Las lágrimas se agolpaban. Las atribuyó a la frustración y a la destrucción de sus expectativas y del día difícil que había tenido, con la clase mermada y los enfrentamientos con Alien Severt y con Theodore. Pero, cuando las lágrimas se convirtieron en sollozos, ya no podía atribuirlas a problemas académicos, a ausencias en la escuela o a Alien Severt, sino a Theodore Westgaard, que entraba en la cocina, se sentaba a la mesa, comía toda su comida y se iba de la casa sin echarle una sola mirada, sin reparar siquiera en su existencia.
Obtuvo el mismo tratamiento durante varios días cada vez que se cruzaban sus caminos. La única vez que le habló fue cuando ella lo obligó, saludándolo primero. Pero jamás levantaba la vista. Y, si ella estaba en una, habitación, él salía lo más rápido posible. El domingo se quedaron uno junto al otro en la iglesia y Linnea advirtió el cuidado que ponía en que su manga no rozara la de ella. A esas alturas, la hostilidad de ese hombre se había convertido en un peso sobre su corazón. Cada vez que la trataba con frialdad, tenía ganas de aferrarle el brazo y rogarle que comprendiese que, en su posición de maestra, no podía adoptar ninguna otra actitud que la adoptada. Quería desnudar el alma y admitir que se sentía profundamente desdichada viviendo con ese helado despego. Quería verlo otra vez amistoso, para que se desvaneciera la tensión en la casa.
Hasta entonces, jamás le había sucedido algo así en la vida. Nunca un amigo se había convertido en enemigo… aunque, en verdad, Theodore nunca fue su amigo. Pero ese rechazo a quemarropa estaba muy lejos de la neutralidad que habían logrado hasta que ella lo calificó de obcecado. Sentarse junto a él y sentir su desprecio marchitaba su corazón.
El reverendo Severt anunció el himno numero 203. Brotó el bramido del órgano, la música inundó el recinto y la congregación se puso de pie. Parecía providencial que sólo hubiese un libro de himnos para cada dos personas. Linnea tomó uno y dio un codazo en el brazo de Theodore. El hombre se endureció. Ella lo espió por debajo de las alas de pájaro de su sombrero y le ofreció una sonrisa insegura. Theodore comprendió que le ofrecía mucho más que compartir un libro de himnos. También cobró conciencia de que estaban en la Casa del Señor… no era lugar para hipocresías. Cuando él tomó un borde del libro, no le manifestó a sabiendas su propósito de engañarla, haciéndole creer que podía leer los versos.
Aunque la antipatía pareció disminuir en la iglesia, durante la cena del domingo no le dijo nada. Comió en silencio y salió de la cocina para ponerse ropa de trabajo. Cuando se disponía a salir vio que Linnea lo miraba fijamente desde el otro lado del cuarto y se detuvo en sus pasos. La muchacha retorció los dedos y abrió los labios, como si se esforzara por hablar.
Él esperó, sintiendo una extraña ingravidez en el estómago, una expectativa que pareció clavársele en el costado del corazón. Los ojos azules eran grandes y temerosos. Dos manchas brillantes de color encendían las mejillas. Pareció que el instante se dilataba hacia la eternidad, pero entonces Linnea bajó las pestañas. Tragó y cerró los labios. Decepcionado, Theodore cruzó la habitación sin pronunciar palabra.
Linnea pasó la tarde en su cuarto, corrigiendo papeles y planificando la semana de clases. Abajo, Nissa fue a su habitación a dormir la siesta.
La casa quedó en silencio y el dormitorio del desván se tomó sofocante. Afuera el sol se había ocultado y el cielo tenía un tono gris verdoso, mientras hacia el Norte retumbaban sordamente los truenos.
Inmersa en la desdicha y sintiéndose cada vez más equivocada, su concentración se desvió de la tarea escolar. Al mirar por la ventana, notó el cambio de clima. Por enésima vez sus pensamientos derivaron hacia la discusión con Theodore y el antagonismo que había resultado de ella y que ninguno de los dos parecía capaz de terminar. No tenía con quién hablar y decidió contárselo a Lawrence.
– ¿Te acuerdas de Theodore? Bueno, me temo que él y yo todavía estemos enemistados. ¡Hemos tenido una terrible pelea, y ahora no me habla ni me mira! -Cubierta sólo con la camisa y las enaguas, Linnea se miró en el espejo, apretando una mano contra el pecho, tocando la zona del pulso en la garganta y adoptando una expresión de profunda consternación-. ¿Qué voy a hacer, Lawrence?~-Se interrumpió, agitó los dedos y replicó-: Bueno, supongo que los dos tenemos la culpa. El es un cabeza dura y yo… yo fui muy mala con él. -De repente, arqueó la espalda y alzó la barbilla en gesto defensivo-. Bueno, se lo merecía. Lawrence. ¡Es un mulo empecinado! -Se apartó de un salto, cuidando de no tropezar con la cómoda, esta vez-. Está convencido de que el resto del mundo está equivocado por desear una educación mejor que la suya, mientras que él…
– Se interrumpió de golpe y se volvió otra vez hacia el espejo-. Bueno, sí, yo… yo… -Alzó las manos, disgustada con la terquedad de Lawrence al negarse a echarle la culpa a quien correspondía-. ¿Por eso le dije obcecado? ¿Y qué? -Se acercó a la pila de papeles que había estado corrigiendo y jugueteó con la esquina de uno de ellos, para luego girar con los ojos muy abiertos-. ¿Disculparme? ¡No hablarás en serio! ¡Pero si es él el que tendría que pedirme disculpas!
Al primer retumbo del trueno, Theodore se volvió hacia el borde del campo. Tenía el trasero apoyado sobre metal sólido y en medio de un trigal era un blanco perfecto en una tormenta eléctrica. Una pálida franja amarilla encendió otra vez el horizonte gris y contó los segundos hasta que el trueno llegó a sus oídos.
Miró el reloj. Cuatro en punto y sería el primer día en más de tres semanas que paraban tan temprano. El receso les vendría bien a todos, aunque si caía la lluvia retrasaría el secado del trigo que ya estaba cortado.
Ya en la casa, Theodore dejó que Kristian abrevase a los caballos. Entró en la cocina vacía y fue de inmediato hasta la estufa a ver si había agua caliente. Se detuvo con la tetera en la mano, aguzando el oído. ¿Y ahora, quién demonios podía estar visitándola en su cuarto? Esperó oír otra voz, pero no hubo ninguna. Había pausas y luego los tonos ahogados de la voz de la muchacha. Desde el dormitorio de abajo llegó el suave resoplido de los ronquidos de Nissa y, con expresión intrigada, Theodore fue de puntillas hasta el hueco de la escalera, con la tetera olvidada en la mano.
– No sé qué haría sin ti, Lawrence. Eres… eres el mejor amigo que he tenido jamás. Sé bueno y alcánzame la blusa. De pronto hace frío.
Theodore esperó, pero, tras eso, todo quedó en silencio. Oyó el ruido de los pasos de Linnea y los siguió con la mirada por el techo. ¿Lawrence? ¿Quién diablos sería Lawrence? ¿ Y qué estará haciendo en el cuarto de ella? Inclinó otra vez la cabeza, esperando una voz masculina que respondiese, pero pasaron los minutos y no se oía nada. ¿Qué estarían haciendo con tanto silencio? Vertió agua en la palangana y se frotó más silenciosamente que nunca en su vida, todavía ganado por la curiosidad, escuchando.
Pero poco después llegó Kristian desde el cobertizo, haciendo golpear la puerta mosquitero y despertando a Nissa, que salió un poco tambaleante acomodándose las gafas detrás de tas orejas y comentando lo triste del tiempo.
Theodore se volvió secándose la cara y murmuró:
– ¿Quién está arriba con ella?
Nissa se detuvo.
– ¿Arriba? Nadie.
– ¿Y entonces con quién está hablando?
Nissa prestó atención un momento.
– No'stá hablando con nadie.
– Oh, me pareció oír voces.
Sólo cuando iba camino de la talabartería Theodore se percató de que la madre había dicho no'stá. Metió las manos dentro de la pechera de la bata del trabajo, adquiriendo el aire de un viejo monje sabio y, mientras caminaba, corrigió:
– No está hablando con nadie.
El portazo y la conversación que llegaba desde abajo volvió a Linnea a la realidad. De pronto advirtió lo oscuro que estaba en la calle. Apoyando las manos en el marco de la ventana, espió fuera y vio un parpadeo de luz hacia el Norte. Eso significaba que los hombres habían vuelto temprano y que no saldrían otra vez después del ordeñe.