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Theodore se quedó mirándola un momento y luego echó sendos vistazos a Nissa y a Kristian.

Kristian había dejado de comer y miraba, sorprendido, a la señorita Brandonberg, que le había bajado la cresta a su padre con la más fría cortesía, mirándolo directamente de tal modo que Theodore no podía soportarla. Más aun, ya lo había hecho de nuevo: había hablado en mitad de la cena. A nadie le gustaba conversar con el estómago vacío y el muchacho se daba cuenta de que su padre estaba impaciente por seguir comiendo en Paz. Pero Linnea no dejaba de mirarlo de hito en hito, sentada muy erguida, recta como una ardilla listada y, bajo su mirada, la cara del hombre iba sonrojándose.

La muchacha prosiguió, en tono benévolo:

– Por alguna razón, parece que usted y yo empezamos con el pie equivocado, ¿verdad? Estoy convencida de que podríamos comportamos de manera más adulta, ¿no cree?

Theodore no supo qué decir. La muchachuela se había disculpado. Según recordaba, era la primera vez en su vida que una mujer le pedía disculpas-y sin embargo daba la impresión de que estaba calificándolo de infantil. ¡Él!' ¡Pero si tenía edad suficiente para ser su padre! Tragó y se quedó pensando qué querría decir sarcástico. Nissa, John y Kristian observaban y escuchaban, inmóviles, ¡y finalmente Theodore tenía que decir algo!

Tragó saliva y tuvo la impresión de que las patatas se le habían atragantado. Observó el rostro fresco, de ojos grandes, de la señorita comprobó lo joven y bella que era.

– Sí, podríamos hacerlo. Ahora coma.

Y volvió, aliviado, la atención al plato.

Por fin, Linnea había ganado una ronda. Cuando lo comprendió sintió la mirada de John todavía fija en ella, con asombro. Le dirigió una amplia sonrisa, poniéndolo tan incómodo que se apresuró a hundir otra vez la cuchara en la comida.

Esta señorita era algo novedoso para John. Alguien capaz de hacer sonrojar a Teddy y hacerle frente, cuando nadie había podido hacerlo, salvo la madre. Pero era muy diferente el modo en que lo hacia mamá al que empleaba la pequeña señorita. Con su cerebro lento, John se preguntó cómo se las arreglaría para lograrlo. Recordó una sola mujer que había tenido la capacidad de suavizar a Teddy: Melinda. Esa Melinda sí que era especial, bella y menuda, con ojos enormes como los de un potrillo recién nacido.

Bastaba que volviese hacia Teddy esos enormes ojos para que a él le subiera un sonrojo desde el cuello, muy parecido a lo que le sucedía cuando la pequeña señorita hablaba con suavidad, seria, y lo miraba de frente. Y Melinda, también acostumbraba a hablar en la mesa. Siempre decía que no podía entender las costumbres noruegas, cómo se guardaban las cosas y jamás hablaban de lo que, en verdad, importaba.

John, que nunca hablaba demasiado, jamás la había entendido.

Al alzar la vista, se topó con la mirada de ma.

"La recuerdas, ¿verdad, John?", era lo que estaba pensando Nissa. Así solía reaccionar ante Melinda. La anciana volvió la vista a la derecha y observó a la muchacha que comía con buenos modales, por completo ajena a las emociones latentes que había despertado, y luego miró a Teddy, que estaba enfrascado en la cena pero fijaba la vista en el plato con el entrecejo fruncido.

"Mi caprichoso hijo, creo que te has encontrado con la horma de tu zapato."

Era sábado por la noche. Nissa apoyó la bañera galvanizada cerca de la estufa y empezó a llenarla con agua hirviendo.

– Nos turnaremos -anunció-. ¿Quieres ser la primera?

Linnea miró la bañera con la boca abierta, contempló la cocina abierta, la puerta que daba a la sala por la que pasaban las voces de John y de Theodore con toda claridad, y luego posó otra vez la vista en la bañera que junto a la estufa.

– Preferiría llevar un poco de agua arriba, a mi palangana.

Llenó la pequeña palangana y cuando la llevó a su cuarto se dio cuenta de que el agua era insuficiente. Aun así, el baño le resultó glorioso. Mientras estaba lavándose, oyó salir a John. La casa se tornaba cada vez más silenciosa. Se secó. Se puso el camisón y se sentó en la mecedora para releer las notas que había escrito junto a los nombres de los alumnos. Nissa se bañó la primera y su voz se oyó con toda claridad cuando llamó a Kristian anunciándole que era su turno. Linnea lo oyó bajar la escalera llevando ropa limpia y después de un rato lo oyó subir, supuso que con la ropa limpia puesta. Oyó que se desarrollaba el tercer baño y, tratando de imaginarse esas largas piernas plegadas dentro de la pequeña bañera, sonrió.

Pocos minutos después, oyó que Theodore le ordenaba a Kristian que lo ayudase a sacar la bañera afuera.

Después, sólo silencio.

“John, Nissa, Kristian… Theodore", pensó. "Desde ahora son mi familia sustituía." Cada uno tan particular, cada uno provocaba en ella una reacción distinta. Le agradaron de inmediato… todos menos Theodore. Entonces ¿por qué era la persona en la que más tiempo pensaba? ¿Por qué ese rostro serio y ese ánimo hostil permanecían en su mente aun después de haber apagado la lámpara y no podía conciliar el sueño? ¿Por qué eran las piernas de él las que imaginaba sobresaliendo de la bañera?

La casa estaba en silencio y en la cocina en penumbras perduraba la mezcla de olores de la cena con el jabón de lejía hecho en casa cuando Theodore y su hijo sacaron la bañera al patio.

Después de haber volcado el agua, Theodore se quedó un momento mirando el cielo, contemplándolo. Tras un rato, dijo en tono pensativo:

– Kristian.

– ¿Qué?

Repasó con cuidado la palabra antes de pronunciarla tal como lo había hecho ella:

– ¿Tú sabes lo que quiere decir sarcástico?

– No, pa, no lo sé. Le preguntaré a la señorita Brandonberg.

– ¡No! -Exclamó, reaccionando para disimular la ansiedad en la voz-. No, no tiene importancia. No vayas a preguntárselo por mí.

Se quedaron en la oscuridad, oyendo el concierto de los primeros grillos del otoño en medio de la noche, con la bañera ahora liviana en las manos.

La luna estaba en tres cuartos, blanca como leche fresca en el ciclo tachonado de estrellas, proyectando sombras largas y profundas.

– Es linda, ¿eh?-murmuró Kristian.

– ¿Te parece?

– Bueno, seguro que no es ratonil ni menuda, como tú dijiste. Como sea, ¿por qué dijiste eso?

– ¿Yo dije eso?

– Ya lo creo. Pero si ella es ratonil y menuda, Isabelle también y, al parecer, a ti te gusta Isabelle.

Theodore lanzó un resoplido desdeñoso.

– Me parece que deberías mirar mejor a Isabelle, cuando venga con su carreta.

– Bueno, está bien, Isabelle es mucho más, comparada con la señorita Brandonberg, pero, aun así, esta no es pequeña ni ratonil. Para mí está bien.

Theodore miró a su hijo con expresión interrogante, distinguiendo con claridad el perfil juvenil bajo la luz brillante de la luna.

– Será conveniente que no le digas eso, teniendo en cuenta que es tu maestra.

– Sí, creo que tienes razón -dijo Kristian, abatido, bajando la vista hacia la tierra oscura. Se quedó un momento pensativo hasta que, al fin levantando la cara preguntó, más animado-: ¿Quieres saber algo divertido?

– ¿Qué?

– ¡A ella le parecen bonitos los cardos! ¡Dijo que nos llevaría al campo para que los pintáramos!

Theodore refunfuñó y lanzó una carcajada, seguido por Kristian.

– Bueno, es una chica de la ciudad. Ya sabes que no son muy perspicaces con respecto a ciertas cosas.

Sin embargo, más tarde, acostado en la cama grande donde dormía solo desde hacía catorce años, Theodore trató de imaginarse unos cardos en flor y se dio cuenta de que, en realidad, no sabía qué aspecto tenían. Aunque había visto miles y miles a lo largo de sus treinta y cuatro años jamás los había mirado como no fuese con desdén. Resolvió que, la próxima vez, echaría un segundo vistazo.

5

Linnea no estaba preparada para el cambio que observó en Kristian y Theodore el domingo por la mañana. Cuando volvieron de las tareas matinales para tomar el desayuno, estaban como siempre. Pero después Nissa llamó desde los escalones: