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Una vez ordenado el salón, les dio las buenas tardes y fue hasta el guardarropa a tocar la campana. Pero, cuando tenía los brazos levantados sobre la cabeza y los niños iban saliendo, el único que se demoró fue Alien Severt. Fue contoneándose hacia ella, arrastrando los pies y en esta ocasión no cabía duda; le miraba abiertamente los pechos. Soltó de inmediato la cuerda de la campana, mirándolo con la mayor firmeza que pudo reunir.

– Adiós. Alien. Te propongo que tú y yo intentemos tener un día mejor mañana.

El niño soltó un bufido carente de humor y pasó junto a ella sin decir palabra. Todo ello no hizo nada para mejorar su ánimo para el encuentro con Theodore.

A Theodore le preocupaba la cantidad de tiempo que dedicaba a pensar en la señorita Brandonberg. Pensar demasiado era típico de su actividad. ¿Cuántas horas de su vida había pasado tras los caballos que tiraban del arado, pensando? ¿Que otra cosa se podía hacer mientras iba detrás, contemplando las grupas relucientes y las grandes cabezas que se balanceaban?

De niño, trabajando para su padre, a menudo dormitaba al ritmo parejo de los caballos. Cuando era un adolescente que maduraba, había soñado al compás del roce de la tierra contra la hoja del arado. Como marido desilusionado, se angustiaba oyendo el rumor de las semillas cayendo por el tubo de grano. Y, como padre novato, abandonado con un hijo de un año, rumiaba su ira desde el mismo lugar.

Durante años, la vista seguía siendo la misma: caballos, cosecha. Horizonte.

Se había comunicado casi exclusivamente con la tierra y los animales durante tanto tiempo que se volvió introspectivo y hosco y había olvidado casi cómo comunicarse con los seres humanos- Claro que estaban Nissa, John, e incluso Kristian, pero ellos, igual que él, sólo gozaban de su propia compañía, en general.

Sin embargo, esta pequeña señorita era algo especiaclass="underline" siempre parloteando, burbujeante. No cabía duda de que no sabía cerrar la boca. El tipo que se casara con ella debería estar preparado para una buena dosis de atrevimiento. ¿Por qué lo enfurecía tanto? ¿Por qué lo hacía aflojar la lengua? Lo hacía pensar en tonterías como las flores de los cardos y en significado de palabras raras.

Sonrió imaginando la sorpresa de la muchacha cuando Kristian no se presentara en la escuela. Sí, sin duda le arrojaría las palabras en la primera ocasión que tuviese. Bueno, que rabiara, Kristian ya estaba inquieto y echaba miradas hacia la escuela cada vez que llegaba a la cima de la colina. Theodore no estaba ciego: hasta un tonto se habría dado cuenta de que el muchacho estaba enamorado de la maestra y que, en cuanto tuviese ocasión, soltaría las riendas y correría a practicar su ortografía. Amor de cachorro. Esbozó una sonrisa torcida, que se le borró poco después al recordar que él no era mucho mayor que Kristian cuando tuvo ese fatal tropezón en la ciudad y conoció a Melinda.

Melinda.

Vestida de amarillo claro, el cabello negro formando un nudo, los ojos verdes relampagueando, aprobadores. Desde el momento en que la había visto en ese vagón, no pudo apartar la vista de ella. Se removió inquieto y pasó las riendas a la otra mano. ¿Qué diantre se había adueñado de él para ponerse a pensar en Melinda?

Melinda era cosa del pasado y, cuanto menos pensara en ella, mejor?. Hacía años que lo sabía. Se acomodó mejor en el asiento de hierro y entrecerró los ojos cuando enfiló hacia el Oeste. Hora de ordeñar. Haciendo flexiones y giros, se masajeó la nuca y pensó en lo grato que sería bajarse del vehículo a estirar las piernas. Sacó el reloj de la pechera de la bata de trabajo, miró la hora y lo guardó de nuevo. Ah, ma debía de tener preparados unos emparedados y una taza de café caliente. Hizo señas a los otros, se acercó al linde del campo y soltó a los caballos del arado. Y, mientras guiaba a la yunta hacia el molino de la familia para recibir el merecido refrigerio, se preguntó si la pequeña señorita ya habría vuelto de la escuela.

Ella estaba de pie junto a la torre, esperando para saltarle encima, con los brazos en jarras, cuando Theodore y Kristian entraron en el patio a pie, detrás de los caballos.

Theodore la observó bajo el ala del sombrero de paja, pero no dio señales de haber advertido su presencia. Gritó:

– Frenen, ustedes -cuando los caballos apresuraron el paso al ver el tanque de agua.

Adrede, condujo a Crib y a Toots muy cerca de la muchacha, haciendo caso omiso de que ella estaba en su camino.

– ¡Señor Westgaard! -lo abordó, girando para mirar con seriedad los hombros anchos cuando él pasó junto a ella sin pronunciar palabra.

Theodore se acercó lo suficiente para ver las chispas que estallaban en los ojos azules.

– ¿Señorita Brandonberg? -repuso, con deliberada frialdad, mientras ella lo seguía inclinándose adelante, con los puños apretados y pasos furibundos.

– ¡Quiero hablar con usted!

– Hable.

– ¡Hoy su hijo no estaba en la escuela!

Theodore soltó las riendas y se inclinó para soltar los tiros de la grupa.

– Por supuesto que no. Estaba en el campo, conmigo.

– ¡Le rogaría que me dijese qué estaba haciendo allí!

– Lo que cualquier persona físicamente apta hace en esta región. Ayudar con la cosecha.

– ¿Por orden de usted?

Theodore se irguió, en el preciso momento en que Kristian entraba con su pareja de animales, pero tuvo la sensatez de mantener la boca cerrada.

– No hace falta órdenes. El muchacho sabe que se le necesita y con eso basta.

– No hacen falta órdenes -explotó Linnea-. Pero escúchese un poco -Señaló el pecho de Theodore-. Tiene una gramática lamentable, ¿y quiere que su hijo crezca hablando de ese modo? ¡Eso es lo que pasará si no lo deja asistir a la escuela!

Para enfatizar, agitó un dedo bajo la nariz del hombre.

Theodore se sonrojó y su boca se convirtió en una fina raya. ¿Con quién creería que estaba hablando?

– ¿Qué importa cómo hable, siempre que sepa cómo manejar una granja? Eso es lo que hará toda la vida.

– ¿Ah, si? ¿Y él qué opina al respecto? -Con expresión colérica, se volvió a Kristian y luego hacia el padre-. Más bien, ¿tiene algo que decir al respecto? -De repente, se volvió para confrontar directamente al muchacho-: ¿Qué dices, Kristian? ¿Eso es lo que piensas hacer el resto de tu vida?

El muchacho estaba tan sorprendido que no atinó a responder.

– ¡Ya ve! -continuó la joven-. ¡Le ha lavado el cerebro de tal modo que ni siquiera puede pensar por sí mismo!

– ¡Señorita… será mejor que…!

– ¡Cuando se dirige a mí como maestra de su hijo, mi nombre es señorita Brandonberg!

Theodore la miró, ceñudo, enderezó los hombros y repitió:

– Señorita Brandonberg… -Hizo una pausa burlona y continuó- Hay un par de cosas que será mejor aclararle. Aquí vivimos de acuerdo con las estaciones, no por un calendario establecido por algún soberbio y roñoso inspector de escuelas. Tenemos que guardar el trigo y, cuando esté trillado y guardado en los graneros, será el momento de que los muchachos vayan a la escuela. -Levantando un dedo, señaló al horizonte-Aquí no estamos trabajando en el jardín de una solterona, ¿sabe? Lo que está mirando son campos divididos en secciones, no en hectáreas. ¿Cuándo diablos cree usted que podrá usar todas esas palabras elegantes cuando la tierra le pertenezca? A los caballos no les importará cómo hable. -Señaló con el pulgar sobre el hombro a los caballos que abrevaban-. Lo único que les importa es que se les dé de comer, de beber y qué se los ensille como es debido. ¡Vacas, caballos, cerdos y trigo! ¡Eso es lo que importa aquí, y será mejor que no lo olvide antes de empezar a predicar sobre educación!

Irguiéndose, Linnea levantó las manos.

– Entonces ¿para que me contrataron? ¡Si eso es lo único que importa, puede enseñárselo usted! Pensé que mi trabajo consistía en que los, niños fuesen letrados, en prepararlos para el mundo que está más allá de Álamo, North Dakota -terminó, agudizando la voz.