabajó hasta el minuto mismo en que cayó muerto a mis pies. Sin dolor. Sin sufrimiento. Un hombre pasando lista de sus bendiciones. ¿Qué más puede pedir una mujer que ver a su hombre morir de una manera tan bella como esa, eh?

Reinó el silencio, interrumpido sólo por el siseo suave de las ascuas que se deshacían dentro de la estufa. Las manos viejas de Nissa se apoyaban, cruzadas, sobre los pechos. En los ojos que no veían brillaba la luz de la evocación y se dirigían hacia el hule de llores rojas que cubría la mesa.

A Linnea se le hizo un nudo en la garganta. La muerte era algo abstracto en la que nunca había pensado y menos para considerarla bella. Contemplando los ojos bajos de Nissa, de repente comprendió la belleza que encerraba un compromiso para toda la vida que, para las personas como esa anciana, iba más allá de la muerte.

Nissa se llevó la taza a los labios, sin advertir que el café estaba frío.

– El hogar ya no fue el mismo sin Hjalmar y por eso se lo dejé a John y me vine aquí a cuidar de Teddy y del pequeño, y desde entonces he estado aquí.

– ¿Y Melinda? ¿Dónde está ahora? -preguntó Linnea en voz suave conteniendo el aliento sin saber muy bien por qué.

En espera de la respuesta, se quedó inmóvil,

– Melinda fue atropellada por un tranvía en Philadelphia y murió cuando Kristian tenía seis años.

"Ah, ya entiendo." No pronunció las palabras, aunque zumbaron en su mente al tiempo que soltaba el aire que había retenido en pequeños soplos cuidadosos, relajando poco a poco los hombros. Lo único que se oía era el tamborileo suave y distraído de los dedos de Nissa sobre el catálogo olvidado.

El delantal colgaba entre las rodillas separadas y el sol de la larde encendía la tenue pelusa de sus mejillas. De golpe, pareció que acudían a la cocina dos personas muertas hacía mucho, y Linnea se esforzó por distinguir sus semblantes, aunque lo único que distinguió fue el bigote blanco caído de uno y los hombros caídos de otra, dejando vagar la vista por la ventana hacia los trigales donde, en ese momento, Theodore estaba segando el cereal.

Miró por la ventana. Por eso estás tan amargado. Eras muy joven y te hirieron profundamente. Sintió un espasmo de culpa por haber sido tan impaciente y haberse enfadado con él. Ojala pudiese deshacer lo hecho pero, aun cuando pudiese, ¿de qué serviría? No modificaría lo que él había sufrido en el pasado. Y Kristian, pobre, creciendo sin el amor de su madre,

– ¿Kristian lo sabe? -preguntó, con simpatía.

– ¿Que su madre huyó? Lo sabe. Pero es un buen muchacho. Nos tiene a mí, a Clara y a un montón de otras tías. Sé que no es lo mismo que si tuviese a su verdadera madre, pero ha resultado bien. Bueno… -Se rompió el encanto y Nissa echó una mirada al catálogo-. No vamos a elegir esos zapatos, ¿no?

Eligieron unas bolas para lluvia de becerro negro granulado, que se ataban en el frente hasta media pierna, y mientras Linnea llenaba el formulario para enviar por correo, Nissa agregó una posdata a la historia personaclass="underline"

– Te pediría que no le digas a Teddy que te lo he contado- No habla

mucho de ella y bueno, ya sabes cómo se ponen los hombres a veces. Me pareció que, siendo la maestra de Kristian, tenías que saberlo.

Pero Linnea no sabía cómo se ponían los hombres: sólo ahora comenzaba a saberlo. De todos modos, la historia le causó un gran impacto y se prometió tratar a Theodore con más paciencia de ahí en adelante.

Otra vez, los hombres llegaron tarde y, cuando entraron arrastrando los pies se sorprendió observando a Theodore como si esperara ver algún cambio en su apariencia física. Pero estaba igual que siempre: fornido, sombrío y desdichado. A lo largo de toda la cena advirtió que él se esforzaba por no mirarla; tampoco le había hablado desde que ella le había regañado, al comienzo de la tarde. Cuando todos se colocaron en sus lugares junto a la mesa, John la saludó con su acostumbrado cabeceo cortés y tímido, acompañado por un:

– Hola, señorita.

Y Kristian le lanzaba miradas furtivas de soslayo, después de haberla saludado en medio de titubeos. Pero Theodore se concentraba en su plato, sin hacer caso de nada mas.

A mitad de la comida, Linnea ya no pudo soportar la indiferencia y se sintió dominada por la necesidad de acabar con la enemistad entre ellos.

Quizá lo que en realidad quería era compensarlo en parte por lo de Melinda. Theodore estaba a punto de engullir un bocado de puré de patatas con salsa cuando la muchacha fijó los ojos en él y dijo en medio del silencio:

– Theodore. quisiera pedirle disculpas por el modo en que le hablé esta tarde.

Las mandíbulas dejaron de moverse y la mirada del hombre se posó en ella por primera vez esa noche, al mismo tiempo que intentaba disimular una expresión de sorpresa absoluta.

Impávida y adoptando un aire de ingenuidad, prosiguió:

– Le aseguro que me alegro de que ninguno de mis alumnos estuviera presente, porque no le hubiese dado un ejemplo muy bueno. Me mostré sarcástica y mordaz, y ese no es modo de tratar a las personas, pues es muy fácil pedir las cosas bien. Por eso se lo pido de buen modo esta vez.

De aquí en adelante, Theodore, por favor, hábleme directamente a mí cuando esté en el mismo recinto, en lugar de hablar por encima de mi cabeza, como si yo no estuviese.

Theodore se quedó mirándola un momento y luego echó sendos vistazos a Nissa y a Kristian.

Kristian había dejado de comer y miraba, sorprendido, a la señorita Brandonberg, que le había bajado la cresta a su padre con la más fría cortesía, mirándolo directamente de tal modo que Theodore no podía soportarla. Más aun, ya lo había hecho de nuevo: había hablado en mitad de la cena. A nadie le gustaba conversar con el estómago vacío y el muchacho se daba cuenta de que su padre estaba impaciente por seguir comiendo en Paz. Pero Linnea no dejaba de mirarlo de hito en hito, sentada muy erguida, recta como una ardilla listada y, bajo su mirada, la cara del hombre iba sonrojándose.

La muchacha prosiguió, en tono benévolo:

– Por alguna razón, parece que usted y yo empezamos con el pie equivocado, ¿verdad? Estoy convencida de que podríamos comportamos de manera más adulta, ¿no cree?

Theodore no supo qué decir. La muchachuela se había disculpado. Según recordaba, era la primera vez en su vida que una mujer le pedía disculpas-y sin embargo daba la impresión de que estaba calificándolo de infantil. ¡Él!' ¡Pero si tenía edad suficiente para ser su padre! Tragó y se quedó pensando qué querría decir sarcástico. Nissa, John y Kristian observaban y escuchaban, inmóviles, ¡y finalmente Theodore tenía que decir algo!

Tragó saliva y tuvo la impresión de que las patatas se le habían atragantado. Observó el rostro fresco, de ojos grandes, de la señorita comprobó lo joven y bella que era.

– Sí, podríamos hacerlo. Ahora coma.

Y volvió, aliviado, la atención al plato.

Por fin, Linnea había ganado una ronda. Cuando lo comprendió sintió la mirada de John todavía fija en ella, con asombro. Le dirigió una amplia sonrisa, poniéndolo tan incómodo que se apresuró a hundir otra vez la cuchara en la comida.

Esta señorita era algo novedoso para John. Alguien capaz de hacer sonrojar a Teddy y hacerle frente, cuando nadie había podido hacerlo, salvo la madre. Pero era muy diferente el modo en que lo hacia mamá al que empleaba la pequeña señorita. Con su cerebro lento, John se preguntó cómo se las arreglaría para lograrlo. Recordó una sola mujer que había tenido la capacidad de suavizar a Teddy: Melinda. Esa Melinda sí que era especial, bella y menuda, con ojos enormes como los de un potrillo recién nacido.

Bastaba que volviese hacia Teddy esos enormes ojos para que a él le subiera un sonrojo desde el cuello, muy parecido a lo que le sucedía cuando la pequeña señorita hablaba con suavidad, seria, y lo miraba de frente. Y Melinda, también acostumbraba a hablar en la mesa. Siempre decía que no podía entender las costumbres noruegas, cómo se guardaban las cosas y jamás hablaban de lo que, en verdad, importaba.

John, que nunca hablaba demasiado, jamás la había entendido.

Al alzar la vista, se topó con la mirada de ma.

"La recuerdas, ¿verdad, John?", era lo que estaba pensando Nissa. Así solía reaccionar ante Melinda. La anciana volvió la vista a la derecha y observó a la muchacha que comía con buenos modales, por completo ajena a las emociones latentes que había despertado, y luego miró a Teddy, que estaba enfrascado en la cena pero fijaba la vista en el plato con el entrecejo fruncido.

"Mi caprichoso hijo, creo que te has encontrado con la horma de tu zapato."

Era sábado por la noche. Nissa apoyó la bañera galvanizada cerca de la estufa y empezó a llenarla con agua hirviendo.

– Nos turnaremos -anunció-. ¿Quieres ser la primera?

Linnea miró la bañera con la boca abierta, contempló la cocina abierta, la puerta que daba a la sala por la que pasaban las voces de John y de Theodore con toda claridad, y luego posó otra vez la vista en la bañera que junto a la estufa.

– Preferiría llevar un poco de agua arriba, a mi palangana.

Llenó la pequeña palangana y cuando la llevó a su cuarto se dio cuenta de que el agua era insuficiente. Aun así, el baño le resultó glorioso. Mientras estaba lavándose, oyó salir a John. La casa se tornaba cada vez más silenciosa. Se secó. Se puso el camisón y se sentó en la mecedora para releer las notas que había escrito junto a los nombres de los alumnos. Nissa se bañó la primera y su voz se oyó con toda claridad cuando llamó a Kristian anunciándole que era su turno. Linnea lo oyó bajar la escalera llevando ropa limpia y después de un rato lo oyó subir, supuso que con la ropa limpia puesta. Oyó que se desarrollaba el tercer baño y, tratando de imaginarse esas largas piernas plegadas dentro de la pequeña bañera, sonrió.

Pocos minutos después, oyó que Theodore le ordenaba a Kristian que lo ayudase a sacar la bañera afuera.

Después, sólo silencio.

“John, Nissa, Kristian… Theodore", pensó. "Desde ahora son mi familia sustituía." Cada uno tan particular, cada uno provocaba en ella una reacción distinta. Le agradaron de inmediato… todos menos Theodore. Entonces ¿por qué era la persona en la que más tiempo pensaba? ¿Por qué ese rostro serio y ese ánimo hostil permanecían en su mente aun después de haber apagado la lámpara y no podía conciliar el sueño? ¿Por qué eran las piernas de él las que imaginaba sobresaliendo de la bañera?

La casa estaba en silencio y en la cocina en penumbras perduraba la mezcla de olores de la cena con el jabón de lejía hecho en casa cuando Theodore y su hijo sacaron la bañera al patio.

Después de haber volcado el agua, Theodore se quedó un momento mirando el cielo, contemplándolo. Tras un rato, dijo en tono pensativo:

– Kristian.

– ¿Qué?

Repasó con cuidado la palabra antes de pronunciarla tal como lo había hecho ella:

– ¿Tú sabes lo que quiere decir sarcástico?

– No, pa, no lo sé. Le preguntaré a la señorita Brandonberg.

– ¡No! -Exclamó, reaccionando para disimular la ansiedad en la voz-. No, no tiene importancia. No vayas a preguntárselo por mí.

Se quedaron en la oscuridad, oyendo el concierto de los primeros grillos del otoño en medio de la noche, con la bañera ahora liviana en las manos.