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Y el ratón estaba sentado en mitad del suelo. Linnea rió y el ruido ahuyentó al animalejo hacia el frente del salón.

– Bueno, a ti también te deseo los buenos días. -Vio que se escabullía por el suelo crujiente y desaparecía tras el anaquel de libros-. Así que ese es tu escondite -dijo, apoyándose sobre una rodilla para espiar detrás de los estantes. Se puso de pie, se sacudió las manos y dijo en voz alta-: Pronto te atraparé y. entretanto, no asomes la nariz, ¿me oyes?

Se sentó ante el escritorio, levantó la tapa de su cazuela de hojalata y encontró el trozo de queso que le había puesto Nissa. Pero, después de haber instalado la trampa, echó una mirada hacia la biblioteca, de nuevo al mortífero resorte de acero y otra vez al mueble. Por último, murmuró:

– Está bien, un día más.

Desactivó la trampa y la dejó en el suelo, sin quitarle el queso. Después fue afuera y Heno el cubo de agua, lo transportó dentro y pasó el agua a la olla de barro- Por último llenó los tinteros y miró el reloj, impaciente: tenía que aguardar quince minutos. Echó un vistazo a las puertas cerradas, ladeó la cabeza, pensativa, y luego corrió a abrir tanto las de adentro como las de afuera, como para que diesen la bienvenida.

Desde la puerta, observó su propia mesa. Después miró la puerta desde el escritorio. Se sentó y unió las manos sobre la gastada mesa de roble, contemplando el espectáculo: el palio occidental, la fila de álamos que resguardaba del viento, enmarcado por muros blancos y cortados limpiamente por el negro tubo de la estufa.

Así estaba sentada cuando asomaron las tres primeras cabezas y escudriñaron desde detrás de la estufa.

– Buenos días.

Linnea se puso de pie de inmediato y se acercó a ellos: eran los hijos de Lars y Evie. Cada uno de ellos llevaba un libro de estudios y un tarro de hojalata de los de melaza, y los tres la miraron. El niño era pecoso, con el cabello dividido a un lado y aplastado severamente hacia atrás. Le sujetaban los pantalones azul oscuro unos tirantes grises, y las punteras de sus botas no tenían un solo rasguño. La más alta de las niñas llevaba de la mano a la más pequeña, que trataba de ocultarse tras el hombro de su hermana. Las dos niñas estaban vestidas de manera similar, con vestidos de algodón floreado que llegaban al borde de sus botas marrones de caña alta que, sin duda, eran tan nuevas como las del hermano. La niña más pequeña llevaba un delantal blanco almidonado sobre el vestido. Las dos iban peinadas con raya al medio y el cabello estirado hacia atrás en dos pulcras colas, atadas con finas cintas amarillas.

– Buenos días, señorita Brandonberg -canturrearon los dos mayores al unísono.

Mientras intentaba desesperadamente recordar los nombres, el corazón de Linnea martilleaba. Pero sólo recordó uno:

– Tú eres Norma, ¿verdad? Norma Westgaard.

– Ahá. Y este es Skipp y Roseanne.

– Hola, Skipp.

El niño asintió y se sonrojó, mientras que Roseanne se metió el dedo en la boca y dio la impresión de que estaba a punto de echarse a llorar.

– Hola, Roseanne.

Norma la empujó un poco con la rodilla y la pequeña recitó un saludo, obviamente ensayado:

– Buenos días, zeñorita Brandonberg.

Norma se inclino sobre ella y le sacó el dedo de la boca, ordenándole:

– Ahora, dilo bien.

– Buenos días, zeñorita Brandonberg.

Esta vez lo pronunció con más claridad, pero con el mismo ceceo cautivante de la primera vez.

El corazón de Linnea se derritió y se acercó, aunque no mucho, por temor a espantarla:

– Bueno, Roseanne, me han dicho que este es tu primer día de clase.

La niña infló la mejilla y asintió, sin apartar la vista de Linnea.

– ¿Sabías que para mí también? Vosotros sois mis primeros alumnos. Y si me prometes no contárselo a nadie, te diré un secreto. -Uniendo las manos, las apretó entre las rodillas mientras se inclinaba y le confió-: La idea de conoceros me ponía un poco nerviosa.

Rosearme se sacó el dedo de la boca y alzó la vista hacia Norma, que le sonrió, tranquilizadora.

En ese preciso momento, apareció alguien en la puerta. Era Francés Westgaard, llevando a rastras a un hermano pequeño. Linnea los reconoció: eran los hijos de Ulmer y Helen, y ella esperaba que los hermanos mayores se unieran a ellos momentáneamente. Pero, cuando los niños entraron para saludarla, no apareció ningún hermano mayor.

Tras el intercambio de saludos, todos salieron afuera, los niños al patio de juegos y Linnea a los escalones de entrada para recibir a los alumnos que llegasen. Mantuvo la vista fija en el camino, para ver acercarse a los niños que faltaban. Pero pasaban los minutos y el mayor de los que llegaron era Alien Severt, que fue hacia el patio de juegos, donde, sin perder tiempo, se puso a fastidiar a las niñas mayores y a empujar a los más pequeños en los columpios.

A las nueve en punto, todavía fallaban los cuatro alumnos varones de mas edad y por eso entró a revisar la lista para cerciorarse de que no se había equivocado con respecto a los que esperaba.

¡Pero no podía haberse equivocado con respecto a Kristian! ¿Dónde estaría? Rebuscando en su memoria, recordó un rostro que asociaba con “Raymond Westgaard", muchacho alto y anguloso, que se había apresurado a irse inmediatamente después de que se lo presentaran el domingo. Y la hija de los Lommen ya había llegado: era la hermosa niña de largo cabello caoba y asombrosas pestañas largas… pero ¿dónde estaba su hermano gemelo? ¿Quién más faltaba? Ah, sí. Linnea repasó la lista: Antón, Tony, había llamado Nissa, y ella había anotado el apodo al margen. También faltaba Tony Westgaard, de catorce años.

Respiró profundamente y advirtió la tensión en el estómago. ¿Acaso los muchachos mayores estarían poniéndola a prueba, en cierto modo? ¿Llegarían tarde el primer día para ver cuál sería la reacción de la maestra nueva?

Pensó en Kristian y le pareció imposible que se prestara a semejante maniobra. Pero ya eran las nueve y diez y todavía no había hecho sonar la campana. Por fin abarcó con la vista a todos los alumnos y eligió a quien le pareció más sensato y digno de confianza.

– Norma, ¿puedo hablar contigo un momento? -la llamó desde el borde del patio de juegos.

Norma se apartó al instante de los demás y se acercó a ella.

– Sí, señorita Brandonberg.

– Son las nueve y diez y me faltan cuatro alumnos. Todos los varones mayores. ¿Sabrías tú dónde están?

La expresión de la niña se tornó perpleja.

– Oh, ¿no lo sabía?

– ¿Saber? ¿Saber qué?

– No vendrán.

– ¿Que no vendrán? -repitió Linnea, sin poder creerlo.

– No. No vendrán hasta que el trigo esté a cubierto y la trilla terminada.

Confundida, Linnea repitió:

– ¿El trigo? ¿Hoy, quieres decir? ¿Hoy alguien está trillando?

– No, señora. No sólo hoy sino todos los días, hasta el fin de la temporada. Los muchachos tienen que ayudar con la cosecha.

En cuanto asomó a la superficie un atisbo de comprensión, Línea temió haber entendido demasiado bien.

– La cosecha. ¿Te refieres a todo, en general? -Con un ademán abarcó los extensos campos que rodeaban la escuela- ¿Todo eso?

Norma miró, nerviosa, las manos de la maestra y alzó de nuevo vista.

– Bueno, necesitan a los chicos; de lo contrario, ¿quién lo entrará todo y lo trillará antes de que caiga la nieve?

– ¿Antes de que caiga la nieve? ¿O sea que piensan mantener a los niños apartados de la escuela todo ese tiempo?

– Bueno… sí, señora -respondió la niña, con expresión preocupada.

Al advertir que estaba poniendo incómoda a Norma, Linnea disimuló su descontento y respondió, en tono blando: