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Pero había algo para lo cual los niños nunca eran demasiado jóvenes: los buenos modales en la mesa. ¡Para enseñárselos no necesitaba ningún libro! Y estaba en uno de los primeros lugares de su lista de prioridades.

Cuando terminó con los planes de las lecciones, desplegó la bandera Norteamericana y la colgó en su soporte en el frente, escribió en la pizarra El Juramento de Fidelidad, y su nombre en grandes letras de imprenta: señorita brandonberg. Retrocedió y lo contempló sonriendo, satisfecha, sacudiéndose la tiza de los dedos, casi aturdida ante la idea de hacer sonar la campana a las nueve de la mañana siguiente y de llamar al orden a su primer grupo de alumnos.

Era la mitad de la larde y no tenía ningún deseo de irse del edificio de la escuela. Impulsada por una súbita inspiración, se sentó y se dispuso a dibujar una serie de grandes tárjelas alfabéticas para aumentar el material disponible y, en cada una, una figura que representase la letra. En la A dibujó una ardilla. En la B una bandera. En la C un caballo. Como le gustaba dibujar, no escatimó tiempo a la tarea, pensando escrupulosamente en qué símbolo representaría a cada letra. En el esfuerzo por dibujar elementos que los niños pudiesen conocer, hizo un hada para la H que por falta de experiencia no le salió muy bien, aunque puso buena voluntad… en la M un matorral de los que abundaban por la región y en la S un campesino segando. Con una sonrisa, decidió cambiar el de la C por un cardo…

Cuando se disponía a hacerlo, advirtió que necesitaba ver la planta captarla con precisión. Anduvo por e] camino sintiendo el sol sobre la cabeza, dejándose llevar por ensoñaciones vagas; los chopos cimbraban en la suave brisa vespertina. Al ver un brillante guijarro de color ámbar en mitad del camino, se acuclilló, lo puso en la palma y se quedó así largo rato, con el mentón sobre las rodillas, disfrutando la tibieza de la piedra, detectando su tersura y su peso. En algunos sitios brillaba y en el centro se veía una raya traslúcida que le recordó el color de los ojos de Theodore. Cerró los suyos y recordó el contacto de su brazo en la iglesia, la desusada sensación de unidad que percibió cuando cantaban juntos. Hasta entonces, nunca había estado en un servicio religioso con un hombre.

Frotó la piedra con el pulgar, se la metió en la boca gustando su tibieza y su carácter terreno, la escupió en su mano y observó la franja marrón, ahora mojada, brillante, el color intensificado, más similar a la de los ojos de Theodore.

Sonrió, sonadora, todavía acuclillada en medio del camino.

– Lawrence -murmuró en voz, alta-, no te rías: tanto tiempo hace que te conozco y nunca había notado e! color de tus ojos.

Se levantó, oprimiendo la piedra en la mano. Miró a Lawrence a los ojos:

– Oh -notó, decepcionada-, son verdes. -Adoptó una expresión animosa-. Oh, bueno. Vamos… -lo Tomó de la mano-, te enseñaré los cardos.

Encontró uno en una zanja, no tejos del camino. Crecía en forma de bola. En invierno, rodaba por la pradera empujado por el viento y se quedaba atrapado en cercas de alambre de púas, provocando grandes amontonamientos alrededor. Al llegar la primavera, había que desengancharlos a mano. Pero, en el presente, a comienzos del otoño, era una esfera perfecta de diminutas florecillas verdes. Un par de moscas verde azuladas zumbaban alrededor y un gordo abejorro fue a libar de las flores.

Linnea se apoyó el cuaderno de dibujo en la cintura y empezó a dibujar.

Dime, Lawrence, ¿no crees que es bonita esa planta? Mira cómo bebe la abeja de ella.

Al llegar a la cima de una pequeña loma de tierra en el trigal, al Noreste de la escuela, Theodore alzó la vista hacia el pequeño edificio que se veía a lo lejos. Desde ahí no parecía más grande que una casa de muñecas, pero mientras los caballos avanzaban por la suave cuesta, distinguió el cobertizo del carbón, los columpios, la campana, a la que el sol arrancaba destellos. Percibió un movimiento y notó una figura a cierta distancia de la escuela, parada junto a una zanja que estaba cerca de la esquina mas alejaba del campo. Sin advertirlo, estiró la espalda y levantó los codos de las rodillas. Bajo el ala del sombrero los ojos castaños se suavizaron y una breve sonrisa le curvó los labios.

¿Qué estaría haciendo ahí la pequeña señorita? Con las hierbas hasta las rodillas, sostenía en las manos algo que no alcanzaba a ver. Qué chiquilla, haraganeando junto a la zanja, como si no tuviese nada mejor que hacer. Dejó escapar una risa silenciosa, indulgente.

Supo de inmediato que ella lo miraba. Se irguió, alerta, y levantó lo que tenía en la mano para hacerse sombra en los ojos. Una extraña euforia lo recorrió cuando la muchacha alzó los brazos y los agitó trazando amplios arcos y saltando varias veces.

Sacudió un poco la cabeza y sonrió, al tiempo que reanudaba la tarea, los codos en las rodillas, sin dejar de contemplarla.

"Qué chiquilla", pensó. "Qué chiquilla."

Linnea vio las tres hojas de hoz que atravesaban el campo en dirección a ella, pero estaban demasiado lejos para distinguir quién conducía. Era un cuadro asombroso y deseó tener la destreza para captarlo en una pintura, con sus intensos amarillos y azules para el trigo y el cielo. De hombres y caballos trascendía cierta magnificencia, tan pequeños contra la majestad de la tierra que se extendía ante ella como un vasto océano ondulante y amarillo. Que fuesen ellos los que lo controlaran y le sacaran provecho no hacía más que aumentar su admiración. Algo le oprimió el corazón con increíble fiereza y se le presentaron con absoluta claridad las palabras de la canción…

Oh, belleza de los cielos vastos

De las olas ambarinas de grano…

¿Cómo era posible que estuviese desarrollándose una guerra, si ante sí sólo se extendían munificencia y belleza? Y se decía que la guerra se libraba precisamente para preservar lo que estaba contemplando. Pensó en la bandera que acababa de colgar y en las palabras que había escrito en la Pizarra. Contempló a los tres hombres que guiaban a los animales a través de un espeso trigal. Hizo una profunda inspiración y saltó tres veces, de Puro entusiasmo. Y saludó con los brazos.

Uno de ellos le devolvió el saludo.

6

Linnea durmió en estado de excitación. Al despertarse, en su primera mañana de escuela, oyó cantar al gallo en un duermevela. El alba que asomaba por la pequeña ventana prometía un día claro. Abajo Nissa hacía ruidos en la cocina- Saltó ágilmente de la cama, impaciente por empezar, al fin, con lo más importante.

Se peinó con gran cuidado, trazando una raya en el medio y formando un moño que empezaba detrás de las orejas y seguía el contorno de la nuca dibujando una media luna. Se puso la nueva falda verde, la blusa escocesa que hacía juego, abotonándola hasta el cuello, estirando luego las finas cintas de la cintura para atarlas atrás formando un lazo: al terminar, se puso de puntillas para controlar los resultados en el espejo.

La falda era bien ajustada en la delantera, pero las tablas de atrás eran profundas y amplias, formando un abultamiento que daba la apariencia de tener un polisón que alzaba el faldón de la blusa. Viendo su reflejo, se encontró adulta y confiada. Todavía de puntillas, compuso una pose con los brazos elevados y las muñecas graciosamente flexionadas.

– Bueno, gracias, Lawrence. Ojala pudiese, pero, ya ves, hoy es el primer día de clase y tengo que ir a un edificio lleno de niños… -De pronto, se miró el pecho y rió-. Oh, caramba, he olvidado el reloj. Tendrás que disculparme, voy a buscarlo.

Abandonando la pose extravagante se acercó al tocador y levantó un delicado colgante de oro que pendía de un alfiler en forma de arco. El cuadrante estaba revestido de una lámina de oro delgada como un papel, que tenía grabado un dibujo de rosas. Era el regalo de graduación de sus padres y el primer reloj que poseía en su vida. Lo pinchó en la parte más sobresaliente de su Pecho izquierdo y volvió a retroceder para contemplarse, orgullosa.