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Conoció a todos sus alumnos, pero los que más retuvo en la memoria cuando se alejaron fueron el niño Severt -apuesto como el padre pero con un aire de inquieto nerviosismo- y Francés Westgaard, porque Nissa le había dicho que padecía un leve retraso. Quizá fuese su vocación innata de maestra lo que la hiciera inclinarse por cualquier niño que la necesitara más, lo cierto fue que le bastó un solo vistazo a la niña delgada, pecosa, con una corona de trenzas, para sentirse conmovida por ella.

Caramba, eran tantos los niños de apellido Westgaard que pronto renunció a recordar a qué familia pertenecía cada uno. Con los adultos era un poco más fácil. Ulmer y Lars eran fáciles de distinguir porque se parecían mucho a Theodore, aunque Ulmer, el mayor, estaba perdiendo el cabello y Lars era el de sonrisa más pronta.

Luego venía Clara, enorme en su embarazo, riéndose de algo que le había dicho su marido al oído y con unos ojos que sonreían aun cuando los labios no lo hicieran. Tenía cabellos color café y una piel hermosa, aunque no la clásica belleza de facciones de los hermanos. La nariz era un poco larga y la boca un poco ancha, pero cuando sonreía nadie se fijaba en esas imperfecciones porque Clara poseía algo mucho más duradero: la belleza de la felicidad.

En el mismo instante en que sus miradas se encontraron, Línea supo que esa mujer iba a gustarle. Clara sostuvo con firmeza su mano y una sonrisa cómplice jugueteó en las comisuras de sus labios.

– Así que tú eres la que puso a mi hermano en su lugar. Muy bien. Creo lo que lo necesitaba.

Linnea se sorprendió tanto que no se le ocurrió ninguna respuesta.

– Soy Clara.

– Ssí-los ojos de Linnea se posaron en la redondeada barriga-. Eso supuse.

Clara rió, se acarició el vientre y atrajo hacia ella a su esposo.

– Y este es mi Trigg.

Tal vez fuese el modo en que dijo "mi Trigg" lo que aumentó la simpatía de Linnea hacia ella: en su voz vibraba el orgullo y tenía buenos motivos para ello. Trigg Linder era quizás el hombre más apuesto que ella hubiese visto. Su cabello resplandecía al sol como cobre recién pulido, sus ojos azul cielo tenían esa clase de pestañas que las mujeres suelen envidiar y sus rasgos nórdicos alardeaban de impecable simetría y belleza. Pero lo más notable para ella con respecto a Trigg Linder, lo que más retuvo en la memoria fue que mientras su esposa hablaba él mantenía una mano apoyada en su nuca y daba la impresión de no poder apartar la vista del rostro de su mujer.

– Así que Teddy le hizo pasar malos momentos -comentó Clara.

– Bueno, él, no exactamente…

Clara rió:

– No tienes por qué justificarlo ante mí. Conozco a nuestro Teddy y sé que es capaz de ser un dolor de muelas noruego. Cabeza dura, terco… -Apretó la muñeca de Linnea-. Pero tiene sus momentos. Dale tiempo para adaptarse a ti. Entretanto, si te irrita demasiado, ven a visitarme y deja escapar un poco de vapor en mi casa. Siempre tengo café y le aseguro que la compañía me viene muy bien.

– Bueno, gracias, lo haré.

– ¿Y qué me dices de mamá? ¿Te trata bien?

– Oh sí. Nissa es maravillosa.

– Amo cada uno de sus cabellos rizados, pero a veces me vuelve completamente loca, de modo que, si a veces le da demasiadas órdenes y sientes ganas de atarla y amordazarla, ven a verme. Te contaré de todas las veces en que yo estuve a punto de hacerlo. -Ya estaba yéndose, pero se dio la vuelta y agregó-: Ah, de paso: me encanta tu sombrero.

De golpe, Linnea estalló en carcajadas.

– ¿He dicho algo divertido?

– Te lo diré cuando vaya a tomar café.

Aun estando embarazada. Clara se movía con agilidad y, cuando se fue, era Linnea la que estaba sin aliento. De modo que esa era Clara, la que había estado más cerca de Theodore. La que había conocido a Melinda, Y le había ofrecido su amistad: no tenía la menor duda de que aceptaría la propuesta.

En ese momento apareció Kristian y anunció:

– Pa dice que venga a preguntarle si le falta mucho.

Mirando hacia el otro lado del atrio, Linnea vio que Nissa ya estaba en la carreta y Theodore de pie al lado del coche, con expresión de disgusto, dando pequeñas patadas de impaciencia.

– Oh, ¿estoy retrasándolos?

– Bueno… es por el trigo. Aquí, cuando el tiempo es bueno y el trigo está maduro, trabajamos todos los días de la semana.

– ¡Ah! -Así que había echado leña al fuego de su anfitrión-. Permite que me despida del reverendo Severt.

Saludó con brevedad, pero aun así, mientras se acercaba a la carreta de Theodore vio la irritación en su semblante.

– Lamento haberlo retrasado, Theodore. No sabía que hoy irían a los campos.

– ¿Nunca oyó decir que hay que hacer heno mientras brilla el sol señorita? Súbase aquí y partamos,

Le aferró el codo y la ayudó a subir con un empujón más grosero que si no la hubiese ayudado en absoluto. Dolida por ese cambio tan brusco tras la cercanía que había sentido en la iglesia, Linnea hizo el viaje de regreso en un estado de confusión.

En cuanto llegaron, hubo un rápido revuelo cuando se cambiaron de ropa. Linnea estaba en su cuarto quitándose el alfiler de sombrero cuando recordó lo del carbón. Y, si bien lo último que deseaba era traer el tema a colación e irritarlo todavía más no tenía otra alternativa.

Lo interceptó cuando salía del dormitorio al vestíbulo, con una bata de trabajo recién lavada y planchada y una camisa limpia azul desteñido. Estaba encasquetándose el gastado sombrero de paja cuando se detuvo de golpe al verla. Bajó el brazo con suma lentitud y se quedaron mirándose largo rato.

Linnea recordó cómo habían compartido el libro de himnos en la iglesia y que en esos momentos él parecía… diferente. Abordable. Agradable,

De repente, le resultó difícil hablarle, hasta que por fin recuperó la voz.

– Comprendo lo atareado que debe de estar en esta época del año, pero le prometí al señor Dahí que le hablaría del carbón para la escuela.

– Dahí está convencido de que en mitad de septiembre soplará una nevisca y que él perderá el empleo si la carbonera no está llena. Pero él no tuvo ningún trigo que segar.

– No tiene trigo que segar -lo corrigió.

– ¿Qué?

Las cejas del hombre se unieron.

– Que no tiene… -Se cubrió los labios con los dedos. Oh. Linnea, ¿acaso tu lengua siempre será más rápida que tu cerebro?- Nada. N-nada., le dije que se lo recordaría a usted y eso hice. Lamento haberlo retenido.

¿Qué tenía ese hombre que, a. veces, la ponía tan nerviosa?

– Si Dahí vuelve a fastidiarla con eso, dígale que lo llevaré cuando nieve. Mientras brilla el sol, corto trigo.

Tras lo cual, pasó junto a ella y salió de la casa.

La tarde se extendía interminable ante ella y por eso decidió ir a la escuela. Ahora que ya sabía más de sus alumnos, que podía asignar rostros a los nombres, se sentó y preparó los planes para la primera semana de lecciones, hojeando sus limitados libros de texto. Había un silabario de Worrcesler, un libro de lectura de McGuffey, una Aritmética mental de Ray, Geografía de Monteith y McNally y una Gramática de Clark. Los otros os que había en el anaquel versaban sobre temas variados y, al parecer, han sido donados a lo largo de los años por las familias. La mayoría, como el que había elegido el día que le leyó a Kristian -titulado Economía de la Nueva Era-, eran demasiado avanzados para ser de mucha utilidad para sus alumnos, sobre todo los más pequeños.