Para su sorpresa, nadie más bajó del tren, pero el conductor levantó la escalera portátil, la metió dentro del coche y agitó un brazo en dirección al maquinista. Los acopies empezaron a chirriar a todo lo largo del tren, que, lentamente, gimió volviendo a la vida, dejando un silencio más intenso aún, sólo roto por el zumbar de una mosca sobre la nariz de la chica.
La espantó con la mano y no hizo caso de la presencia de Westgaard, que iba montando en cólera por haber hecho un viaje inútil al pueblo. El hombre se quitó el sombrero, se rascó la cabeza y luego se lo puso otra vez, bajando el ala sobre los ojos y maldiciendo para sus adentros.
Estos tipos de la ciudad… No tienen idea del valor que un cultivador de trigo le da a cada hora de luz diurna en esta época del año.
Irritado, entró pisando con fuerza.
– Cleavon, si ese mozalbete llega en el próximo tren, dígale… oh, diablos, no le diga nada. Tendré que esperarlo.
En Álamo no había establo, ni se disponía de caballos para alquilar. ¿Cómo se trasladaría hasta la granja el nuevo maestro cuando al fin llegara?
Cuando Theodore salió otra vez, la muchacha estaba de cara a él, con los hombros rígidos y una expresión asustada. Las manos seguían aferrando el abrigo y abrió la boca como para hablar, pero la cerró de nuevo, tragó y se dio la vuelta.
Aunque no era propio de él hablar con muchachitas desconocidas, le pareció asustada, pronta a estallar en lágrimas, y se detuvo para preguntarte.
– ¿Alguien tenía que venir a buscarla?
La muchacha se volvió hacia él con gesto casi desesperado.
– SÍ, pero al parecer se ha retrasado.
– Si, sucede lo mismo con el tipo que yo tenía que buscar aquí: se llama L. I. Brandonberg.
– Oh, gracias a Dios -suspiró, recuperando la sonrisa-. Yo soy la señorita Brandonberg.
– ¡Usted! -La sonrisa fue respondida con una expresión ceñuda-. ¡Pero no puede ser! ¡L. I. Brandonberg es un hombre!
– No es un… quiero decir; yo no soy un hombre. -Rió nerviosa y luego, recordando las leyes de la cortesía, le tendió la mano-. Me llamo Linnea Irene Brandonberg y, como puede ver, soy una mujer.
Al oírla, el hombre dio un rápido vistazo al sombrero y al cabello de la muchacha y lanzó un resoplido desdeñoso.
Linnea sintió que se le agolpaba la sangre en la cara, pero mantuvo la mano extendida y preguntó:
– ¿A quién tengo el placer de dirigirme?
Sin aceptar la mano, el hombre respondió con rudeza:
– Mi apellido es Westgaard… ¡y no pienso aceptar a ninguna mujer en mi casa! El consejo de nuestra escuela contrató a un tal L. I. Brandonberg creyendo que era un hombre.
De modo que este era Theodore Westgaard, en cuya casa se alojaría. Desalentada, bajó la mano que el hombre seguía ignorando.
– Lamento que haya tenido esa impresión, señor Westgaard, le aseguro que no era mi intención engañarles,
– ¡Jal! ¡Qué clase de mujer anda por ahí, haciéndose llamar L. I. Brandonberg!
– ¿Existe alguna ley que prohíba a las mujeres usar sus iniciales en la firma legal? -preguntó, rígida.
– ¡No, pero debería existir! Siendo usted una muchachita de ciudad, habrá adivinado que el consejo escolar hubiese preferido a un hombre y se propuso confundirlos.
– ¡Yo no hice nada por el estilo! Firmo siempre,…
Pero el hombre la interrumpió, grosero.
– Enseñar en una escuela de esta zona no es sólo garrapatear números en una pizarra, muchachuela' Hay que caminar más de un kilómetro y medio, encender el fuego y apalear nieve. ¡Y aquí los inviernos son duros! ¡Yo no tendré tiempo de enganchar a los caballos para transportar a una flor de invernadero a la escuela cuando haya treinta grados bajo cero y el viento del Noroeste llegue aullando y trayendo nieve!
– ¡No se lo pediré! -Ya estaba furiosa y su semblante expresaba un intenso desagrado. ¡Cómo se atrevían a mandar a este viejo a recibirla!-. ¡Y no soy ninguna flor de invernadero!
– Ah, ¿no?
La observó, como evaluándola, preguntándose cómo aguantaría una pequeña como esa cuando el viento Noroeste que venía desde Alaska le abofeteara el rostro y la nieve punzara tan fuerte que uno terminara por no distinguir el calor del frío en la frente.
– Diablos. -refunfuñó, fastidiado-; no cambia el hecho de que no quiero a ninguna mujer viviendo en mi casa.
Pronunciaba la palabra mujer con el mismo desdén con que un vaquero hubiese dicho serpiente de cascabel.
– Entonces, me alojaré en casa de cualquier otra persona.
– ¿Y de quién?
– Yo… no lo sé, pero hablaré con el señor Dahí al respecto.
El hombre lanzó otro resoplido desdeñoso y a Linnea le dieron ganas de atizarle unos golpes en la nariz.
– No hay ninguna otra casa disponible. Siempre hemos alojado a los maestros en nuestra casa. Es así… porque somos los que estamos más cerca de la escuela. El único que vive más cerca es mi hermano John y, como es soltero, su casa está fuera de discusión.
– Entonces, ¿qué se propone hacer conmigo, señor Westgaard? ¿Dejarme en la escalera de la estación?
La boca del hombre se frunció como una fresa seca y las cejas se unieron en severo reproche, mirándola desde abajo del ala del sombrero de paja.
– No permitiré que ninguna mujer viva bajo mi techo -afirmó de nuevo, cruzando los brazos empecinado.
– Es posible, pero si no es en su casa, será mejor que me lleve a la casa de alguien menos intolerante que usted, y yo estaré más que feliz de morar bajo el techo de esa otra persona, salvo que quiera que le lleve ajuicio.
¿Y eso a qué venía? ¡No tenía ni la más remota idea de cómo llevar a juicio a alguien, pero tenía que pensar en algo para poner en su lugar a ese patán inculto!
– ¡Un juicio! Wcstgaard descruzó los brazos. No se le había escapado la palabra intolerante, pero la pequeña insolente le lanzaba amenazas e insultos con tanta velocidad que necesitaba atajarlos de uno en uno.
Linnea irguió los hombros y trató de impresionarlo como una mujer mundana y audaz.
– Tengo un contrato, señor Westgaard. y en él se determina que el alojamiento y la pensión están incluidos como parte de mi salario anual. Lo que es más, mi padre es abogado en Fargo- de modo que, para mí, el costo legal sería ínfimo si decidiera plantear un juicio al consejo escolar de Álamo por romper el contrato y por designarlo a usted como…
– ¡Está bien, está bien! -Levantó las manos grandes, endurecidas-. Ya puede dejar de ladrar, muchachuela. La dejaré en la casa de Oscar Knutson para que él haga lo que quiera con usted. Como quiere ser presidente del consejo escolar, dejemos que se gane su dinero.
– ¡Soy la señorita Brandonberg, no una muchachuela! Para dejar escapar la exasperación, le dio una breve palmada a la falda.
– Sí, buen momento para aclararlo- Se volvió hacia la carreta y el caballo que los esperaban, dejándola rabiar en silencio. ¡Dejarme en la casa de Oscar Knutson, caramba…!
La realidad siguió burlándose de sus románticos ensueños. No había ningún coche Stanhope, ni bayos de pura sangre. En cambio, Westgaard la llevó hasta una carreta granjera a la que estaban enganchados un par de animales de grandes músculos, bastante viejos, y se subió sin ofrecerle la mano, por lo que no tuvo más alternativa que aferrarse por sí misma a la parte de atrás, alzarse las faldas y subir sola al asiento, que le quedaba a la altura del hombro.
¡Vaya con los caballeros de sombreros altos! ¡Este grosero no sabría qué hacer con un sombrero de castor de copa alta aunque saltara sobre él y le mordiese la enorme nariz! ¡La audacia del tipo de tratarla como si ella fuese…como si fuese… menos que nada! ¡Ella, que había obtenido con tanto esfuerzo el título de maestra en la Escuela Normal de Fargo! ¡Ella, con elevada educación, mientras que él debía de ser incapaz de juntar dos palabras sin parecer un asno ignorante…!