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Con esos modos volubles, la joven dio una palmada a la montura.

– Eh, esto es divertido. Arre. -Espoleó dos veces con los talones-. No he montado muchas veces a caballo en mi vida. Como vivo en la ciudad, no tengo uno propio, y cada vez que viajamos mi padre alquila un coche.

La boca de Theodore se suavizó con un cuarto de sonrisa y se echó atrás, contemplándola, escuchando. ¡Pero esa muchacha era capaz de parlotear sin descanso! Y, a fin de cuentas, en realidad era una niña. Ninguna mujer pasaría la pierna sobre una montura de ese modo mientras visitaba a un hombre en una talabartería y se pondría a hablar de cualquier cosa que le viniese a la mente.

– ¿Sabe, pequeña señorita?, para la montura no's bueno… no es bueno sentar así, cuando no está puesta sobre el caballo.

– Sentarse -lo corrigió.

– Sentarse -repitió él obediente.

Linnea hizo una mueca, se miró las faldas, luego alzó la vista hacia él y su expresión se convirtió en una sonrisa picara.

– Ah, ¿no's bueno? -Sin advertencia, su pie se alzó en el aire y ella aterrizó con un salto-. En ese caso, la próxima vez será mejor que haya un caballo debajo, ¿no le parece? -Tras eso, fue de prisa hacia la puerta, giró y agitando dos dedos, le dijo-: Adiós, Theodore. Ha sido una conversación entretenida.

Lo dejó con la vista clavada en el vano de la puerta, mientras ella corría bajo la lluvia; en su ausencia Theodore se preguntó quién sería Lawrence.

8

A la mañana siguiente, la lluvia se había convenido en una niebla baja que se pegaba a la piel y a la ropa y hacía imposible cortar trigo. Kristian tembló y estornudó dos veces cuando posó los pies al lado de la cama. Hasta el linóleo estaba húmedo. Sobre los calzones largos se puso los abrigados pantalones de lana, una camiseta de manga larga y una camisa de franela gruesa. Cuando abrió la puerta del dormitorio para bajar, Linnea Brandonberg abrió la suya al mismo tiempo.

De repente, la sangre de Kristian perdió el frío. Linnea aún no se había peinado y el cabello le colgaba suelto por la espalda. Tenía ojos de sueño y se sujetaba el cuello de la bata con una mano y la palangana azul con la otra.

– Buenos días -lo saludó.

– Buenos días.

En un instante, la voz del muchacho pasó de tenor a soprano- Avergonzado, advirtió que tenía la camisa abotonada a medias y se dio prisa por terminar de cerrarla.

– Hace frío, ¿eh?

– Y está húmedo, además.

Jamás había visto a ninguna mujer que no fuese la abuela, en bata y descalza. Ver a la maestra con ropa de dormir le produjo una extraña sensación en la garganta y no sabía bien dónde posar la vista.

– Supongo que hoy no podrán salir al campo.

– Ahh, no, ehh, supongo que no.

– Entonces, podrás ir a la escuela.

Kristian se encogió de hombros, ignorando cómo reaccionaría su Padre a eso.

– Un día no servirá de mucho y es probable que mañana salga el sol

– Un día es un día. Piénsalo.

Se volvió y bajó de prisa las escaleras, permitiéndole ver mejor la cascada de cabello que saltaba a cada paso. ¿Qué estaría pasándole últimamente a Kristian? No solía notar cosas tales como los ojos de las chicas, que llevaban puesto o si estaban peinadas o no. Las chicas no eran más que muchachitas fastidiosas, que siempre querían estar con ellos cazando ardillas o nadar en Little Muddy Creek. Si uno se lo permitía, siempre arruinaban los buenos momentos.

Bajó las escaleras tras ella y fingió no ver cuando ella saludaba a Nissa, llenaba la palangana y volvía a la planta alta para darse el baño matinal. Se la imaginó… y sintió como si se le hundiera el pecho.

¡Es la maestra, pedazo de asno! ¡No puedes pensar así de la maestra!

Pero cuando iba al cobertizo a ayudar con el ordeñe de la manada seguía pensando en lo hermosa que estaba en el rellano. Todavía no había amanecido, pero pronto saldría el sol sin hacer ruido. La granja, envuelta en la niebla, olía a los olores que se desprendía de los animales y las plantas. Ganado, cerdos, gallinas, barro y heno… ahí estaba todo eso, entre las húmedas sombras. El aire espeso amortiguaba todos los sonidos, salvo los cloqueos de las gallinas que preludiaban su despertar. Sobre el vertedero del molino se condensaban las gotas, temblaban y luego caían en un charco, con goteo irregular. Tras la alta torre, una fila de ventanas doradas resplandecían acogedoras.

Al abrir la puerta del cobertizo, Kristian estornudó.

Cuando entró, se estremeció entero, feliz de estar a resguardo de la humedad. A esa hora del día, el ambiente del establo era tan grato que podía atenuar el filo del malhumor matinal de un hombre, sobre todo cuando el tiempo era malo. Hasta cuando la nieve o el frío intenso se apretaban contra las ventanas, dentro, bajo las gruesas vigas cubiertas de telarañas con las puertas bien cerradas, nunca hacía frío. Las vacas emanaban un calor que disipaba hasta la humedad más odiosa, hasta la penumbra más opresiva.

Theodore las había hecho entrar. Dóciles, esperaban su turno rumiando rítmicamente su bolo alimenticio y el ruido de la masticación se unía al siseo de las lámparas que colgaban de las toscas vigas. Los gatos del cobertizo -salvajes, indomables- habían optado por no cazar ratones bajo la lluvia y observaban desde una distancia segura, esperando la leche tibia.

Kristian tomó el taburete de ordeñar y se instaló entre dos grandes vientres blancos y negros. Cuando se sentó y apoyó la frente contra la vieja Katy se sintió más caldeado aún. Llenó las latas de sardinas, las puso a un lado y jugó el eterno juego de esperar a ver si lograba tentar a los cautelosos gatos para que se acercasen. No lo hicieron. Se mantuvieron en sus lugares con la característica paciencia felina,

– ¿Estás dormido o qué? -le llegó la voz de Theodore desde algún punto de la hilera, acompañada por las pulsaciones líquidas de la leche cayendo en un cubo casi lleno.

Kristian se encogió y advirtió que había estado soñando con la señorita Brandonberg, cuyo cabello tenía el mismo color de caramelo que uno de los gatos.

– Oh… sí, creo que sí.

– No has sacado de Katy más que dos latas de sardina llenas.

– Oh, sí… bueno…

Sintiéndose culpable, se dispuso a trabajar, uniendo su propio ruido de la leche cayendo en el balde. Durante largos minutos sólo se oyó el ritmo… la cadencia continua del choque de la leche contra el metal, de la leche cayendo sobre la leche, de los potentes dientes de las vacas moliendo el forraje, de los alientos de las bestias que calentaban el cobertizo a cada exhalación de sus enormes panzas.

Kristian y Theodore trabajaron en cordial silencio un tiempo, hasta que irrumpió la voz del padre.

– Se me ocurre que podríamos ir a casa de Zahí a buscar carbón.

– ¿Hoy? ¿Con esta llovizna?

– He estado esperando un día lluvioso. No quiero desperdiciar un día de sol.

– Entonces supongo que querrás que enganche el carro.

– En cuanto terminemos el desayuno.

Kristian siguió ordeñando unos minutos, sintiendo los músculos de los antebrazos calientes y tensos- Después de pensar un rato, dijo:

– Pa.

– ¿Qué?

El muchacho apartó la frente del flanco tibio de Katy y sus manos se aquietaron.

– Si tengo la carreta enganchada, ¿no podría llevar a la señorita Brandonberg a la escuela?

En ese momento, las manos de Theodore también dejaron de ordeñar. Recordó que le había advertido a la señorita Brandonberg que él no tendría tiempo para llevarla a la escuela. Evocó la imagen de la muchacha en la montura, como la viera la noche pasada y sintió que le subía cierto calor al cuello. Estaba dispuesto a admitir que, en ese momento, no parecía una flor de invernadero. Parecía… ahhh, parecía…

Al evocar la imagen de Linnea, algo pasó en su corazón. Un hombre de su edad no tenía por qué sentir semejantes cosas por una jovenzuela como ella.